martes, 22 de junio de 2010

Nuevas tecnologías

"El fin de la noche" se llama el sello. Distribuye libros en internet ("libre acceso de lectura online") y, además, ofrece formatos tradicionales en "impresión bajo demanda". Su lema: "Que los libros luminosos jamás se agoten".
Dos ejemplares de su catálogo me llegan por mano de sus autores: Condominio (ISBN 978-987-1491-19-3) de Max Gurian (100 págs.) y MDP. Mar de Pijas (ISBN 978-987-1491-16-2) de Alejandro Quesada (108 págs.). Ninguno de los dos me era desconocido del todo. Ninguno de los dos, creo, es propiamente luminoso. Pero los dos son, cada uno a su manera, suculentos.
La calidad, el brillo lujoso de la prosa de Max Gurián no me sorprendió del todo (ya la conocía), pero sí me permitió complacerme al verla aplicada en un género nuevo, en relación con el cual, lo confieso, me costó reconocer a Max. Por razones de índole privada (es decir: caprichosas), me negué a leer este libro antes de que estuviera impreso. Temía que no me gustara.
El libro de Alejandro participó de un concurso de autobiografías y uno de los jurados me lo recomendó calurosamente. Luego, un editor que hace gala de un gusto exquisito se reveló inmune a los encantos de MDP. No sabía qué pensar.
Por fortuna, los libros llegan y obligados a leerlos por curiosidad, amor o lo que fuera (no, lo que fuera no: por curiosidad o amor, no hay otras razones para leer libros desconocidos), podemos formarnos una opinión propia.
Ninguno de los dos libros, me atrevo a aventurar, suscitará la atención de la "prensa especializada", siempre a la caza de escándalos mayúsculos y de revelaciones decisivas. Ni Condominio ni MDP participan de esa especie de libros. No son, como he dicho, luminosos sino suculentos: son capaces de saciar el apetito de cualquiera que sienta hambre de literatura nueva.
Ninguno de los autores es un jovenzuelo (Max nació en 1975, Alejandro en 1974), pero el azar ha querido que los dos vengan como mascarones de proa de "lo nuevo" (la edición digital, la impresión a demanda) y algo de sus escrituras participa, al mismo tiempo, de la novedad y de lo viejo, de lo muy viejo incluso, de lo ancestral: el libro como un susurro, como una voz que, desgarrada, desacomoda nuestras existencias y, al mismo tiempo, lo que creemos saber sobre los géneros: Condominio se presenta como un libro de cuentos, MDP como una novela. Participan, si se quiere, de algunas de las propiedades de esos géneros, pero no de todas: a MDP le falta consistencia novelesca, a los relatos de Condominio le faltan compacidad y acabamiento.
Son, más bien, apuntes, bosquejos (no es casual que MDP los incluya, deliberadamente, hacia el final). Y en ese carácter, creo, reside su fuerza y su originalidad.
No es que los cuentos de Max no sean buenos, son otra cosa (diferente de Quiroga, Borges, Walsh, Poe, en todo caso: modelos imposibles de reproducir, no por falta de talento del ejecutante, sino por hastío, y porque nuestro presente reclama, en verdad, otros tránsitos).
Max pone su prosa (su sintaxis riquísima, su elegancia, me atrevería a decir su sabiduría, si no supiera que los dos nos pondríamos colorados ante palabras semejantes) al servicio de unas vidas más o menos grises, fracasadas, en las que no hay pormenores significativos y, por lo tanto, en relación con las cuales no hay posibilidad de cuento. "El cuento de la vida" o "la vida como cuento": ésas parecen ser las frases secretas de Condominio, que es como un dominio compartido, el dominio que no se tiene sobre sí plenamente sino que se comparte con otros. Condominio (¿por qué la gente no se detiene en los títulos?) es un libro de apuntes sobre la pérdida de soberanía sobre la propia vida. Esbozos, apuntes, escorzos. El relato más largo, "Los autos locos", es también el más extraño, porque en él Max hace, a diferencia de lo que sucede en el resto, un ejercicio de diálogos que haría empalidecer al narrador más afiatado (y con esto quiero decir, ni más ni menos: Puig).
Yo no quise leer el libro de Max antes de que estuviera impreso. No quería que una incomprensión mía, que un disgusto mío se interpusiera entre nosotros. Ahora sé que mi reparo estaba totalmente injustificado pero no me arrepiento de haber permanecido un poco al margen. Creo que Condominio tiene fuerza suficiente como para imponerse al lector más receloso. Podría objetarle una cierta indecisión en el armado, la sucesión de cuentos más bien serios (incluso trágicos) y ejercicios farsescos (o de comicidad). Pero como no reconozco en ninguno de los "cuentos" al género, ni siquiera esa objeción podría sostenerse.
Max, que siempre ha sabido descubrir las puertas y ventanas que la literatura abre para todos nosotros, se ha lanzado de lleno a investigar paisajes nuevos. No quisiera dejar de señalar lo mucho que admiro el tránsito que emprende y todo lo que se puede esperar de un escritor (Max lo es, y para siempre) que se aventura en el desierto.
¿A qué se parece lo que Max hace? A nada, a muy poco. Kafka, diríamos, pero sería falso, porque Kafka adelgazaba el lenguaje hacia la nada y Max hace del suyo una pompa (fúnebre, tal vez, pero pompa al fin). Buzzati, se me ocurrió. Pero tampoco: lo de Max es menos epigonal. Es como si él hubiera detectado (de allí los cambios de registro) que no hay diferencia alguna que convenga sostener entre Borges y Pierre Menard o Bustos Domecq. Lo que él hace está en un entrelugar, un afuera radical respecto de cualquiera de esos moldes.

