sábado, 27 de junio de 2020

La cuarentena como gesto

por Daniel Link para Perfil

Los filósofos del lenguaje determinaron hace mucho tiempo que existe una dimensión, la dimensión performativa que permite analizar no tanto la verdad de un enunciado (“La vaca es un animal herbívoro”) sino su fuerza y su efecto. La dimensión performativa incluye en el análisis, pues, las circunstancias de enunciación: el momento en que alguien toma la palabra, la relación entre los interlocutores, el tipo de acto discursivo (juramento, amenaza, pedido, orden) y el modo en que transforma la realidad.
El mero hecho de casarse transforma la realidad jurídica de una persona a partir de la mera aceptación (ante testigos y ante magistrados) de un contrato civil: “Sí, acepto”. La mayoría de las personas probablemente ignoren la letra chica de ese contrato societario en el que están jugando su vida futura. Los prolongados, onerosos y sinuosos juicios de divorcio demuestran el candor en el que reposaba ese compromiso pero también el valor supremo de la palabra empeñada. Deshacer la “aceptación” despreocupada de las consecuencias demanda un esfuerzo gigantesco. En suma: es tan fácil entrar como difícil salir. Y la puerta de salida será siempre diferente de la puerta de entrada.
A veces, la fuerza de un enunciado no se reconoce por su forma gramatical. Si le digo a alguien: “¿Te podés callar la boca?” no estoy haciendo una pregunta sino pronunciando una orden. Para que esa orden sea eficaz la relación entre los interlocutores debe ser tal que quien recibe la orden la interprete como tal y la obedezca. De modo que hablar, más allá de la verdad de los enunciados, involucra toda una gestualidad, supone el gesto del hablante (soberano o súbdito, en principio).
Uno de los más célebres promotores de la pragmática (esa rama de la lingüística que estudia, precisamente, las situaciones en la que los enunciados tienen lugar), John Langshaw Austin, escribió: “Un enunciado performativo resultaría, por ejemplo, huero y vacío de un modo particular si quien lo pronunciara fuera un actor sobre un escenario”.
Si puede hablarse (no tan metafóricamente) del teatro de la política es porque muchas veces en su seno se pronuncian enunciados insostenibles en su fuerza performativa.
Tomemos el caso enunciativo de la cuarentena. Ya decir “cuarentena” dice algo sobre quien pronuncia la palabra. Quienes dicen ASPO, sin lugar a dudas, aceptan un compromiso total e inquebrantable con el mandato de Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio. Quienes dicen “cuarentena” guardan una relación de distancia en relación con ese acto de discurso (mandato, decreto, ley, resolución) y quienes dicen “encerrona” están directamente en contra.
De modo que, en principio, no es seguro que un soberano esté en condiciones de dar determinadas órdenes salvo que esté seguro de que éstas serán cumplidas por sus súbditos. A cien días de cuarentena, resulta evidente que la mayoría de la población del AMBA (otro compromiso con un enunciado que aquí acepto por mera economía) ya no está cumpliendo los parámetros de ASPO correspondientes a la etapa que vivimos.
Las razones pueden ser muchas y variadas, pero eso aquí no importa. La “Stay-at-home order” (como se ve, el “quedate en casa” no es un invento argentino, ni mucho menos) sólo puede pronunciarse si va a funcionar como tal.
Antipáticos como nos resultan los regímenes de Trump o Bolsonaro, lo cierto es que ellos como soberanos comprendieron, tanto como López Obrador, que esa orden no tenía sentido porque no iba a ser obedecida. Entre nosotros, el gigante Berni insistió muchas veces en lo mismo: sólo se puede ordenar algo cuyo cumplimiento pueda verificarse.
No hace falta ser un filósofo del lenguaje para dominar estas finezas. Berni lo hace desde un conocimiento pragmático de la situación de gobierno en la que se encuentra: ¿quiénes serán los encargados de velar por el cumplimiento de esa orden soberana? Ante quien quiera oirlo, él ha dicho: no tenemos nafta, ni neumáticos, ni repuestos para los patrulleros. Las fuerzas de seguridad están agotadas y, en muchos casos, en aislamiento sanitario. De modo que habrá que apelar al acuerdo (imaginario) entre el soberano y su súbditos para que ese acto de discurso se sostenga como tal. Pero, por supuesto, tampoco hay que ser ministro de seguridad, presidente o gobernador para saber cómo funcionan los actos de discurso, basta con saber algo de teatro.
Un fragmento inédito de Brecht1 parece sugerir que consideraba que todas las frases, no sólo las evidentemente performativas como las del lenguaje teatral, podían y debían ser tratadas del siguiente modo:

