sábado, 25 de mayo de 2019

La internacional argentina

por Daniel Link para Perfil

Me tuve que ir corriendo del país para pensar políticamente. Allá no se puede, todo es muy vertiginoso. Lejos de la patria, leo con fruición las noticias sobre el estallido de las alianzas (Cambiemos, el peronismo confesional, esa cosa que no entusiasma a nadie, y ¡las izquierdas!). Es que suficientemente atractiva es la fórmula Fernández-Fernández (“Sombra terrible de Fernández”, “¿Encontraría a Fernández?”, “¡La Fernández Fierro!”) como para no arrasar con todas las certezas pequeñoburguesas. Cuando se conozca el condimento que le falta (relacionado parcialmente con mi viaje) arrasará, como lava de volcán de chocolate, con las últimas resistencias y potenciará las luchas intestinales (¡evacuación de Tinellis!). Necesitaba alejarme un poco para poder tener un panorama mejor y recabar la información que usaré cuando vuelva. Estoy en Boston, para empezar mi propia campaña electoral. Hoy jueves llegan a la ciudad Marlene Wayar y Susy Shock, a quienes pretendo involucrar en esta cruzada. Quienes recuerdan la fiesta más importante de los últimos diez años (mi boda) sabrán que solo ellas, que entonces nos precedían rumbo al escenario del Club Español arrojando plumas blancas y negras a diestra y siniestra, podrían garantizar mi triunfo y mi reinado (bah, virreinato). Están en Miami, me dicen, esperando la conexión. En cuanto lleguen a Boston se van a querer pegar un tiro: la ciudad es más aburrida que chupar un clavo. Pero el asunto es así: hay turno electoral en la Latin American Studies Association, de la cual soy miembro prominente. Mi amigo el chileno Cristián Opazo preside la seccional Cono Sur (o Coño Sur, como decimos para impacientarlo) desde el año pasado. De modo que tuve que buscar otra sección, porque no está bien molestar a amistades. Me pareció que “Sexualidades” me permitiría desarrollar mis talentos y aportar bastante a la causa. Allá voy, Fernández-Fernández. 




domingo, 19 de mayo de 2019

La imaginación al poder





sábado, 18 de mayo de 2019

Mamita, Putin, chapeau

Por Daniel Link para Perfil

Estoy esperando con una ansiedad propiamente adolescente que mi mamá me preste Sinceramente, el libro que le regalé para su cumpleaños y que leí de un tirón antes de dárselo, para poder comentarlo aquí. Es, en principio, un libro extraordinario, llamado a ocupar un lugar de privilegio entre los libros políticos de la triste historia argentina. Muchos quieren compararlo con La razón de mi vida. Yo lo compararía con los libros de Sarmiento (es igual de delirante y delicioso).
Dicen que ha vendido trescientas mil copias. Yo felicité al editor (cuyos criterios editoriales no siempre comparto) y le hice un chiste que no reproduciré aquí porque sería mal interpretado. De todos modos, habría que sumarle los cientos de miles de copias clandestinamente distribuidas a través de la red (me dicen que el pdf, incluso, ya se gastó). Un suceso que no puede ser minimizado salvo por el periodismo de derecha (es decir, casi todo), que se dedica a contabilizar los errores gramaticales (buah, digamos: esto es algo que yo podría anotar, pero para hacer el listado necesito el libro: maaaaaaaami), conceptuales y los desvíos respecto de la “verdad” que el libro encierra, como si la escritura (no importa quién la practique) supusiera una transparancia en la que ni los más recalcitrantes positivistas del siglo pasado y antepasado creyeron.
En 1916, Walter Benjamin le escribió una carta a Martin Buber (1878-1965), un humanista sionista que propuso una teoría intersubjetiva basada en una filosofía del diálogo. Esa teoría supone que en lo interpersonal hay verdad de encuentro y por eso en los mensajes debe haber manifestación de sinceridad. En 1916 invitó a Benjamin para que escribiera en Der Jude [El judío], la revista que acaba de fundar.
Después de consultar con Gerhard Scholem, Benjamin declinó la invitación y le explicó a Buber por qué. Al hacerlo corrigió (¿conscientemente?) el nombre de la revista: Juden dice, y con eso elimina el riesgo del masculino singular determinante, que habilita a la constitución de un Único o un Todo (que conduce al fascismo). A Benjamin la revista le ha parecido un aburrimiento mortal. Explica que sólo concibe la escritura (en relación con su efecto), como poética, profética, mágica, esto es, inmediata). La eficacia del lenguaje no tiene que ver con la transmisión de un contenido, sino con la pura apertura de su naturaleza.
“Mi concepto de estilo y de escritura objetivos y al mismo tiempo altamente políticos es el siguiente: sólo donde esta esfera de lo carente de palabra se abre en indecible poder puro, pueden saltar las chispas mágicas entre la palabra y la acción movilizadora, donde reside la unidad de estas dos entidades igualmente efectivas”. Sinceramente es mágico. De sus muchas invenciones yo rescato la más disparatada: “Mamita, Putín, chapeau”.


