sábado, 29 de septiembre de 2018

Tutti Frutti


Por Daniel Link para Perfil

¿Me gustarían Beijing, Bagdad, Bombay? No lo sé, y en este caso sólo puedo pensar por analogía, lo que casi siempre es malo. Imagino a Bagdad un poco como El Cairo, que no me gustó demasiado, pero tal vez se trate de un prejuicio orientalista. Para pensar Beijing y Bombay no tengo términos de comparación. Bruselas me pareció bastante sosa, pero no tanto como Boston.
Por fortuna me gustan Buenos Aires, Barcelona y Berlín y en cada una de ellas encuentro lo poco que a las otras les falta para ser perfectas. Que ninguna lo sea no depende tanto de un valor objetivo de esas ciudades sino de mi capacidad de tolerancia: cero tolerancia al frío, al turismo masivo, a la polución auditiva.
Si me detengo en estas ciudades y no en otras no es por azar, sino por la coacción de una regla que nos hemos impuesto con mi equipo de trabajo: el año que viene sólo pensaremos en libros firmados por autores cuyos apellidos comiencen con la letra B y sólo recomendaremos las lecturas y las teorías (literarias, sobre el sujeto, políticas, historiográficas) que también ser correspondan con nombres propios con B.
La decisión no fue muy meditada pero tampoco es completamente caprichosa. A propósito del “Bien”, el tema que nos ocupaba, empezamos a enumerar autores cuyos apellidos empezaban con B. Un minuto después ya habíamos formulado la regla y nos juramentamos para atenernos a ella.
En materia literaria, todo da más o menos lo mismo, pero en materia de perspectivas críticas el asunto se vuelve más complejo, porque nos obliga a prescindir de ciertas nociones o a parafrasear algunas otras. Tendremos que decir “en un libro que nació de un cuento de Borges, su autor propone...” y así.
Con las ciudades podría haber sido fatal porque no nos detuvimos a pensar en las enormes implicancias de la regla, que nos habría condenado a Nueva York (esa Mar del Plata donde bailan los payasos), a Edimburgo (esa Cosquín donde los unicornios son el símbolo de la resistencia), a París o a Madrid (¡líbrenos el cielo de semejante infierno!).
La regla es tirana porque nos priva de San Francisco, la ciudad más amable del mundo, de Valencia (esa Córdoba mejorada por el mar), de Roma y de Estambul. Por suerte B es la letra que da nombre a tres de las más hermosas ciudades del mundo, en una de las cuales trabajamos. Las tres son bastante mundanas y conservan todo el encanto de lo cosmopolita y lo local. En las tres hay una alta intensidad que domina los comportamientos sin volverlos, sin embargo, maniáticos. Berlín tiene la mejor iluminación nocturna (dicen les berlineses que es para no molestar a pájaros e insectos), el mejor sistema de transporte público y es infinitamente más liberal que las otras dos, especialmente en materia sexual. Barcelona tiene el Mediterráneo y una de las mejores cocinas del mundo (finalmente, y contra toda protesta independentista, es una ciudad que participa de la sencillez culinaria de la Madre Patria). Buenos Aires tiene una energía un poco insoportable de continuo pero que se extraña mucho cada vez que uno la abandona por un tiempo. Tiene, también, una mezcolanza de registros inconcebible en cualquier otra parte. Siempre está a punto de estallar (“caos” dicen los medios) pero es, sin embargo, resistente a las tendencias autodestructivas de sus habitantes.
Sin haber nacido en ninguna de ellas, en las tres he hecho nido en algún momento de mi vida. Las conozco bastante, puedo volver a ellas y comprobar lo que ha cambiado o lo que se mantiene idéntico. Cada una tiene una parte que no uso porque no me gusta (los Palermos en Buenos Aires; el Gótico en Barcelona; Neukölln o Prenzlauer Berg en Berín. No quisiera vivir en invierno en Berlín y los diciembres de Buenos Aires son bastante detestables. Barcelona es amable casi todo el año, pero la prefiero en otoño, cuando las hordas turísticas no la abandonan del todo, pero al menos merman.
En las tres tengo amigues, pero sólo en Buenos Aires tengo familia y sólo en Buenos Aires puedo pensarme un futuro, por lo general teñido de pinceladas berlinesas o barcelonesas, porque en esas ciudades aprendí aspectos de la felicidad urbana.



