domingo, 17 de abril de 2005

Libros recibidos

Todos los muertos, el muerto

por Daniel Link

De todos los muertos que, según un antiquísimo rito, se recuerdan cada 2 de noviembre, la memoria de uno de ellos se agiganta año a año. Es que ese día aciago para la cultura occidental, hace treinta años, Pier Paolo Pasolini, el más grande artista de la segunda mitad del siglo XX, moría asesinado por un muchacho al borde de un camino. Convertido hoy en un hombre célebre precisamente por su responsabilidad material en la ejecución del más lúcido intelectual italiano, ese muchacho fue a prisión y hoy está libre de la cárcel, aunque sigue preso de la misma moral que Pasolini había condenado con su poesía (Quién soy, La mejor juventud), con su cine (Edipo Rey, Teorema), sus novelas (Teorema, Muchachos de la calle, la inconclusa Petróleo), sus intervenciones periodísticas (Las bellas banderas) y sus ensayos (Empirismo herético).
Cada año, la figura de Pasolini como intelectual y como artista se agiganta a pesar del desprecio y la ignorancia con que muchos pretenden hablar de su obra. Naturalmente, juzgadas con los estándares de calidad del cine que viene de Hollywood (o de Cinecittá, o de Londres, o de Moscú, para el caso es lo mismo), el cine de Pasolini es malo: el montaje espasmódico de sus películas, por lo menos, es proverbial. Pero no porque Pasolini no supiera de cine sino más bien porque sabía demasiado. De todos los grandes cineastas del siglo pasado es uno de los pocos que fue capaz de elaborar una teoría cinematográfica coherente y original. El cine de Pasolini no puede juzgarse de acuerdo con los parámetros históricos del cine porque es un cine utópico, proyectado hacia el futuro, hecho según una lógica sin antecedentes en la historia cinematográfica.
Lo mismo podría decirse de sus novelas y de sus poemas. Siempre mal compuesta, la obra de Pasolini puede incluso resultar ingenua para los "sofisticadísimos" estándares actuales. Es que Pasolini respondía sencillamente a una moral (una moral personal, que sería penoso tratar de resumir en pocas líneas) y es en relación con esa moral (o, si se prefiere, con esa política) que su obra existe. Para donar al mundo las sencillas verdades (las "bellas banderas") que se derivaban de esa moral, Pasolini no consideraba necesario mayor esfuerzo formal o una falsa pátina de sofisticación. Él podía ser más moderno que todos los modernos (como su obra lo prueba) y, a la vez, sostener una moral de verdades sencillas.
Precisamente esa "sencillez" de la obra pasoliniana es lo que lo vuelve un gigante intelectual. Después de veinticinco años, comprobamos que el mundo desanimado en el cual la sexualidad se ha convertido en un bien de cambio, tal como él había observado (y de lo cual había abominado) es ya nuestro único lenguaje.
Hace varios años Mondadori comenzó la publicación de su Obra completa, que incluye 4000 páginas de inéditos en libro. Resulta por lo menos sorprendente que la filial española del grupo no haya emprendido la traducción, todavía, de uno de los más grandes y más amados de todos nuestros muertos. Afortunadamente, los sagaces editores locales están aprovechando la oportunidad para devolvernos sino todo, al menos una parte de Pasolini: El cuenco de plata acaba de publicar una selección de su epistolario, con el título Pasiones heréticas (Buenos Aires, 2005, ISBN 987.1228.02.3).

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