lunes, 27 de junio de 2011

Lado B

Cada año, el Festival de Bayreuth (una de las experiencias al mismo tiempo más exquisitas y más abominables del mundo musical) presenta las óperas de Richard Wagner, en particular la tetralogía El anillo y Parsifal, que suponen una inmersión total, mientras dura el Festival, en la peculiar visión artística de Wagner (esa Gesamtkunstwerk que daba dolores de estómago a Brecht, entre tantos otros). Los wagnerianos y curiosos se anotan en infinitas listas de espera y deben esperar años para conseguir una plaza.
En el otro extremo del arco musical, cada año (desde hace diez) se desarrolla en Los Ángeles una competencia de canto conocida como American Idol, que mueve miles de millones de dólares de la industria discográfica. Internada Paula Abdul (alarmantemente empastillada) y despedido el carismático Simon del clásico jurado, la última temporada colocó a JLo (que necesitaba relanzar su carrera) en el centro del podio de celebridades encargadas de juzgar la performance de los contendientes.
Independientemente de los gustos (no se trata de eso), podría pensarse que no hay experiencias más opuestas de lo musical que esas dos, que delimitan el universo y, tal vez, el campo de lo audible. Y sin embargo...
Un nuevo concurso, también losangelino, ha acercado Bayreuth y American Idol, o mejor: ha puesto a American Idol en el lugar-Bayreuth y ha desplazado la experiencia musical de ese concurso en el umbral de lo excelso. ¿Cómo puede ser?
Es que The Voice es tan, pero tan bizarro, que lo desplaza todo, partiendo de la escenografía, la conducción, la cortina (que parece más adecuada a un programa de catch de la década del ochenta). Si en American Idol está JLo, aquí está Christina Aguilera, que es una vulgaridad tan mayúscula y se abraza al trash con una pasión tan desmedida que nos cae simpática.
Los jurados no son aquí meros formadores de opinión, sino la cabeza de equipos rivales que compiten por ganar. En The Voice hay que trabajar y no limitarse a leer papelitos suministrados por la producción.
Los concursantes (elegidos a ciegas, sólo por sus voces, por cada uno de los entrenadores y productores) fueron eliminados en progresión decreciente (de a cuatro, de a dos, de a uno) de cada equipo, hasta que quedaron cuatro para la final.

La última eliminación (que destrozó los marcadores de ratings, arrasando con esa porquería que es Glee) parecía (comparada con cualquier función de American Idol, tan correcto y tan mediano en sus criterios de selección) un show de fenómenos circenses: de los ocho concursantes (dos de cada "equipo"), tres tenían más de cuarenta años, tres (dos mujeres y un hombre), tenían sus cabezas afeitadas, tres (dos mujeres y un hombre) eran gays y/o lesbianas (sus parejas los acompañaban), una era una niña diminuta y otra una joven de una altura inconcebible, dos (un joven y una mujer) eran obesos de manual, y uno era el pollito que hacía sufrir al gallo Claudio. Freaks.
Cada uno de ellos (y todos ellos) cantaba (infinitamente) mejor que cualquier finalista de American Idol. El capricho de las audiencias y del jurado quisieron que, en la final, quedaran estos cuatro contendientes: una lesbiana asesina que, en un callejón oscuro te provoca un paro cardíaco, totalmente rapada, tatuada y cuarentona; la chica de dos metros que hace versiones alternativas de temas dark; el negrito rapado padre de familia (representante de la "normalidad") y una lesbiana latina y musculosa que hace flexiones de brazos antes de subir al escenario y a cuyo lado Ana Lucía parecería la Bella Durmiente.
Todo está en youtube, claro, empezando por este número pasmoso desempeñado por dos de los jurados:



Sí, American Idol ya forma parte de un pasado remoto y nibelungo. El presente es The Voice, su corte de los milagros y su democracia absoluta.

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