sábado, 15 de septiembre de 2018

Las palabras y las cosas


Por Daniel Link para Perfil

No comparto la opinión de que los discursos del Sr. Macri son pobres conceptualmente. Por el contrario, los considero extraordinariamente densos. En su última alocución a la ciudadanía, subrayó repetidas veces y con todo el énfasis posible que hay que vivir y conformarse con lo que se tiene y no aspirar a más. Hay que saber cuál es el propio lugar en el mundo y asumirlo como destino. Es una posición filosófica con una larga tradición a lo largo del siglo XX y que tiene que ver con la relación entre el ser y la facticidad.
Se es sólo en relación con determinadas condiciones de existencia. Se puede querer o no el propio ser ahí, dijeron algunos filósofos. Otros, en cambio, creyeron que el ser ahí era una condena definitiva. Los campos crematorios son la consecuencia de esa segunda convicción filosófica.
Conformarse a lo existente, vivir con lo que se tiene, no imaginar un mundo diferente o una relación más plástica con los semejantes, eso nos recomendó el Sr. Macri y ese consejo no es una mera instrucción de economía doméstica, sino una posición ante lo imaginario.
Las posiciones hedonistas, el carpe diem, los postulados de vanguardia (en lo que se refiere a las políticas sobre el Estado o a las micropolíticas sobre el género, las minorías raciales o los desclasados), los sueños y las apuestas a un futuro mejor son irresponsabilidades que ya no podemos permitirnos.
El Sr. Macri, con todo el dolor del alma, ha aceptado la responsabilidad histórica de decirnos que debemos ser lo que somos y nada más oorsque todo lo demás conduce a la catástrofe.
Un poco por eso, las alocuciones presidenciales prescinden de la retórica, del relato, incluso a veces de la corrección sintáctica y de la correcta pronunciación. Esas florituras serían contrarias al concepto que se defiende: lo que se es como destino. Y el ornamento, incluso el discursivo, es contrario al progreso y nos acerca al abismo. 


