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Anoche, Jorge Asís tildó de "frívola" a la cuarentena en la que nos han embarcado, no sin razón. Nadie contempló el daño que produce, mucho mayor al supuesto bien (que todavía no se ha verificado).
En el cinturón del conurbano la gente está desesperada y el ejército al que se convocó se dedica a crear "reservas". Irónicamente, el experimento se llevó a cabo en primer término en Quilmes.
La «Reducción de Exaltación de la Cruz de Kilmes» vuelve como un eco sórdido de una historia que hubiéramos preferido que no se repitiera.
No hay datos oficiales, pero el experimento, parece, fue fallido. En todo caso, comienzan a ensayarse soluciones alternativas al encierro insostenible de la sociedad entera. En las villas, la gente pasa hambre, porque se les ha negado el derecho al trabajo.
Si a eso se le suma el cerco de los pueblos y ciudades, pareciera que estamos condenados a un umbral de supervivencia que produce más espanto que otra cosa.
En algunos casos se trata de retenes policiales. En otros (la segunda foto), de un acceso a un pueblo directamente cortado (General Rodríguez, en este caso), lo que es irracional pero, sobre todo, anticonstitucional. El Estado de Sitio no fue proclamado, pero los efectos son los mismos, con el agregado (como señaló Esposito) de la caótica descomposición del poder en capas que se potencian mutuamente: nacionales, estatales, municipales, barriales.
Se han visto fotos de rutas cortadas en dos por montañas de tierra.
La ciudad de Buenos Aires cerró prácticamente todos sus accesos y puso retenes en los pocos que conservó. Sólo se puede circular con salvoconductos que duran 24 horas.
Naturalmente, el caos vehicular fue homérico y cada día se ensaya una solución diferente. Los fascistas de la tele hacen el recuento de los autos secuestrados, con una fruición que ya resulta obscena.
Lo que nadie parece querer reconocer es que, si la ciudad de Buenos Aires ha cerrado todo salvo los negocios esenciales, la gente que quiere ingresar a ella alguna razón de peso tendrá. No es que van al teatro, o al cine, o a la Bolsa de Valores o a comer a Puerto Madero. Y, por otro lado, que el virus está ya en todas partes. No hay una frontera (ni siquiera imaginaria) que pueda resguardarnos de él. ¿Entonces, para qué sirven estas manías del control, más que para afirmar un poder ciego?
Ah, claro, estaban los que pretendían volver a sus casas desde la costa y a los que se les advirtió que no los dejarían volver (así como no van a repatriarse, dicen, a los más de 10.000 argentinos varados por el mundo). Improvisación, resentimiento y obediencia.
Dentro de las "reservas" los movimientos se permiten, pero han sido acordonadas para que nadie salga.
Aquí, donde estoy, en medio del campo, pasan helicópteros incesantemente controlando, no sé, que no venga nadie a cortarme el pasto o que no haya algún pintor haciéndose unos mangos. Rarísimo: nunca imaginé tanto desprecio hacia el prójimo, tanta (en efecto) frivolidad.
En Buenos Aires, un amigo sacó a su perro a dar una vuelta manzana. El botón del barrio lo detuvo y le dijo que sólo se puede sacar al perro a la propia puerta. Nada de "vuelta del perro".
En la televisión, el "periodismo patrullero" se ensaña con cada supuesta violación de la cuarentena y el adjetivo "cheto" se ha puesto de moda. Casi se desata una guerra mundial por el "virus chino" que quiso imponer el ridículo de Trump. Aquí todo es más sencillo: es el "virus cheto". Y los chetos son los culpables de todos los males. El surfista fue condenado públicamente (mi mamá asegura que "mintió", como "mintió" el chico de Buquebus). Yo no puedo acusar a nadie y me parecen salvajes tales linchamientos (sí puedo condenar los modos y la jactancia del surfista, porque fueron muy evidentes en sus interacciones).
Luego nos enteramos de que el joven médico que venía en uno de los últimos aviones que repatriaban argentinos, el que atendió al pasajero que subió al avión con coronavirus., ese médico (lo contó él mismo) cuando llegó a Ezeiza preguntó si tenía que hacer cuarentena. Le dijeron que no, le dijeron: "no está en el protocolo". Se tomó un taxi hasta Aeroparque y de ahí un avión a Córdoba. Pero, ¿entonces?
¿Se acuerdan de la banalidad del mal? Era un poco eso, ni siquiera "cumplo órdenes" sino: "es lo que dice el protocolo" o, como repite Leocadia Begbick en Mahagonny: "es la costumbre". No podemos estar pensando en lo que hacemos ni en la consecuencia de lo que hacemos. Seguimos un protocolo.
(continúa)
Las tres gracias
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Mientras preparo un taller sobre el paso (siguiendo algunos motivos) de los
cuentos tradicionales, desde las lejanas cortes europeas a los libros que
hay...
Hace 2 semanas.
1 comentario:
Que necesario este diario. Gracias.
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