  1. ¿A quién beneficia la frase?
  2. ¿Quién la reclama para su beneficio?
  3. ¿Qué pide?
  4. ¿Qué acción práctica se corresponde con ella?
  5. ¿Qué clase de frases resultan de ella? ¿Qué clase de frases la sustentan?
  6. ¿En qué situación se pronuncia? ¿Quién la pronuncia?
Si aplicamos esas preguntas (que constituyen ya una pragmática completa) al enunciado ASPO, en cualquiera de sus variantes, obtendríamos una grilla variada de respuestas. Como no es mi intención polemizar elijo las que son indiscutibles: el enunciado “ASPO-Quedate en casa” beneficia, en primer término, a los grupos de alto riesgo en situación de pandemia (por su edad, estado de salud y de sistema inmunológico, etc.). Beneficia, en segundo término (por orden de aparición, no de jerarquía) a los trabajadores de la seguridad y la sanidad que son quienes más en contacto están con el virus. Beneficia, en tercer término, al gobierno, que teme no tanto por la cantidad de víctimas sino por la reacción del electorado ante esos números alarmantes y ante las injusticias que inevitablemente sucederían ante un sistema de salud saturado. Y beneficia, en cuarto término, a los actores principales del “fascismo tele-sanitarista” que son los sedicentes periodistas y panelistas de la televisión, que combinan sus opiniones personales con avisos publicitarios de “escudos virales” de venta libre, canales de compra on-line, velocidades cibernéticas, planes de salud y seguros de vida.
Hay un programa en la televisión argentina (seguramente el fenómeno se replica en todos los países, no se trata de poner en la mira a ningún grupo en particular, ni a ningún partido) particularmente gracioso. Invitan a un columnista estrella, que se refiere a los infectólogos como “podólogos” y reservan la tanda de publicidad y PNTs para el final de su exposición. El mismo actor cómico que actúa de periodista ha subrayado su duda respecto del alcance y eficacia del ASPO y dice en la frase siguiente: “Quedate en casa. Tomá antitusivo X”.
Hay un rizo raro, pues, en la orden “Quedate en casa”, que la vuelve un enunciado huero y vacío de un modo particular, porque beneficia indudablemente a quien la pronuncia y, muy en segundo lugar, a una porción muy pequeña de quienes deberán obedecerla.
Por supuesto, siguiendo las preguntas que Brecht nos invita a formularnos, habrá muchos que la reclamen para su propio beneficio: son quienes coincidan imaginariamente con el lugar de enunciación de quien pronuncia la orden.
Quedan totalmente excluidos del beneficio: ls niñs, ls educadors, ls universitaris (docentes y alumnado). Dejo de lado otrs excluids, creo que con ests alcanza.
Entre los muchos daños que la pandemia ha producido entre nosotros, uno de los más graves afecta al pacto educativo, completamente distorsionado y librado a la buena voluntad de sus actores que, además de sus propias limitaciones (quién no las tiene) deben enfrentarse a la hostilidad de la sociedad telemática en su conjunto.
Hago mías las palabras de la lingüista María Luisa Silva, quien ha salido en defensa de las maestras que dan clases televisión (las que escribieron “hervívoro” o “sepillo”). “Nadie se privó de juzgar, de condenar, de exhibir el error haciendo gala de cierto saber” escribió en las redes María Luisa Silva. Pero hay que tener en cuenta que “en la ortografía se intersectan instancias complejas, que suponen dinámicas que incluyen procesos de control social, procesos de normalización histórico-políticos y procesos individuales de desarrollo cognitivo”. Que los medios se burlen de esas maestras no puede extrañarnos: después de todo, atacan a una institución (la escuela) que precisamente enseña a desconfiar de los medios (escritos, dicho sea de paso, con los codos).
Ahora bien: “¿por qué el “escándalo” de muches ciudadanes ante el fallo ortográfico de docentes? ¿Qué es lo que escandaliza? ¿Escandaliza el error? O escandaliza que un grupo de docentes asuma la responsabilidad profesional de exhibirse ante un público por demás extenso, porque ese espacio ya no es su aula, su nido con sus chicos sino un estudio, una pantalla, todas las casas de todes. Ahí aparecerá con su cara, su cuerpo, su saber, sus movimientos y habla más o menos fluidos o más o menos torpes para ayudar a chiques en este contexto”.
Escandaliza, en términos de Brecht, la acción práctica que se corresponde con el cumplimento de una orden y algunas frases que resultan de ella.
Atacar el error (ortográfico o matemático) de una persona que está haciendo una tarea para la que no está preparada (actuar ante la televisión) es atacar a todo el sistema educativo en su conjunto e ignorar las ventajas de la educación obligatoria (una de las cuales es sacar a ls niñs del asfixiante ambiente parental, lo que se llama “socialización”).
El arte de injuriar es un acto de discurso que supone una supuesa superioridad (de saber o moral) de quien injuria al otro, que no puede defenderse. No importa la verdad del enunciado (ciertamente, hay normas ortográficas y reglas matemáticas) sino la violencia de la descalificación.
