lunes, 20 de diciembre de 2010

El potlatch, la fiesta


Un potlatch reciente

por Arturo Carrera


No entiendo cómo se comete la locura de intentar presentar un Diccionario de Juguetes.
S
obre todo cuando ese diccionario contiene no sólo un alfabeto que nos guía en la imposible búsqueda, sino un laberinto de palabras e imágenes, preguntas y fechas que remiten a un mundo ignoto de fábricas, obreros, jugueteros que en su momento no vimos, no conocimos, que en su momento fueron sólo una sensación, unos sentidos, lo que después creemos sostener aún dentro nuestro como ritornelos, infancia como escritura, palabras y horas en que alguien entra en el sueño con los ojos abiertos y donde el Tiempo se esconde como nos dice Daniela, la autora, en la introducción del libro: ”en ese día exacto (pero extraviado) en que nos regalaron nuestro juguete deseado, en esa tarde en que uno de nuestros juguetes favoritos encontró su final de una manera imprevista y dolorosa.” Esas son las fechas que buscamos, y eso es lo que deviene con la escritura.
Sosteniendo este libro extraordinario que pide todos los elogios, todas las exclamaciones felices por su relato, su indagación minuciosa, su hechura, sus fotos, sus colores, nos transformamos, y ese fue mi caso, en productores de anécdotas. ¿Cómo hago para convertirme en juguete de la pasión de esa infancia que inventamos con la escritura? ¿La vida es una escritura?
Ese excesivo trabajo de más de diez años de búsquedas y escritura, nos enfrenta ahora a nuestra propia sonrisa: la sonrisa involuntaria pero cómplice, casi la misma que apareció cuando nos enfrentamos al primer juguete. ¿A todo este trabajo sólo le devolvemos una sonrisa cómplice?
Pero tampoco queremos estar solos para gozar de este libro enorme: queremos compartir también la anécdota fácil. Y ahí escribimos. A esa anécdota fácil podemos añadirle algunos datos nuevos, de los que aprendimos al leer cada nota del libro. Por ejemplo:

“…a mi me gustaba jugar con El Cerebro Mágico, pero mi prima jugaba con La luciérnaga instructiva”.

“Mirá… mirá los autitos de celuloide, una vez mi tío Juan me trajo varios y los acerqué a la hornalla del calentador donde mi abuelo hervía la leche… para ver cómo ardían…”;

“…me gustaban los juguetes, los más simples, supongo. Los trompos. Ah, fijate que se llamaban Arturito, trompos del fabricante Arturo Di Paolo, por ejemplo. Algunos emitían un sonido de sirena interior, la voz de una mujer que cantaba dentro, o que lloraba… no sé, me impresionaban mucho. Me “encantaban”. Tenía una colección. Y le pedía a mi abuelo que los hiciera girar a todos al mismo tiempo”.

“¿Vistes estos chiches Matarazzo? Autitos de lata litografiada que tenían pintados la cara del chofer y del acompañante de frente y de perfil, medio egipcios. Y los colectivos llevaban los perfiles de los pasajeros pintados en las ventanillas”.
Pero los juguetes que fabricaba mi padre, que vivía en el campo, también eran extraordinarios para mí. Llegaba y sobre la mesa de la cocina desenvolvía la maravilla… Un molinito de viento. Un acróbata que evolucionaba sobre un hilo entre dos maderitas.
Es obvio que los juguetes (este libro mismo, inmenso) están cargados con algo que no vemos, que no veremos jamás, que no obtendremos nunca… pero ese algo que parece un tiempo súbito, una edad milenaria disuelta como un aerosol de ambientes, nos sacude con su fuerza invisible de amuleto, de sahumador, de talismán.
Hay juguetes que nos mantienen indiferentes, pero otros son la prueba de que el juego es una especie de partera de nuestros hábitos. Sobre todo si esos hábitos son la réplica de un suceso placentero como cantar, canturrear, marcar un ritmo o suprimirlo para imprimir, en esa suspensión, en esa animación suspendida, otra forma de la felicidad.
Sostenemos y leemos este libro de Daniela Pelegrinelli con la cara de los que fuimos, queremos a toda costa permanecer bajo la máscara de ese niño que todavía llevamos dentro. Lo dijo el poeta italiano Pascoli, llevamos un juguete dentro, il fanciullino lo llamó; una especie de títere ínfimo o ludión que sube y baja dentro de nuestro cuerpo sin órganos murmurando cosas a veces incontables… Pero ese niñito no se va, él tiene razón. Es nuestra permanencia, nuestra voluntad de ser, de jugar hasta morir.
Tuve la sensación de que a este diccionario no era necesario leerlo, es un libro máscara, con sólo tenerlo cerca y apoyarlo sobre la cara constituiría una vía hacia otro mundo. Bastaría con que hagamos girar las páginas, mirar de muy cerca las letras y las figuras, oír el rumor de sus furtivos mensajes. Los juguetes y las revelaciones que contiene son como utensilios para desenterrar, por instantes, esa especie de dicha petrificada que es la infancia cuando intentamos revivirla.
Los juguetes nos transforman en súbitos arqueólogos de la dicha. Buscamos en ellos, de chicos y de grandes, la inmediatez perdida. Lo unitivo. El origen. Cuando los colores no eran colores sino una especie de parpadeo de las sensaciones.
El resto es algo parecido al dinero en los sueños: una industria ajena al valor y al miedo. Una magia imparcial y feliz.
Ni feos ni lindos, la rata verdadera en una caja es más diáfana que la vitrina llena de autómatas de Baudelaire, ¿te acordás? Siempre fueron lo mismo los juguetes: una variación en la complejidad de las semejanzas. Porque no se trata de imitar sino de repetir hasta el infinito el mismo ruido de matraca para espantar desde la cuna a los malos espíritus, la misma cadencia, la misma delicadeza de la travesura y que el final sea: un hábito delicioso o terrible: un símbolon o un diávolon!
Si además de amar todo tipo de juguetes vivimos rodeados de los que atesoran nuestros hijos, que también supieron ser fabricantes y destructores de juguetes, lo que queda es la luna lamiendo la chatarra que se enfría, como en el poema de Lorca.
Pero ahora se abre este Libro Maravilloso que rescata la memoria de sus fabricantes, de sus detalles de construcción, de sus marcas y publicidades íntimas o restallantes, pero también de la historia de hombres y mujeres artesanos inmigrantes, que llegaron hasta aquí para volver movedizos y atrayentes sus tallas de muñecos, sus vajillas de miniatura, sus soldaditos de plomo, sus primeras matrices estampadas.
Todo el regalo, el colmo, el exceso, el potlatch de los Reyes Magos: oro, incienso, mirra

y adoración.

Buenos Aires, 2010


1 comentario:

Diego B dijo...

Qué gloria, Arturo, que nos recuerde a Giovanni Páscoli, uno de los más grandes!!!