domingo, 9 de septiembre de 2018

Manteca al techo

por Daniel Link para Perfil

La casualidad (¿pero acaso existe?) quiso que, mientras la moneda argentina estallaba por los aires y se esparcía por los cielos como un papel picado completamente festivo e inútil para cualquier otra cosa que una carnestolenda, yo estuviera embarcándome rumbo a Europa, donde mi marido y yo teníamos obligaciones laborales que atender. Lo primero que me sorprendió fue la rapidez con la que nuestro (de todos modos magro) poder adquisitivo se adelgazó. Nunca hemos sido de preocuparnos demasiado por los precios, pero esta vez directamente no era un desequilibrio futuro lo que podíamos poner en la balanza sino una escasez actual: contábamos (y seguimos contando) las monedas que nos quedan. Lo segundo, lo caro que todo se había vuelto desde nuestro último viaje al Viejo Mundo. Naturalmente, no en nuestra moneda casi inexistente, sino en euros. Entre el bolsillo argentino y Uniqlo, que supo abastecer de camperas de pluma a vastos sectores poblacionales, parecía haberse producido un divorcio definitivo, desde ya. Pero también entre los bolsillos de los demás turistas que, a diferencia de otros años, directamente no entraban a la tienda (ni siquiera en su sede berlinesa, que podría suponerse más barata). De modo que entre el peso, el euro y el dólar la relación es mucho más compleja de lo que parece a simple vista, y el mundo entero parece estar ajustándose a estándares de consumo diferentes a los de hace dos años. Cuando comenté mis impresiones en los chats de los que participo, obtuve dos tipos de respuesta. La primera, “que se jodan, ya que votaron a Macri”, lo que presuponía que entre la práctica del viaje y la adhesión a un credo de derecha hay una relación lineal y necesaria y, por el contrario, la segunda: “ya todo se acabó, lo mejor es pasar lo mejor posible las últimas horas del Titanic”. Aunque las dos posiciones me resultan igualmente simplistas, creo que la primera me convenció un poco más, pero no por el lado de la relación entre viaje y adhesión liberal, sino por el lado, tan cacareado por los diarios, de la confianza en la forma Estado, la moneda y los ciclos de la historia. Puede sonar a pensamiento mágico, pero entre la posición apocalíptica y la integrada, la segunda parecía la más adecuada para definir la conciencia del paseante argentino en tiempos de devaluación irrefrenable: alguien pagará (probablemente los más pobres). Un poco por eso, los argentinos que viajan siguen, como en el estereotipo que indignó a Céline en el Viaje al fin de la noche, tirando manteca al techo. Quienes, como nosotros, no tenemos una confianza semejante en que alguien proveerá elegimos juntar esa manteca tirada, y guardar para después un sobrecito de edulcorante o una porción de Nutella para improvisar un desayuno callejero. Suena triste, y lo es. También, inevitable.

sábado, 1 de septiembre de 2018

Acción y reacción

Por Daniel Link para Perfil

Del 27 al 30 de marzo de 2019 se realizará en la doctérrima ciudad de Córdoba el VIII Congreso de la Lengua Española, o mejor “castellana”, como cuando yo era chico, dado que el reino de España es multilingüe y el castellano se usa en vastos continentes que deliberadamente se independizaron de la metrópoli y sus delirios imperiales.
Vendrán, por supuesto, los soberanos de la casa de Borbón (tercera Restauración) a garantizar los negocios espurios de la corona española con esa materia prima que es el lenguaje (hablado, escrito, impreso, radiotransmitido, digitalizado) como si la lengua que usamos hubiera sido un invento de las monarquías que a golpe de espada pretendieron unir a la península bajo un estandarte expansionista y totalitario, y no el resultado de lentos procesos de usos vernáculos del latín.
Siguiendo esa lógica mezquina y concentracionaria, los italianos (legítimos herederos de los romanos) podrían reinvindicar derecho de autoría sobre todas las lenguas romances (incluidos el francés, el portugués, el catalán). Lo siento, monarcas: aprovechen el ruidoso desorden de las repúblicas latinoamericanas mientras puedan, porque más temprano que tarde retomaremos la gestión soberana del lenguaje que hablamos y escribimos, incluida su explotación literaria y comunicacional.
Uno de los temas sobre los que los Conquistadores pretenderán imponer autoridad es el del lenguaje inclusivo o las estrategias de inclusión en el lenguaje, ligado con políticas de género.
A muches lectores les molesta el uso de la e o cualquier otro artilugio para dar cuenta de una cierta conciencia en relación con el carácter fascista y discriminatorio del lenguaje. Cuanto más se retuerzan en sus lechos castellanos y cuanto más les académiques reales insistan en negar el problema, tanto más divertido será ensayar variaciones para no tener que decir día del niño (“día du niñe” y “día des niñes” me encantan).
¿Cunde la alarma? ¿Destruimos el idioma? Señoris (en este caso la “e” sería masculina): de pronto les plebeyes se inclinaron masivamente a la poesía y el uso experimental de los lenguajes (que haya uno solo y se lo considere uniforme es insostenible ya desde antes del franquismo). ¿No es eso hermoso, no es gongorino?
Les independentistes más radicales del XIX propusieron abandonar la lengua castellana en favor de una más plástica. Sigamos buscando y, como decía Darío, que bufen los eunucos.