Además, es dificíl sostener siquiera una parodia de educación universal e igualitaria cuando los contextos en los cuales el aprendizaje se desarrolla son tan desparejos.
Recién ahora, después de tres meses de clases suspendidas, se están distribuyendo (y está bien que así sea) herramientas tecnológicas para que estudiantes de los niveles inicial y secundario puedan acceder a ciertos contenidos.
Hasta donde sé, los sindicatos docentes protestaron con vehemencia y con razón ante la conversión inmediata de la educación presencial en educación remota. Siguiendo a Brecht, la frase “Quedate en casa”, a ls docentes nos pide mucho más que a otros sectores de trabajadores.
Examino el nivel que más conozco: universitario de grado y de posgrado. El miércoles previo a la semana santa se nos informó que debíamos comenzar las clases virtuales el lunes siguiente. Dedicamos ese fin de semana largo a reformular la secuencia pedagógica de textos que pensábamos dar a leer y a organizar algo parecido a una lógica de aprendizaje remoto.
De inmediato nos enfrentamos con varios escollos. La bibliografía digitalizada (que tanto escándalo ha suscitado últimamente entre personas incapaces de pensar la lectura más allá de la propiedad privada) debía alojarse en servidores que, muchas veces, no admitían el tamaño de los archivos. Tuvimos que duplicar las plataformas, con el consiguiente desgaste que eso significa para estudiantes y docentes. En segundo término, las reuniones sincrónicas no podían programarse porque los programas al uso (el detestable zoom, por ejemplo) no aceptan más que un número limitado de participantes, inferior a nuestros inscriptos. Finalmente conseguimos cuentas prestadas para poder armar reuniones de ese tipo en otras plataformas (google meet).
Mientras tanto, los aprendizajes funcionaron (y seguirán funcionando) de manera asincrónica y a fuerza de esperanzas. ¿Qué se entiende de lo que mando escrito? ¿Qué se ha leído previo a la clase? Imposible saberlo. ¿Cómo evaluar la marcha de los aprendizajes? Esos actos de discurso se vuelven, ellos también, huecos y vacíos. Sólo se sostienen en una función, la función de contacto: ¿están ahí? ¿nos oyen? Gracias por acompañarnos.
Luego, un dato no menor: la presunción de que cualquier docente de universidad (un cargo con dedicación exclusiva y toda la antigüedad posible equivale a una jubilación de un administrativo medio y esos cargos son poquísimos) cuenta con acceso a internet de alta velocidad y ambientes adecuados al streaming en su casa es completamente falsa pero, sobre todo, injusta. El “quedate en casa” del docente es mucho más costoso que el de cualquier otro trabajador del Estado.
La mutación educativa compulsiva y generalizada parece reposar en el presupuesto de que promover un proceso complejo de aprendizaje (ligado con la lengua y la literatura, o la matemática y los estudios sociales) equivale a la mera distribución de contenidos.
Pero si quisiéramos insistir (como lo hacemos) en la necesidad de examinar críticamente los materiales que constituyen nuestro objeto (letras, sonidos, colores, paisajes, números o normas), lo cierto es que es muy poco lo que podemos podemos hacer remotamente.
Somos docentes porque no somos gestores culturales, ni apéndices inertes de las multinacionales de la edición ni promotores de figuras autorales ni propaladores de pnts.
En un texto sobre estos asuntos publicado muy tempranamente (el 12 de marzo), la Prof. Anna Kornbluth señaló el riesgo fundamental del desafío al que nos mandan responder: “las doctrinas de shock hacen de la emergencia una nueva normalidad: convierten los esfuerzos temporales en expectativas permanentes”.
Seguimos adelante porque amamos la clase. Pero la queremos viva, la necesitamos presente. Desde Valencia y Roma nos llegan las mismas señales de alarma que desde Estados Unidos. Las instituciones universitarias (verdaderas corporaciones) también se han visto beneficiadas con el “Quedate en casa” porque pueden multiplicar la matrícula para sus cursos de grado y de posgrado sin que eso implique mayores inversiones en infraestructura educativa o en salarios.
La “nueva normalidad” pedagógica tendrá, también ella, sus beneficiarios y sus excluidos. Ls docents hemos aceptado el pacto imaginario con la orden “Quedate en casa” pero, a diferencia de lo que sucede con los bancarios, los judiciales o los monotributistas, no hemos recibido ninguna compensación por el enorme esfuerzo que eso implica y ningún tipo de respaldo institucional (en Valencia, en Roma o en Buenos Aires) para realizar esa tarea para la que no estamos preparados como no lo están las maestras que en la tele se ofrecen como chivos expiatorios de la cuarentena educativa.
Mientras tanto, el tiempo corre, vuelve sobre sus pasos, se detiene hasta inmovilizarse. Nos resulta imposible concentrarnos en un objetivo y descubrimos que no sabemos en qué día estamos. Fijamos una clase virtual para un lunes que es feriado. Cuando nos damos cuenta del error, ls alumns dicen que no importa, porque todos los días son más o menos iguales.
