jueves, 10 de noviembre de 2011

Narrar o describir

¿Qué es el realismo? Un dispositivo óptico (mucho más que un método de representación). ¿En qué se reconoce el realismo? En una determinada actitud (una gestualidad) respecto de la realidad. En la presentación (no se trata de la representación) de determinadas unidades de discurso y determinadas relaciones entre esas unidades. Finalmente, el realismo es un plan de consistencia: vuelve consistente mediante un complejo artificio singularidades irreductibles, acausales y atemporales. O sea: no tanto una forma de pensamiento cuanto una instancia de inteligibilidad. El realismo es (será) siempre descriptivo. Sólo que subordina la descripción a una determinada distribución de las masas semánticas.
La mayoría de las veces, el realismo audiovisual termina siendo aburrido, precisamente por la necesidad de mantener como constantes las articulaciones principales de sus postulados de intelegibilidad. Una vez comprendido el sistema, el automatismo lleva al hastío. Salvo que.
Salvo que la descripción sea tan intensa que permita olvidar esas articulaciones y focalizar la atención en el detalle: Lukács pensaba que eso es la ruina del realismo, que eso es el naturalismo (cuyo ejemplo más famoso será siempre Flaubert).
Finalmente, la decisión de catálogo importa poco y aún la realidad más convencional puede presentarse bajo un dispositivo óptico más bien alucinatorio. Es lo que pasa con Boss (2011), la serie protagonizada por Frazier (¿alguien es capaz de recordar el nombre del actor, quiero decir, de Kelsey Grammer?). Ya ese pliegue nominativo alrededor del nombre del actor principal complica el aparato óptico, porque es como si Frazier, el personaje no de una serie, sino de dos series diferentes (Cheers, Frazier), hubiera migrado de ciudad una vez más (de Boston a Seattle y, ahora, a Chicago) para aparecer en otra posición laboral, y, por alguna razón que desconocemos, hubiera tenido que cambiarse el nombre.
Frasier es ahora el alcalde de Chicago, formalmente casado con una mujer que es más mala que él (y él es de una maldad rayana en el delirio de un teleteatro latinoamericano). Es el "Mayor Tom Kane" (por supuesto, tratándose de una postulación de inteligibilidad sobre la ciudadanía, para qué usar otro apellido).
Tom Kane es muy de derecha, extremadamente corrupto (pero sus subordinados, los sindicalistas con los que hace negocios, sus agentes de seguridad, sus rivales políticos son todavía peores). ¡Se trata de Chicago (la Rosario norteamericana)!
Al comienzo de la serie, lo vemos en situación de diagnóstico: se va a morir de una enfermedad neurológica degenerativa, de la que prefiere no decir nada a nadie, ni a su esposa formal (con la cual no vive), pero sí a la hija ex-drogadicta (ahora pastora), con la cual hace cinco años que no habla porque, en fin, ya se sabe el daño que un hijo drogadicto puede causar a una carrera política.

Eso es todo: el Mal gobierna y la cámara perspicaz nos revelará los detalles de ese malgobierno (que no es desgobierno sino un exceso de gobernancia).
Las cosas que hace esta gente son de una maldad metafísica, esquemática, de un énfasis rayano en la ridiculez, inverosímil. Y sin embargo...
Boss tiene (ha tenido, en sus cuatro primeros episodios) secuencias memorables, pequeños detalles que lejos de revelar algo sobre una realidad más bien lo que hacen es sostener un pensamiento sobre la mirada: la cámara es titubeante (en ese estilo abusivo de la cámara de documental que la ficción ha usado tanto últimamente), pero sus titubeos no quieren tanto instalar la ilusión de una participación furtiva de los entretelones del poder, sino más bien postular la imposibilidad del centramiento: lo que aparece como visible la mayoría de las veces no se entiende: no lo entienden los personajes, que no saben que el Alcalde está mentalmente cada día más incapacitado; ni los espectadores, que nos preguntamos a dónde quieren ir a parar esos fragmentos de ignominia.
Lo que brilla en las mejores escenas de Boss (que son muchas) es el silencio, la incomprensión, la opacidad de sentido, la exageración (por qué no decirlo) barroca, que lejos de establecer cualquier forma de pedagogía, mueve a risa. ¿Y ahora qué, uno se pregunta, por ejemplo, en relación con el personaje de la desdichada médica que ha ejercido el diagnóstico fatal? Y bien: la serie progresa en el horror hasta que ya no se sabe bien si lo que uno está mirando es una historia con vocación realista o directamente volcada a lo fantástico o lo teológico.
Porque, en definitiva, el único enunciado que repite cada escena de esta serie asfixiante y mortuoria, con una monotonía litúrgica es: "una palabra tuya bastará para sanarme" ("sanarme" no es aquí la cura, sino el bien morir, en todo caso: la redención).
No es la primera vez que Gus Van Sant, que dirigió el primer capítulo de Boss para mejor marcar esa línea de sentido, dice algo semejante y, como siempre, dice que el problema es no saber a quíen pedirle esa palabra redentora.

1 comentario:

Diego dijo...

Hola Daniel,
No conocía Boss, veremos.
Por otro lado, te invito a leer mi último y tedioso post donde planteo no algo similar: sobre una teratología de la realidad. De donde vengo a ensayar sobre JJ Abram (lost-Fringe) y las relaciones entre realidad-ficción-y ensayo.

Es por acá: http://instantesde.blogspot.com/2011/11/una-teratologia-de-la-realidad.html

Un abrazo.