sábado, 11 de mayo de 2019

Pequeña Venecia

por Daniel Link para Perfil

En 2007 estuve por única vez en Venezuela. Visité Caracas, una ciudad bastante fea, la costa de Vargas, que había sido azotada por el deslave de 1999 y una vaguada en 2005 (84,7 milímetros de agua en un solo día). Era difícil saber si el paisaje posapocalíptico era el resultado de la catástrofe de 1999 o la menor (pero más cercana en el tiempo) de 2005. En todo caso, erizaba de pena.
Después, en Mérida, en el aeropuerto colgado de la sierra, mientras esperábamos el equipaje, oíamos el croar de las ranas y el cocoroteo de las gallinas. Allí se desarrolló el congreso al que había sido invitado, tibiamente opositor al régimen chavista (Chávez atravesaba un momento de gloria, con el precio del petróleo todavía alto y sin demasiadas complicaciones en el frente externo).
Nos alojaron en un cuartel militar, donde el Congreso habría de suceder. El Servicio Militar (obligatorio pero no compulsivo) duraba entonces dos años (dieciocho meses era lo que la Ley establecía, pero ese plazo siempre se alargaba). A partir de 2009, las mujeres fueron incorporadas al servicio.
La soldadesca del cuartel se quejaba del “tiempo perdido”, pero muchos de ellos aceptaban con beneplácito la “recluta”, sobre todo si les permitía combinar una cierta vocación de servicio con los beneficios de la conscripción: comida, alojamiento, seguro de salud, asignación mensual. Algunos de ellos, incluso, combinaban sus obligaciones con la venta al menudeo de alcohol o cocaína.
Educado, como todes les argentines de mi generación, en una fuerte tradición antimilitarista, la situación me resultó asfixiante desde el primer momento. Pero no había escapatoria: las milicias organizaban sin excepción la totalidad de la vida social y comunitaria, repartían alimentos, atendían las necesidades en zonas de catástrofe, vigilaban.
Un día, presencié una discusión a propósito de un contingente de ancianos que visitaba el cuartel. Una profesora apoyaba al gobierno diciendo que su madre tuvo vacaciones por primera vez en su vida con el chavismo. Su interlocutor señaló el alto costo económico y político del beneficio. Terminaron a grito pelado.
Siento pena y temor por les hermanes de Pequeña Venecia. A un chico que emigró a Buenos Aires le pagué el trámite para el DNI (quería trabajar). La salida para la desesperada situación venezolana es una sola, creo. Pero son los propios venezolanos quienes deben decidir los términos.