Hace unas semanas (¿o meses?), a uno de los docentes con los que trabajo se le cortó la luz y por lo tanto internet durante una clase de consulta. En mi casa también se corta el servicio y tengo que tener preparado el teléfono para seguir con los datos cuando el wifi se me escapa como arena mojada entre los dedos (cuando los datos se me acaban, tengo que renovarlos pagando de mi propio bolsillo).
Por supuesto, las clases virtuales son un desperdicio de tiempo perdido en verificar el contacto: ¿se me ve? ¿se me oye? Se te escucha entrecortado. Apaguen la cámara. Tenés el audio prendido.
Luego, ls alumns preguntan cualquier cosa (porque son muy jóvenes). El otro día me preguntaron qué era un “gag”. Dije que eso no iba a contestarlo. Al final contesté, porque ells no tienen la culpa de haber llegado a un mundo sin memoria del cine mudo o del Correcaminos.
Todo es un gag, con la diferencia de que entre nosotros aparece saturado de palabras. Es como la carrera de Aquiles y la tortuga, acompañada del griterío de un relator deportivo ahíto de cocaína.
Hablar ante una cámara (no digo “dar clases” porque no tiene nada que ver con eso) es hablar en la televisión: ¿no lo tienen en cuenta quienes se burlan de las maestras que cometen errores en vivo? Los silencios se vuelven insoportables, parece que uno calla porque no sabe qué decir y los gestos en primerísimo primer plano carecen todo valor: son como automatismos corporales. No dan ni para gag.
Cuando veo las charlas que dan mis colegas (para acompañarles en esa pesadilla) a veces me pierdo en detalles insignificantes (uno de ellos, que estaba hablando de Artaud y el ano, comenzó a rascarse el ojo con violencia; no estoy seguro, pero creo que eso duró diez minutos o doscientos).
Ya nos han dicho que el segundo semestre funcionará del mismo modo, remotamente: daremos seminarios en modalidad virtual. Nadie que no lo haya hecho sabe el trabajo que da preparar una clase virtual y contestar preguntas a través de foros, que están sólo a un paso de la ignominia de las redes sociales. Yo di dos o tres seminarios en modalidad remota para una alta escuela de estudios mexicana. Me pagaban bastante bien, pero se me iba la vida. Ahora, acá, no nos pagan más e incluso acabamos de recibir el baldazo de agua fría de que recibiremos el aguinaldo en cuotas.
Casi todo lo que había previsto Giorgio Agamben al comienzo de la pandemia fue verificándose punto por punto, sobre todo sus puntualizaciones sobre la muerte del estudiantado universitario, el final de una forma de construcción de saber compartido. Pero ni él ni Bifo, los dos autores cuyas consideraciones intempestivas fuimos siguiendo al mismo tiempo con alarma y entusiasmo previeron el cansancio y, todavía más, el agotamiento y la desesperanza. Incluso hasta hace algunas semanas podíamos sostener alguna esperanza, pero ahora ya sabemos que, si la hubiera, no la hay para nosotros.
Agotados, desecados, extenuados, ahora querríamos ya no movernos nunca más, ya no tener que escribir un solo informe, ya no rendir más cuentas de lo hecho ni proyectar lo que haremos. No hay espacio para hacer algo porque el espacio, junto con el tiempo, se ha reducido hasta su mínima expresión y las órdenes son cada vez más difíciles de cumplir.
Incluso las imágenes se agotan: ya no soportamos vernos a nosotros mismos, simulacros de vivientes, muertos-vivos conectados a máquinas, gesticulando en primerísimo primer plano y preguntando: ¿se oye, se ve? Y ya no: ¿se entiende?
Aceptamos el rol que nos cabe en la situación de pandemia y cuarentena con el gesto de quien quiere sostener un pacto de aprendizaje a toda costa, porque hablar es hacer gestos, más allá del valor de verdad de lo que uno dice. La política es la esfera de la gestualidad absoluta e integral de los hombres (Agamben).
Y aceptamos el rol que nos cabe por solidaridad con los grupos de alto riesgo, por solidaridad con los trabajadores de la salud y de la seguridad. De ningún modo en solidaridad con el fascismo tele-sanitarista, que hace negocios pingües con el dolor de los demás y mucho menos con el soberano que sólo quiere subrayar su capacidad para dar órdenes (aquí, en Valencia, en Roma y en Nueva York).
Un pensador chileno, Rodrigo Karmy, se hizo eco de nuestras preocupaciones en los siguientes términos: “El Globo no es Mundo: asistimos a una desmundanización del mundo y a una globalización planetaria. Si en el mundo advienen otros, hay superficie rugosa y la luminosidad es siempre opaca, en el globo no hay más otros, toda superficie es lisa y la luminosidad redunda siempre transparente. La aceleración del proyecto metafísico de la cibernética intenta imponer al globo sobre el mundo, situando la cuestión más grave y decisiva de todas: la destrucción de la posibilidad de habitar de una vida singular o, si se quiere, de la vida ética”.
Por eso, para nosotros, no se trata de la libertad, sino de encontrar una salida. Una salida ética que no implique un acto violento de discurso, represivo o discriminador. Una salida que se sostenga en un acto de discurso sin víctimas y sin verdugos, que realmente beneficie a quienes hagan el gesto de adecuar su práctica a ese acto de discurso.


