viernes, 29 de septiembre de 2023

La guerra de los sexos

por Daniel Link para Perfil

Ya dejé Roma, pero al llegar tuve un problema en el departamento que había alquilado. Llamé a la dueña y le expliqué que el lavatorio estaba tapado. Me dijo que mandaría a su madre a arreglarlo, porque el portero (mi hipótesis de solución) no se encargaba de esas cosas.

La madre vino y, munida de una sopapa y un líquido disolvente de mugres, se abocó al destaponamiento, diciendo le barbe. Me sorprendió su diagnóstico, porque yo estaba más bien convencido de que se trataba de largos pelos de mujer acumulados en el sifón de desagüe. Ella tenía razón, claro, y los restos de barbas enjabonadas y afeitadas comenzaron a aparecer ante nuestros ojos asqueados.

Después, conversando con un amigo muy joven, entrenado por su novia con el libro feminista para la vida material moderna, me contó que él, antes de afeitarse, pone sobre el desagüe del lavatorio una hoja de papel de cocina, para evitar que los restos de masculinidad tóxica tapen los caños.

Me di cuenta de cuán naturalizados tenemos los varones ciertos privilegios de la vida cotidiana. Por ejemplo, apenas si nos damos cuenta de que los artefactos para recibir la micción están hechos a nuestra escala y según nuestras necesidades.

En el apartamento romano que habité durante dos semanas, en cambio, todo estaba hecho para las mujeres, desde una perspectiva femenina. El inodoro era prácticamente cuadrado (es decir: mucho más ancho que los comunes y también menos profundo (considerando la distancia desde la pared) y muy bajo. Había que abrir mucho las piernas y realizar cálculos geométricos complejos para evitar el salpicado fuera del recipiente (“mear fuera del tarro”).

Además, sobre el inodoro había una repisa para las toallas que me obligaba a mantener mi cabeza más atrás que el resto del cuerpo. Durante los tres primeros días, contorsionado, fallaba y tuve que limpiar el piso más de una vez.

La dueña de casa y su madre habían diseñado esa vivienda para ser habitada por mujeres. Por eso, también, el baño estaba provisto de un pequeño milagro de confort: un bidet. Si podía sentirme incómodo con el lavatorio y el inodoro (pero, ¿por qué alguien habría de tener en cuenta mi morfología?), la ducha y el bidet me contentaron.

En el resto de la casa había otros toques igualmente destinados a las mujeres (escaleritas varias para acceder a los estantes fuera del alcance medio de una señora o señorita, por ejemplo).

En Roma es fácil extasiarse ante la antigüedad de la civilización tal como la conocemos (los acueductos, las cloacas, los espacios públicos, los tribunales de justicia). Justo es decir que esa civilización fue, desde el comienzo, profundamente masculina y que, aunque se pueda hablar del matriarcado romano, este no tuvo consecuencias concretas en el diseño de la vida cotidiana y de sus artefactos más específicos sino hasta hace muy pocos años. El inodoro que comento es uno de ellos, pero estoy seguro de que podrían hacerse listas pormenorizadas y tomar cartas en el asunto, es decir: reformar la arquitectura, inventar a Vitruvia.

 

sábado, 23 de septiembre de 2023

Una vida

por Daniel Link para Perfil

En una sala abarrotada de personas y de calidades, se presentó Esta no soy yo, la biografía de Aurora Venturini escrita por Liliana Viola. Participaron de la presentación Alejandra Flechner y Susana Pampin, en los roles de Fulvia y Flavia, dos personajes casi idénticos (o tal vez un mismo personaje geminado) como salidos de las ficciones de Venturini.

Lo que se festejaba era no tanto la vida de Aurora (1922-2015) sino el libro de Liliana. Es más, yo subrayaría: la invención de Liliana.

Esta no soy yo, con sus juegos de pronombres, sus idas y vueltas en el tiempo, sus conjeturas y su pasaje permanente de la ficción a las vivencias es un libro decisivo para entender la extraordinaria operación de Liliana Viola, con muy poquísimos antecedentes en la literatura argentina.

La historia es conocida: a sus 85 años, Aurora Venturini ganó el premio “Nueva novela” que Liliana Viola coordinaba para Página/12. Eso, en 2007 con la novela Las primas. Ocho años después, la autora había muerto y había nombrado a Liliana su heredera y albacea universal. Desde entonces, los libros de Venturini (siete títulos en la colección Tusquets) fueron traducidos a varias lenguas, las ediciones se agotan, circulan por el mundo.

Esta no soy yo comienza con la decisión del jurado. Insidiosa, Liliana subraya: “en esa mesa de caballeros se está decidiendo si esa mujer va a morirse sin que nadie la haya leído o si vivirá los ocho años que le quedan reconocida como el gran hallazgo de la literatura argentina”.