sábado, 4 de mayo de 2019

Autocelebración de derecha

Por Daniel Link para Perfil

La mirada del Sr. Tinelli no podía salir de su estupefacción. Es que la operación de párpados a la que se sometió le dejó los ojos abiertos más allá de lo razonable. Durante la apertura de la nueva temporada de su programa televisivo, el desfile incesante de homenajes a si mismo produjo el mismo efecto de asombrada incredulidad en los espectadores: el Sr. Tinelli no se cansó de agradecer las loas de quienes habían sido pagades para hacerlas: desde sus mil quinientos empleados ocasionales hasta la Sra. Nara.
Algunos se burlaron (bajo sus órdenes y las de sus guionistas) de sus pretendidas aspiraciones presidenciales. El tema no me da risa y por eso vi la apertura que celebraba los treinta años de supervivencia (en youtube, dos días después, para evitar las tandas publicitarias, esa otra apelación a la cólera dionisíaca). Para demostrar que el Sr. Tinelli no desprecia a las mujeres (algo evidente en 28 de las 30 temporadas previas, hasta que tuvo que pedir perdón por los “errores”) hubo una seguidilla insensata de mujeres cantando (todo es insensato en esos shows de apertura que siempre duran más de lo debido y de los que no se entiende nada), incluida una hija del Sr. Tinelli, sobre cuyo talento musical siguen quedando serias dudas.
Las apelaciones constantes a esa institución reaccionaria y decadente, la familia, se entendió un poco mejor: en política, así como en los negocios públicos, eso se llama nepotismo.
Lo único que Tinelli puede garantizar es humillaciones públicas y transas familiares.


viernes, 3 de mayo de 2019

¡O tempora, o mores!


Vuelve un clásico


La carne dice

por Daniel Link para Soy

Siglo XXI ha distribuido Las confesiones de la carne, el último tomo de la Historia de la sexualidad de Foucault, escrito al borde de su muerte. Sin el brillo de otras entregas, el libro, sin embargo, obliga a repensar la totalidad del proyecto de Foucault (sus lagunas, sus pasos en falso).



El amor de Foucault Hace poco, un alumno aventajado se me acercó y me preguntó por Roland Barthes, sugiriendo que Barthes bien podría ser igual o mejor que Foucault, de quien yo había hecho un elogio desmesurado. Para mi sorpresa, la respuesta surgió al instante: “Por supuesto. Barthes es el que soy, Foucault es el que no puedo ser”. Y me retiré alarmadísimo por ese sistema de equivalencias en el que nunca había pensado. En principio, porque sé que todo nombre es siempre un nombre inapropiado y, en segundo lugar, porque tanto Barthes como Foucault nos enseñaron a desconfiar de los nombres de autor, que no son sino vanidades e imposturas de mercado que sólo sirven para constituir “obras” para vender a los incautos.

Para mí, la diferencia entre la experiencia Barthes y la experiencia Foucault no se mide tanto en relación con la “verdad” que nos invitan a asumir sino en la dimensión de los materiales con los que trabajan. Mi trabajo es más parecido al trabajo barthesiano y me siento más cómodo al leer un texto o varios textos que al manipular archivos de grandes dimensiones.

Entendí la pregunta de mi alumno no como “¿A quién querés más, a tu mamá o a tu papá?”, sino como “¿A cuál te garcharías?”. No a mi mismo, en todo caso (ningún narcisismo) y, por eso, Foucault será siempre para mí un mejor polvo.



El archivo de Foucault Al morir de Sida a los 57 años, en el momento más trágico de la epidemia (1984), Foucault dejó a mitad de camino la Historia de la sexualidad, una de sus obras más influyentes, que terminó transformando el mundo (más allá de las academias). Foucault manifestó que no quería que se publicaran después de su muerte textos que él no hubiera publicado y sus derecho-habientes cumplieron ese mandato. Daniel Defert conservó los ficheros de Foucault, con miles de anotaciones de lectura, que luego donó a la Biblioteca Nacional de Francia (cerca de cuarenta mil folios). El otro archivo está en el Instituto Memorias de la Edición Contemporánea. Ambos pueden consultarse, pero sus materiales no pueden imprimirse.

Foucault fue tan reacio a dejar hilos sueltos que en cuanto publicaba un libro destruía el original. El IMEC tiene sólo el legajo de La arqueología del saber (porque Foucault le había regalado el mecanuscrito a un amigo), y algunos capítulos de la Historia de la sexualidad.