1Representación de frases en una nueva enciclopedia”, incluido en Brecht on Theatre: The Development of An Aesthetic, edición de John Willet, Londres, Hill and Wang, 1964, p. 106

Bizancio en marcha

Por Daniel Link para Perfil

A diferencia de muchos colegas que tildan siempre el “NS / NC” para eludir un compromiso profundo con el presente, yo abrazo todas las causas, especialmente las más excéntricas, y no me importa mucho si quienes convocan a marchar entienden de qué están hablando porque el movimiento, en última instancia, se demuestra andando. Tomemos las calles todos los sábados contra el comunismo (ese experimento caduco de superación del capitalismo que ls estudiants estudian en las clases de historia). A lo mejor el marchar nos permite pensar algo sobre lo común que no sea la mera repetición de recetas. Rasgémonos las vestiduras en favor de la propiedad privada (inclusive la propiedad de lo viviente: “con mis hijos no te metas”).
Sugiero aquí otras convocatorias igualmente urgentes, para movilizar a lo más granado de Chetoslovaquia: “No al sistema métrico decimal” (sabemos desde 1890 gracias al nordestino Padre Ibiapina que es obra del Anticristo). “Basta de libertad de vientres” (poner en una misma oración “libertad” y “vientre” es una apelación al relajo sanitario y sexual, me imagino odaliscas perturbadas corrompiendo a la Infancia). “Prohibamos la veneración de imágenes religiosas (¡Aguante Bizancio!)”, la urgentísima “Estamos contra todas las leyes, empezando por la ley de gravedad”, convocada por el mismo colectivo de “¡Copérnico miente! ¡Viva el geocentrismo!” y, sobre todo: “Basta de discriminación: todos somos chetos”. Hay libros, pero ya los haremos quemar: sus complejidades distraen. 