Es muy fácil imaginar la culpa machirula como herramienta de presión. Ése fue, tal vez, el primer golpe de Liliana Viola, el decisivo. Es fácil imaginar el resto, un poco porque el libro lo cuenta y otro poco porque sabemos lo que sucedió. Las primas es un éxito, la autora firma contrato con Mondadori, donde saca algunos libros. Luego Liliana Viola transfiere todo el paquete a Tusquets, cuyo clasicisimo conviene a los libros de Aurora.

Ahora bien: Venturini tenía una carrera entera (mediocre, pero cumplida), varios libros publicados, muchos premios, una vida. No había pasado nada. Hasta que Liliana Viola toma entre sus manos esa herencia y la hace pasar por el tamiz de su propia inteligencia, Venturini no había existido. Ahora es la amiga de Sartre, de Simone de Beauvoir, de Evita, de Quasimodo. La escritora todos quieren leer, la mujer cuya vida (mejoradísima) Liliana Viola nos entrega para que el mito siga creciendo. Escribir un libro es algo que puede hacer cualquiera. Inventar a un autor, casi nadie.


sábado, 16 de septiembre de 2023

Amor a Roma

por Daniel Link para Perfil

Estoy en Roma por asuntos laborales. Una noche salgo a dar una vuelta por el barrio, donde encuentro una hilera de decenas de jóvenes apoyados contra la barandilla que da a los restos de la Domus Aurea de Nerón, exactamente detrás del Coliseo. Cada uno de ellos está absorto en su celular. Hasta aquí, una escena común a cualquier parte. 


Pero el Coliseo es una forma arquitectónica que no existió ni en Grecia ni en las demás ciudades de Asia Menor. Es una creación romana. Podría trazarse una línea de puntos entre el populus (que tampoco existió en Grecia) y el anfiteatro como fuerza arquitectónica de seducción. A lo mejor esos jóvenes (la juventud forma parte de la etimología de populus, de “pueblo”) son el resto de un pueblo, o un pueblo en formación.

Yo no pude sino pensar en el hermoso texto sobre la desaparición de las luciérnagas de Pasolini, que usa esa figura para hablar del fascismo. Pero podría pensarse que está hablando del pueblo, de los pueblos, de las mutaciones que llevan a la desaparición a especies enteras. ¿Están los pueblos en riesgo de extinción? ¿Queda algo, todavía, del pueblo?

Las luciérnagas hacían (hacen) ritmo con la noche. Brillan las unas para las otras. Dibujan locuras titilantes en el cielo negro, celebran la vida. En esa hilera de autómatas con sus celulares, en cambio, no hay conexión ni entre los cuerpos ni entre las sensibilidades. Hay conexiones nerviosas con una máquina que les susurra órdenes.

O tal vez no, tal vez sea el nacimiento de nuevos pueblos, flotantes, en la red. El Coliseo, que supo susurrar sus instrucciones al pueblo, es testigo de esta nueva mutación.

 

viernes, 15 de septiembre de 2023

El largo adiós

Siempre es tarde, la muerte llega cuando una menos puede afrontarla. Nunca es fácil enfrentar la muerte, desde ya, pero hay momentos en que una se siente más armada, con más cólera, menos inclinada a la autoconmisceración. 

Hace una semana, y yo podría haber estado en Buenos Aires para despedir a Tita Merello, mi gata, nuestra gata, que nos acompañó durante 19 años y medio. La llamé para despedirme una hora antes de la inyección letal.  Conversamos. Tita siempre fue muy conversadora y quería tener la última palabra. Fue así desde el primer momento, cuando nos la trajeron rescatada de las vías del tren, un mes de mayo.

Yo no sé muy bien qué escribir ahora que Tita no está, porque creo que al estar de viaje todavía no me doy cuenta del todo de lo que eso significa. Pero Tita es protagonista (y tapa) de una de mis novelas. Y de pocas cosas puedo estar seguro como de que Tita me quiso como nunca nadie me quiso.

Copio de aquí una columna que publiqué en Perfil el 3 de octubre de 2020, que creo que fue más o menos cuando Tita empezó a gastarse las vidas que le quedaban:

 

El amor absoluto

Por Daniel Link para Perfil

No tenemos una gata, ni dos. Nadie podría jactarse de algo semejante (María Moreno sabe de qué hablo).

Cuando Sebastián y yo decidimos que podíamos vivir juntos, al poco tiempo una amiga encontró en las vías del tren una gata negra que nos ofreció como amuleto para la longevidad conyugal. 