Como la Historia de la sexualidad estaba en proceso de publicación, Gallimard, que había publicado los tomos previos, tenía ya una copia mecanografiada del último, Las confesiones de la carne. Los derecho-habientes no quisieron que se publicara, la editorial demandó su derecho a hacerlo. Treinta y cuatro años después de la muerte de Foucault se publicó el original en francés, lo que constituyó el acontecimiento editorial del año pasado. El amor a Foucault nos obliga a disimular esa pequeña traición a su deseo. ¿Pero acaso él mismo no nos había enseñado que es mejor pensar el deseo más allá de una ley y las traiciones o desvíos a su mandato? ¿No es ese el proyecto que se lee en los volúmenes últimos de la Historia de la sexualidad?



El plan de Foucault Sigo, en este punto, las indicaciones de Edgardo Castro (el foucaultiano más sabio y más generoso que Argentina ha producido). En el prólogo a la edición castellana de Las confesiones de la carne subraya que en las páginas finales de La arqueología del saber (1969) Foucault esboza tres posibles arqueologías futuras: una arqueología de la sexualidad, una de la pintura y otra de la política. Sobre la pintura, quedaron trazos sueltos de ese proyecto (por ejemplo, Esto no es una pipa, 1973). La política y la sexualidad, en cambio, lo obsesionaron hasta el último suspiro.Foucault había publicado en 1975 Vigilar y Castigar. Apenas un año después apareció el primer volumen de la Historia de la sexualidad, La voluntad de saber, su libro más deslumbrante que, de inmediato, se desparrama por el mundo y crea mil teorías vicarias, asociadas, críticas. En la contratapa del volumen se anunciaban los cuatro volúmenes siguientes: La carne y el cuerpo, La cruzada de los niños, La mujer, la madre y la histérica, Los perversos y Población y razas. Aunque ninguna de esas obras aparecerá como parte de este plan, Frédéric Gros (editor francés de Las confesiones de la carne), advierte que, según los archivos de la Biblioteca Nacional de Francia, al menos dos títulos (La carne y el cuerpo y La cruzada de los niños) habían sido objeto de una primera redacción importante.
En 1984, ocho años después de La voluntad de saber, aparecen los volúmenes segundo y tercero de la Historia de la sexualidad con un plan radicalmente nuevo (El uso de los placeres: “Esta serie de investigaciones aparece más tarde de lo que había previsto y bajo una forma totalmente distinta”). Lo distinto es el retroceso temporal (hasta la antigüedad clásica) y la problematización del placer sexual en la perspectiva histórica de una genealogía del sujeto de deseo y bajo el horizonte conceptual de las artes de la existencia. Foucault despliega el nuevo plan: El uso de los placeres estudia la manera en que el pensamiento griego clásico reflejóel comportamiento sexual. La inquietud de sí analiza esta problematización en los textos griegos y latinos de los dos primeros siglos de nuestra era, y la inflexión que ella sufre en un arte de vivir dominado por la preocupación por uno mismo. Las confesiones de la carne abordara, para terminar, la experiencia de la carne en los primeros siglos del cristianismo y el papel que aquí desempeñó el desciframiento purificador del deseo.
La carne estaba presente en el plan original y vuelve para cerrar el nuevo plan. Que una tercera parte del libro incluya una analítica de la virginidad como soporte de “la vida incorruptible” y que otra tercera parte analice la relación sexual (matrimonial) sin “corrupción” física puede entenderse, entre otras cosas, como una analítica de la sexualidad en tiempos de crisis sanitaria.