sábado, 20 de junio de 2020

El punto inmóvil

Por Daniel Link para Perfil

El tiempo corre, vuelve sobre sus pasos, se detiene hasta inmovilizarse. Nos resulta imposible concentrarnos en un objetivo y descubrimos que no sabemos en qué día estamos. Fijamos una clase virtual para un lunes que es feriado. Cuando nos damos cuenta del error, ls alumns dicen que no importa, todos los días son más o menos iguales.
Hace unas semanas (¿o meses?), a uno de los docentes con los que trabajo se le cortó la luz y por lo tanto internet durante una clase de consulta. En mi casa también se corta el servicio y tengo que tener preparado el teléfono para seguir con los datos cuando el wifi se me escapa como arena mojada entre los dedos.
Por supuesto, las clases virtuales son un desperdicio de tiempo perdido en verificar el contacto: ¿se me ve? ¿se me oye? Se te escucha entrecortado. Apaguen la cámara. Tenés el audio prendido.
Hablamos y hablamos y hablamos y no sabemos a quién, ni para qué. Ls alumns tienen la gentileza de acercar las preguntas previsamente como para que uno pueda organizar la clase, pero igual todo resulta muy artificial: los chistes no pasan, y uno tiene que multiplicar los cuidados para no ofender a nadie involuntariamente, porque la disimitría comunicacional mediada es demasiado grande.
Luego, ls alumns preguntan cualquier cosa (porque son muy jóvenes). El otro día me preguntaron qué era un “gag”. Dije que eso no iba a contestarlo. Al final contesté, porque ells no tienen la culpa de haber llegado a un mundo sin memoria del cine mudo o del Correcaminos.
Todo es un gag, con la diferencia de que entre nosotros aparece saturado de palabras. Es como la carrera de Aquiles y la tortuga, acompañada del griterío de un relator deportivo ahíto de cocaína.
Hablar ante una cámara (no digo “dar clases” porque no tiene nada que ver con eso) es como hablar en la televisión: los silencios se vuelven insoportables, parece que uno calla porque no sabe qué decir y los gestos en primerísimo primer plano carecen todo valor: son como automatismos corporales. No dan ni para gag.
Cuando veo las charlas que dan mis colegas (para acompañarles en esa pesadilla) a veces me pierdo en detalles insignificantes (uno de ellos, que estaba hablando de Artaud y el ano, comenzó a rascarse el ojo con violencia; no estoy seguro, pero creo que eso duró diez minutos o doscientos).
Ya nos han dicho que el segundo semestre funcionará del mismo modo, remotamente: daremos seminarios en modalidad virtual. Nadie que no lo haya hecho sabe el trabajo que da preparar una clase virtual y contestar preguntas a través de foros, que están sólo a un paso de la ignominia de las redes sociales. Yo di dos o tres seminarios en modalidad remota para una alta escuela de estudios mexicana. Me pagaban bastante bien, pero se me iba la vida. Ahora, acá, no nos pagan más e incluso acabamos de recibir el baldazo de agua fría de que recibiremos el aguinaldo en cuotas.
Casi todo lo que había previsto Giorgio Agamben al comienzo de la pandemia fue verificándose punto por punto, sobre todo sus puntualizaciones sobre la muerte del estudiantado universitario, el final de una forma de construcción de saber compartido. Pero ni él ni Bifo, los dos autores cuyas consideraciones intempestivas fuimos siguiendo al mismo tiempo con alarma y entusiasmo previeron el cansancio y, todavía más, el agotamiento y la desesperanza. Incluso hasta hace algunas semanas podíamos sostener alguna esperanza, pero ahora ya sabemos que no, que si la hubiera, no la hay para nosotros.
Hasta hace unas semanas incluso nos creíamos capaces de imaginar y proponer una salida. Firmábamos solicitadas.
Agotados, desecados, extenuados, ahora querríamos ya no movernos nunca más, ya no tener que escribir un solo informe, ya no rendir más cuentas de lo hecho ni proyectar lo que haremos. No hay espacio para hacer nada porque el espacio, junto con el tiempo, se ha reducido hasta su mínima expresión.
Incluso las imágenes se agotan: ya no soportamos vernos a nosotros mismos, simulacros de vivientes, muertos-vivos conectados a máquinas, gesticulando en primerísimo primer plano y preguntando: ¿se oye, se ve? Y ya no: ¿se entiende?