 


Tita Merello (así llamada por su intensidad impar) es una gata de Bombay que gusta de los espacios elevados. Tardamos diez años en darnos cuenta de esa necesidad tan suya y entonces le armamos un sistema de estantes a la altura de los techos que ella disfruta como una pantera de la estepa, lo que no puede ser genético, porque es una raza inventada por unas viejas gateras de Kentucky, como homenaje al leopardo negro Bagheera de El libro de la Selva.


Como buena Bombay, Tita nos ama con una exclusividad renegrida y atormentada. No soporta estar sin nosotros y a cualquiera que se le acerque le tira arañazos y mordiscones crudelísimos. A nosotros, jamás.

Estoy seguro de que su carácter es, de alguna manera, responsable de las quemas medievales de mujeres progresistas (curanderas, aborteras, reparadoras de virgos), porque es la clase de gato cuya mirada puede abrir las puertas del inframundo. Las brujas eran carne y uña con los gatos negros (probablemente burmeses, antepasados de los Bombay).

De noche, cuando estamos viendo alguna película o por la mañana, cuando leo los diarios en el celular, Tita baja de sus dominios aéreos y desde la otra punta de la cama me mira fijamente hasta que no puedo más y tengo que llamarla a mi lado. A veces no me doy cuenta de inmediato de que me está mirando, pero mi cuerpo se siente expuesto a una fuerza intolerable.

Cuando tuvimos que decidir qué hacer con la gata en nuestros viajes laborales, decidimos adquirir para Tita (no para nosotros), una mascota que le hiciera compañía en nuestra ausencia. Cartulina vino a cumplir ese rol. Tita la maltrata sin misericordia alguna, lo que a Cartu le importa más bien poco. Cartulina es una rusa azul que parece tonta, pero cuya inteligencia social es infinitamente superior a la de Tita. Se lleva bien con todo el mundo, anda con los perros (a los que no teme), en suma: sufre menos.

Todas esas características a Tita la desesperan. Considera una frivolidad semejante entrega a lo social y una traición al amor exclusivo, que ella es capaz de llevar hasta su propia muerte (nunca querrá a nadie como a nosotros).

Maria Emilia, la gata que pretendimos incorporar a la manada hace unos años para completar la paleta (negra, gris y blanca) no murió por un pelo ante los sistemáticos ataques concertados de Tita y Cartulina. Tuvimos que regalársela a Albertina Carri, donde encontró una felicidad que estas gatas nuestras le negaron. 

Mientras Tita esté con nosotros, nos debemos a ella. Después, las fauces del infierno se abrirán para nosotros.



sábado, 9 de septiembre de 2023

Ritmos circadianos

por Daniel Link para Perfil

Razones familiares que sería penoso exponer aquí me tuvieron alejado de la ciudad, preso en una casa de campo en el medio de la nada, donde tenía que cuidar a tres animales, una de ellas una perra recién operada de una herida de guerra intraespecies. La perra herida no podía salir ni podía quedar sola, porque ya se había sacado los puntos de la sutura dos veces, pese a vestir un collar isabelino. La tarea parecía favorable a mis intentos por terminar de escribir las conferencias que, en breve, deberé pronunciar en foros europeos.

Me despertaba a las 7 de la mañana. Abría todas las persianas de la casa, bajaba las llamas de las estufas y, mientras sacaba a las perras para que hicieran pis, empezaba a hacer el desayuno: calentaba el agua para el mate o el té y organizaba la

mise en place de la manada malcriada que había quedado bajo mi tutela. El gato no come alimento balanceado duro, razón por la que hay que servirle un potecito de leche sin lactosa (para que no vomitara) y un potecito de alimento húmedo (no comía más el sólido). A las perras había que simular que uno les cocinaba especialmente, porquedespreciaban el alimento balanceado falto de amor hogareño. Así que, bajo su mirada atenta, revolvía el balanceado con una cucharada de atún de lata que luego les servía con ruidos estúpidos de satisfacción estomacal (“ñam, ñam”).

Terminado el ritual matutino, me bañaba y me vestía. Entre una cosa y la otra ya eran las 9 de la mañana. Revisaba algún correo o planificaba la monótona jornada, con diálogos estrambóticos con los animales, encantados de que alguien le dirigiera la palabra aunque fuera para insultarlos dulcemente.

A las 10 de la mañana venía la asistente doméstica, cuya exasperante lentitud para todo evitaba yéndome al pueblo a hacer las compras (en las inmediaciones, ni un kiosco). A las 11:30, con suerte, estaba de vuelta.

La perra herida me saludaba como si me hubiera ido años atrás. Me instalaba ante la computadora a leer los diarios y las dos cánidas, detrás, dormitaban hasta las 12:00, cuando ya empezaban a reclamarme alimento nuevamente. La empleada de la casa (que iba a diario, creo, antes para controlarme a mí que para mantener la limpieza) se retiraba para buscar sus hijos en el colegio.