*

MDP. Mar de pijas tiene un tema evidente ya desde su título: se trata de Mar del Plata (ciudad natal del autor) y del ejercicio (villero) del surfismo en sus playas. Se trata de las fantasías locas de las locas en relación con ese universo al mismo tiempo zen y putañero: ¿qué es un surfista sino una pura potencia de goce?
La novela de Alejandro está en primera persona. La conciencia del narrador sobre sí y sobre el mundo en el que actúa es penosa. Muy pronto se pasa del morbo y el cachondeo prometido a un umbral de comprensión de lo viviente dominado por el estremecimiento y la compasión: ¿pero él no sabe lo absurdo que es pretender ser un dios sin ninguno de sus poderes? ¿pero él no sabe lo incompleta que resulta su imagen con una tabla de surf partida? ¿Pero él no sabe que la falta de amor quema al lector como una brasa viva?
Nada que ver con Punto límite (1991) con Keanu Reeves, la única ficción con la que se me ocurrió relacionarla: todo lo que allí era brillo espectacular, misterio, heroísmo, insinuación, líneas de fuga en relación con un mundo agobiado por la pena y por la culpa, en MDP. Mar de Pijas, vuelve como un eco amortiguado por la pobreza y la incompetencia.
La única obsesión del narrador es saber qué lugar ocupa su pija en el catálogo urdido por un compañero de aventuras: ¿es una tararira, un boquerón, una ballena, una orca o una serpentina? ¿Y cual es el secreto principio que organiza esas materias cambiantes y decide los nombres?
Hacia el final de la ¿novela? el narrador comenzará su propio catálogo de vergas.
La ¿novela? de Alejandro participa de lo inmenso (del mar, de su rumor incesante, de su misterio) y señala esa participación en cada uno de los títulos de sus ¿capítulos? ("La pija y el mar", "En busca del miembro perdido", "Mi planta de verga motas", "San Manoteador Gaviota", "El pijote de la Mancha", que remedan, todos ellos, los títulos más celebres de la literatura, ese otro mar embravecido). Es como si de la literatura no quedara sino el trazo de una ausencia o su reducción a una mera obsesión metafísica (es decir: completamente alejada de lo carnal, e inclinada, más bien, hacia lo categorial, lo nominal, lo adánico).
Como en El Quijote, todo es del orden de lo imaginario en MDP. Y como en Proust, todos los personajes (el marinero más pintado, la compañera de chat más densa) son un tránsito hacia lo único que importa en el mundo: la devoración de vergas y su inclusión en un sistema categorial.
Nada hay de paradisíaco en MDP, que es un puro infierno (y un infierno de desolación y ruina). Yo le escribí a Alejandro, agradeciéndole su regalo, y confesándole que no sé nada de peces. Lo que hasta ahora yo, sin demasiado conocimiento de causa, había llamado "tararira", debía ahora pasar a designar como "boquerón". ¿No es la literatura de verdad eso que nos obliga a aprender un lenguaje nuevo?

1 comentario:

El fin de la noche dijo...

Hola, Daniel: gracias por tu lectura atenta de los libros de Max y Alejandro. Coincido en que el cansancio (la indiferencia) para ceñirse al género es uno de las aciertos más fuertes en ambos casos. Es más: no agrupamos los libros según un criterio de género/anaquel -¿qué habrían en común entre F. Casas y Sor Juana ("poesía latinoamericana"), entre M. Lowry y D. Lodge - (novela inglesa)?-, sino por afinidades, apuestas, en común.

Aquí dejamos el link a ambos libros, que pueden leerse por completo y en forma gratuita:
MDP: http://elfindelanoche.com.ar/archives/1382
Condominio: http://elfindelanoche.com.ar/archives/1606

cariños y gracias,
El fin de la noche