jueves, 18 de junio de 2020

sábado, 13 de junio de 2020

Nido de caranchos

Por Daniel Link para Perfil

Lo extraño tanto... Nos conocimos casualmente, mientras yo fumaba un cigarrillo en la vereda, después de almorzar al lado del local donde é trabajaba, en el barrio de Retiro. Simpatizamos de inmediato y forjamos un vínculo pletórico de sobreentendidos y de confianza mutua, de esos que son para toda la vida.
Al principio de nuestra relación, como suele suceder, él me preguntaba lo que quería. Yo titubeaba con pudor, pero terminaba abriéndome a él, que hacía todo lo posible por complacerme. Un día le dije, y la felicidad se le notó en la cara: “Haceme lo que quieras”. Lo hizo y me cambió la vida.
No podía estar más de dos semanas sin verlo, salvo cuando viajaba. Entonces, al volver, me interrogaba con celos: “¿Estuviste con otro?”. “¡Cómo se te ocurre!”. Y era verdad. Jamás se me pasó por la cabeza traicionarlo, sobre todo porque sabía que se daría cuenta. “Mirá que me voy a dar cuenta”.
Hablábamos de las cosas de las que habla todo el mundo: dónde se puede almorzar rico y barato, el barullo de la vida urbana, algunas películas, las cargas impositivas, ciertas figuras del periodismo, los rigores de la convivencia y los pocos placeres de la vida que podíamos permitirnos.
La última vez que nos vimos, antes de la cuarentena, se puso muy contento cuando le conté que estaba dejando de fumar, hábito mío que lo desconcertaba.
Después pasaron los días y los meses. No supe nada más de él, ni siquiera si estaba bien de salud (aunque su fortaleza física y su energía me sugerían que sí).
Traté de llamarlo por teléfono, sin suerte. Ya no sé qué hacer. Cada mañana, cuando me miro en el espejo, lo extraño porque sé que me vería mejor si pasara antes por el filtro de su mirada. Mucho peor la paso en las sesiones remotas a las que la pedagogía me obliga. Después de tres meses, lo necesito cada vez más. ¿Cuándo podré volver a ver a César, mi peluquero, para que ponga en orden los pájaros de mi cabeza?

sábado, 6 de junio de 2020

El camino de la costa

Por Daniel Link para Perfil

Me acuerdo como si fuera ayer. Yo había tomado un avión en Buenos Aires y me bajé en el recién habían inaugurado el Aeropuerto Internacional de Merlo (Valle del Conlara), un edificio típicamente aeroportuario, pero de un lujo que, en ese momento, el aeropuerto de Córdoba (Pajas Blancas) no tenía. Me esperaban en su auto mis amigas, que paraban en una cabaña en San Javier, apoyada en las primeras estribaciones del Champaquí, con unas vistas extraordinarias del valle de Traslasierras y al fondo los Andes. Esos atardeceres nos permitieron entender un poco más a Sarmiento .
Ya en el auto, me preguntaron risueñas: “¿Querés ir por el camino de la costa?”. Imaginé un arroyo con fondo de piedra y un camino que zigzagueaba a su lado. Me equivocaba: el “Camino de la costa” costea las Sierras y va de Merlo hacia el norte (o termina en Merlo, si uno viene de Córdoba). Pasando Yacanto, empalma con la ruta que va hasta Nono, y más allá.
Nos volvimos experts en ese camino que incluía una población que se llamaba “La población”, Loma Bola (donde íbamos a tomar el té con productos regionales) y Las Chacras, donde había un rarísimo Museo del Libro con incunables de todo el mundo no bien conservados.
En la misma ruta estaba La Paz, donde murió la semana pasada Mario Javier Cortés, cuando quiso cruzar el camino cortado con montañas de escombros, por la mezquindad del señor feudal puntano.
No recuerdo en La Paz aglomeraciones que ameritaran semejante disparate de aislamiento. Eso sí, Merlo tiene casinos (lo que explica el despropósito aeroportuario). Pero a los cordobeses de Traslasierras (que guardan una historia propia, como si no pertenecieran del todo a la autoridad de La Docta) no se les ocurrió resguardarse del contagio mediante un método bárbaro y ofensivo. Después de la desgracia, los vecinos de uno y otro lado fueron a derribar la barricada. “Apelamos al sentido común", dijeron. Qué ilusión.