El mismo ritual: el gato comía sobre la mesa su alimento húmedo, tomaba su leche y las perras comían en el suelo su almuerzo pretendidamente personalizado.

Mientras, yo descongelaba para mí alguna milanesa o bife de lomo, preparaba una ensalada o hacía algún chutney.

Después de comer, dejaba los platos en la pileta para que la asistenta tuviera algo para hacer al día siguiente y salía a dar una vuelta por el parque con las perras.

A las 13:30 ya estaba sentado otra vez ante mi escritorio contestando mensajes: al equipo de tal revista, les daba indicaciones; al equipo de tal archivo, les pedía actualizaciones pendientes; para tal universidad europea, preparaba unas rendiciones de cuenta; a los equipos de cátedra les rogaba que por favor decidieran los temas y bibliografía para los cursos del año entrante.

De pronto, eran ya casi las 4 de la tarde y el sol brillaba bajo. A esa hora extrañaba mi casa, mi gata, mi marido, mis rutinas. Iba a la cocina a prepararme un mate, circunstancia que los animales entendían como una invitación para reunirse conmigo en la cocina.

Abría la puerta para que las perras salieran a hacer pis y, si no pasaba nadie por la calle a quien ellas entendieran que debían ladrarle, las dejaba un rato afuera.

Le daba la merienda al gato (por la tarde comía atún solo).

Por lo general volvía a mi escritorio a las 6 de la tarde como muy tarde, dispuesto a escribir, ya con sueño.Leía libros que subrayaba ocasionalmente para levantar luego citas importantes.

A las 8 ya era de noche. Tenía que cerrar las puertas, prender las estufas, encender las luces de afuera y empezar a preparar la cena para las perras, para el gato, para mí.

Esta vez, lo hacía acompañándome con un whisky que había traído de mi casa.

A las 10, ya no iba a volver a sentarme ante la computadora porque estaba cansadísimo (no sé de qué). Me acostaba a mirar Vikingos. Y me quedaba invariablemente dormido para despertarme, en la mitad de la noche, con las dos perras durmiendo conmigo. Las sacaba a hacer pis y volvíamos a dormir hasta el siguiente idéntico desayuno.





sábado, 2 de septiembre de 2023

Pactos existentes

Por Daniel Link para Perfil

¿Quién habrá pactado con quién? No se sabe bien. Patricia dice que Javier y Sergio Tomás pactaron en su contra. Exhibe como prueba la cantidad de nombres que Sergio le regaló a Javier para sus listas. Y se sospecha que Horacio también pactó con Sergio Tomás para pasarle sus votos. Pero como Horacio dijo que no pagará el beneficio salarial impulsado por Sergio, el asunto parece dudoso. Lo que es seguro es que Martín trabajará a reglamento y sus votantes, anoticiados de su disgusto, preferirán votar a Leandro en lugar de Jorge.

Lo que es también clarísimo es que la liga de gobernadores no pactó con Sergio Tomás, y las diferencias por el dichoso changuito adelantado a cuenta de futuras paritarias así lo dejaron en evidencia.

O sea: Las fuerzas interiores a las coaliciones ya no acuerdan entre si sino que pactan por fuera, sabe Dios qué. Reina la más pura opacidad cuando lo que el electorado necesita es una claridad meridiana para que luego no lo culpen de los desastres desencadenados por un voto mal dirigido.

Un amigo que mira todo desde su penthouse neoyorquino dice que la explicación más evidente es que los peronistas quieren perder. No dice más que eso: “quieren perder”. Imagino que los desaguisados últimos que ocupan las primeras planas de los diarios avalan esa hipótesis, pero no sé bien para qué serviría esa derrota. ¿Para imposibilitar el gobierno que venga?

El razonamiento interior sería el siguiente: dado que hemos provocado un desastre de magnitudes que no sospechábamos y dado que no tenemos la menor idea de cómo arreglarlo, mejor perdamos, luego le hacemos la vida imposible a la que venga y cuando todo se vaya al cuerno hincamos el diente de nuevo. Mientras tanto, pactamos con los iraníes, los chinos, los rusos. Total las locas han sido ya tan minorizadas que ni en los movimientos de disidencia sexual les dan bola. No van a protestar por nuestra alianza con los paladines de la homofobia.

Por supuesto, a nadie se le ocurre pactar con sus propios electores. Les parece superfluo, o tal vez bizantino. Que me voten por lo que parece que soy y ya. Ni una sola palabra o gesto está destinada a la ciudadanía, que es la mandataria última de los gobiernos. Así les va a ir.