sábado, 11 de septiembre de 2010

Amor a Roma

Por Daniel Link para Perfil

Michelangelo Buonarroti, conocido como Miguel Ángel, vuelve a mi vida como un ritornello. Nuestro primer encuentro fue en mi infancia (¿tenía yo ocho años o nueve?). La desventura se abatió en esos años sobre nuestra familia ampliada cuando la asistente doméstica de mi abuela se fugó, embarazada, con su novio, a un remoto pueblo de Córdoba. Como mi familia se sentía responsable por esa adolescente que había sido adoptada “como si fuera de la familia”, con promesas de cuidados intensivos a su madre, fuimos a buscarla. Es decir, mientras mis padres la buscaban en el pueblo, a mí me metieron en un cine donde pasaban La agonía y el éxtasis, película que nunca volví a ver pero cuyo retrato de un artista entregado hasta la muerte a su obra me impresionó vivamente.
Diez años después, cuando cobré el primer sueldo de mi vida (al mismo tiempo, hacía el servicio militar), invertí lo que había ganado (gran parte, sino la totalidad) en un libro gigantesco llamado The Complete Work of Michelangelo, de donde traduje algunos de los oscurísimos sonetos del pintor y estudié maníacamente su obra pictórica y arquitectónica. Conozco al dedillo cada uno de los ignudos de la Capilla Sixtina, y la expresión de la Sibila Délfica no ha dejado de atormentarme a lo largo de los años.



Nunca nada me había acercado a Roma, de modo que mi experiencia de esa parte de la obra michelangeliana me era conocida sólo de segunda mano (en 2005, la suerte me hizo pasar por Florencia, donde conté los escalones delicadamente programados de la Biblioteca Laurenziana y admiré las masas musculares del David).
El sábado pasado, me demoré cuanto pude en la Pinacoteca vaticana y las stanze del rival de Miguel Ángel, Raffaello Sanzio, al que nunca amé tanto como al otro.
Cuando entré a la Capilla y empecé a señalar, uno por uno, a los personajes a los que reconocía por su nombre, me emocioné hasta las lágrimas.
No era yo, ya, sólo un hombre mayor endurecido por la vida, sino, además, un niño abandonado en un cine de pueblo, ante una vida desmesurada, y un joven dispuesto a gastarlo todo por amor al arte.


3 comentarios:

Anónimo dijo...

que tristeza me das Daniel,cuando te imaginocomo un niño abandonado en el cine del pueblo.

Anónimo dijo...

¡Qué raro que ningún boludo todavía no haya propuesto que se vendan las riquezas del Vaticano!

La pequeña Lulú dijo...

Es así tal cual. Si estás feliz, para festejar. Si estás en la peor crisis de tu vida, para salir de ella. En uno como en otro extremo, y en todas las posibilidadades intermedias, Roma. Lo supe cuando vi la misma película que vos, más o menos a la misma edad. Y tuve que esperar hasta los 30, pero lo confirmé. Y seguiré sosteniéndolo. Siempre, siempre nos quedará Roma.