Los errores de Foucault En el comienzo de El uso de los placeres Foucault reconoce el error del primer plan: sin una problematización (una arqueología) de las nociones de deseo y sujeto deseante, la Historia de la sexualidad habría quedado incompleta y mal articulada. Para Blanchot esas explicaciones no convencieron a nadie y propone, sin subrayarlo, el callejón sin salida en el que Foucault se encontraba. Foucault pretende recusar las pretensiones de la Ley, que se afirma como esencialmente constitutiva del Deseo (eso es el psicoanálisis). La sexualidad moderna (sus proliferaciones discursivas) se asocian ya no con la Ley, sino con la norma. No con los derechos de los señores, sino con el porvenir de la especie -la vida- bajo el control de un saber que pretende determinarlo todo y regularlo todo. En efecto, según La voluntad de saber, las “sexualidades” son “correlatos de procedimientos precisos de poder”.
Las dos consecuencias éticas de esas proposiciones son evidentes: La Ley (y la norma) regulan nuestras sexualidades (las de cada uno) y no hay escapatoria. Es la “jaula de hierro”, esa figura weberiana que Dreyfus y Rabinow, dos excelentes lectores de Foucault, trajeron a cuento en su lectura, al mismo tiempo que deploraban el insuperable “provincianismo francés” de los análisis y alcances teóricos de Foucault.
Didier Eribon, biógrafo de Foucault, ha ido más lejos. En
Una moral de lo minoritario señaló que, cuando, en los ochenta, Foucault tuvo que reformular la historia de la sexualidad en los términos "del arte de gobernarse a sí mismo" y a considerar el futuro de lo “gay” en los términos de una estética de la existencia (con la mirada puesta en los filósofos de la Antigua Grecia) ya ha tomado partido en un conflicto que oponía la idea “gay” de la ascesis (el cuidado de si) a la idea heterosexual de la transgresión (el burlar la Ley del deseo, el “permitido” del chongo o de la estudiante pupila), que a Foucault le venía de Bataille. El error de Foucault fue haber trabajado el primer tomo con una concepción de Deseo que no podía desprender del poder. Para encontrar una ética (y una dietética) del placer sexual, tuvo que volverse griego. Y como Grecia era una sociedad de hombres (libres y esclavos), las teóricas queer y feministas no dejarán de reprocharle a Foucault, con cierta razón, su escasa consideración de la diferencia sexual. En Las confesiones de la carne, sin embargo, la carne de mujer ocupa un lugar destacado.


La carne de Foucault. En una entrevista que Dreyfus y Rabinow incluyen como apéndice a su libro, le preguntan a Foucault: “¿Y qué viene después? Habrá algo más sobre el cristianismo cuando termine este tercer libro?" La respuesta es bien reveladora: “Bueno, ¡también yo tengo que cuidarme!”. No sería desencaminado entender los tres últimos tomos de la Historia de la sexualidad como parte de un cuidado de si. Por entonces Foucault estaba exhausto y muy enfermo, pero pese a todo se atreve a proponer en la entrevista un libro sobre la ética sexual en el siglo XVI.
Las confesiones de la carne no agrega mucho a lo que ya sabíamos por textos sueltos o seminarios. Subraya, con ese tono urgente que Foucault le imprimió a los últimos libros publicados (como si no cupiera ya el lujo de su exquisita escritura, o como si escribiera para si, sin necesidad de seducir a nadie) un desplazamiento respecto del pensamiento griego sobre las erecciones. Para los griegos la erección es potencia, poder, actividad. Para San Agustín y el cristianismo la erección es pasividad (sobreviene más allá de la voluntad, es un castigo que remeda el Pecado Original, es decir: un garche apresurado, que no previó las consecuencias).
La ética sexual griega era muy asimétrica, demasiado viril, no recíproca, obsesionada por la penetración, en suma, “muy desagradable”. La ética (salvífica) de la carne pone el acento en la obediencia, “no es simplemente una relación con tal o tal otra persona: es una estructura general y permanente de la existencia”. Como en las prácticas S&M que a Foucault tanto le interesaron, supone que “el sujeto dé a los otros poder sobre si mismo”, “la búsqueda de la verdad de sí debe constituir cierta manera de morir a uno mismo”.
Leo en esta última entrega de la Historia de la sexualidad la conciencia de una muerte prematura y la carne herida de alguien a quien sigo queriendo como el primer día. Él había dicho: “El poder se impone el deber de rozar los cuerpos”. Y ya sabemos que la verdad cuesta cara.