Por Daniel Link para PerfilHay dos formas de la verdad en el
archivo: una de ellas es plena y surge de la mera correlación de
series de datos y registros. Por ejemplo, el extraordinario trabajo
realizado por el Jardín Botánico de la ciudad de Buenos Aires, que
desarrolló una aplicación que permite comparar doce variables
históricas para evaluar el impacto del cambio climático en las
especies vegetales, a escala mínima (la de un parque botánico, la
de una ciudad). Gracias a ese trabajo sabemos,
por ejemplo, que hay muchos más días de verano y menos con heladas,
y que la temperatura media anual aumentó 2.5% (+0,4°C).
La otra verdad es más bien elusiva e
inestable y surge antes de los huecos y las cosas no dichas que del
dato empírico. Propongo este recorrido.
Investigando algunos aspectos de la
formación la nacionalidad mexicana, encontré que José Vasconcelos
(responsable en gran parte de la política educativa de la Revolución
mexicana), durante un viaje oficial a Río de Janeiro había tenido
un entredicho con Pedro Henríquez Ureña a propósito de Alfredo B.
Cuéllar, promotor de la charrería y de los deportes organizados.
En esa gira de agosto de 1922,
Vasconcelos observó con irritación que el “delegado deportivo”
se dedicó a lucir “por la capital brasileña el traje charro
mexicano. Con ímpetu de joven hacía declaraciones a los diarios,
disponía formar en tal cortejo, participar en tal otra fiesta. El
traje charro, la buena presencia y nuestra compañía le abrían
todas las puertas, y aunque siempre se portó como caballero, sus
indiscreciones comenzaron a alarmarme”.
Las indiscreciones habrían sido tantas
(aunque no se nos aclaran cuáles) que Vasconcelos ordenó al jefe
militar de la expedición: “—Arréstelo —le dije— esta noche,
cuando se presente a dormir, y téngalo preso los días de las
ceremonias con desfiles.”
Según Vasconcelos, Cuéllar formaba
parte del “circulito” de Pedro Henríquez Ureña, que le reprochó
el escandaloso arresto y determinó un distanciamiento definitivo
entre los dos.
Al mismo circulito pertenecía Salvador
Novo, quien registraría las cabalgatas de Alfredo los domingos por
la mañana en el paseo de Chapultepec.
En sus memorias, Salvador contó cómo
conoció al joven y bello Pedro (“Cruzamos una mirada rápida y lo
seguí, intrigado, adentro de la Escuela”), y a quien intentó
arrancarle un beso al que Henríquez Ureña se negó, no sin
reconocer la legitimidad del deseo. “Ciertamente, puede darse el
caso de una atracción entre dos hombres, el impulso de besarse”,
dice Salvador que le dijo Pedro, pero “eso está muy mal”. El
archivo tiene esas circunvalaciones imprevistas e inciertas, pero hay
que seguir todas las pistas.
Volvamos a Alfredo Cuéllar. En 1915,
el gobierno carrancista lo había nombrado inspector de deportes en
las escuelas del Distrito Federal. Cuéllar aprovechó la
circunstancia para crear un almacén de calzado y uniformes de fútbol
cuyo cliente principal era la misma institución de la que el
gimnasta estaba a cargo.
Alfredo era un reconocido atleta que,
durante los nueve años que había vivido en Estados Unidos, se había
formado en la celebérrima YMCA que, años después, Village People
habría de colocar en un lugar central del imaginario pop.
En la década del 20, Cuéllar
revalorizó la figura del charro pues temía que los norteños, con
sus pantalones kakis y sus sombreros tejanos, enterraran la
charrería, a la que impulsó como “deporte nacional”.
Los rasgos identitarios del charro: la
heroicidad, la herencia hispano-arábiga, la sangre derramada por la
libertad, la inspiración para el canto y la habilidad para las
tareas rurales. El lema de “Charros de Jalisco”, una agrupación
pionera de la década del veinte era “Patria, mujer y caballo y en
cada charro un hermano”. En esa consideración casi instrumental de
la mujer, el charro se parece al gaucho: “Mi caballo y mi mujer se
me fueron para Salta/ que vuelva mi caballito, mi mujer no me hace
falta”.
Alfredo B. Cuéllar (colección Carlos Monsivais)
Más elusiva, la verdad de la historia
de Cuéllar, que se nos escapa un poco, parece otra forma de
calentamiento, una que lo llevó a ser arrestado en Río de Janeiro.
La plena verdad llama a la acción; la
verdad inestable, a la novela.