El libro
de Geoffroy de Lagasnerie Mi
cuerpo, ese deseo, esta ley. Reflexiones sobre la política de la
sexualidad
propone una revisión crítica del paradigma jurídico-represivo que
se aplica a la “cultura de la violación” como requisito para
pensar políticas de la sexualidad que no necesariamente involucren
la mirada del Estado.
por
Daniel Link para Soy
Los
antecedentes El libro Mi
cuerpo, ese deseo, esta ley. Reflexiones sobre la política de la
sexualidad de Geoffroy de
Lagasnerie, que el cuenco de plata acaba de distribuir entre
nosotros, dialoga con varios otros libros (y con los casos judiciales
que desencadenaron) inscriptos en los debates parisinos sobre
sexualidad de los últimos años.
Conviene
recordar esos libros para entender mejor el gesto polémico que
sostiene Geoffroy, pero antes hay que destacar que el nombre de la
conferencia (luego transformada en libro) es el eco de un clásico
texto de Michel Foucault, que se llama “Mi cuerpo, ese papel, ese
fuego”.
Aunque
no se lo mencione nunca, habría que pensar también en el libro de
Guy Sorman, Mi diccionario
de boludeces, que ya el año
pasado concitó la
atención de este suplemento
a raiz de las acusaciones de abuso de menores y violación que contra
Foucault realizó Sorman. Aunque no debata contra ese antecedente, el
texto de Geoffroy termina (ver recuadro aparte) con un conmovedor
relato en primera persona que parece intersectar aquellas
acusaciones.
Ahora
bien, los otros libros que conviene repasar para leer estas
Reflexiones sobre la
política de la sexualidad
son, en primer término, los libros de Édouard Louis Historia
de la violencia (2016,
dedicado a Geoffroy de Lagasnerie y en el cual Didier Eribon es un
personaje secundario) y Lucha
y metamorfosis de una mujer (2022).
El segundo es la historia de la madre del autor, víctima de la
supremacía masculina y el patriarcado. El primero cuenta la
violación y el intento de asesinato que sufrió Édouard en su
departamento en 2012 a manos de un inmigrante que llevó a su
departamento. En 2014 Édouard había publicado su primer relato
autobiográfico, centrado en la figura de su padre, Para
acabar con Eddy
Bellegueule. Hoy
se lo considera una de las figuras de la izquierda radical francesa,
dentro de la cual seguramente también Geoffroy de Lagasnerie y
Didier Eribon se imaginan.
También
hay que tener en cuenta The
girl (2013)
de Samantha Geimer, donde cuenta la violación de la que fue objeto
por parte Roman Polanski cuando tenía 13 años, asunto que volvió a
ocupar las primeras planas de los diarios cuando a Polanski le dieron
el premio César por su película J'accuse.
Lo que le importa a Geoffroy es que en ese entonces Samantha se
apartó de las voces escandalizadas por ese premio y declaró que
“pedir a todas las mujeres que soporten el peso de su agresión,
pero también de la indignación eterna de todo el mundo, es escupir
en la cara a todas las que se recuperaron y pasaron a otra cosa”.
Otro
libro que Geoffroy cita es El
consentimiento
(2020) de Vanessa Springora, donde la autora cuenta la relación que
tuvo a sus trece años con Gabriel Matzneff, un escritor treinta y
seis años mayor que ella, uno de cuyos efectos (más allá de la
condena pública a Matzneff) fue la ley francesa de abril de 2021 que
agravó las penas para las relaciones, aún consentidas, entre un
menor de entre quince y dieciocho años y cualquier “persona mayor
que tenga sobre la víctima una autoridad de hecho o de derecho”.
En contra de esa ley, Geoffrey argumenta que habría implicado una
pena de cinco años de cárcel como pedocriminal para Brigitte
Macron, la primera dama de Francia. Ese libro de Springora se podría
colocar en serie (no lo hace Geoffroy) con La
familia grande (2021),
donde Camille Kouchner contó los abusos sexuales de los que fue
objeto su hermano gemelo desde los 13 años por parte de su
padrastro, el constitucionalista Olivier Duhamel.
Las
experiencias plurales
Hasta allí, los libros previos, cada uno de los cuales enarbola una
idea de justicia y que pretende restaurar un trauma por alguna vía u
otra y que impactaron de un determinado modo en la opinión pública,
instaurando lo que Geoffroy llama “excepcionalismo sexual”.
Contra toda predicción, la izquierda francesa abandonó respecto de
los temas que involucran la sexualidad sus posiciones históricas y
abrazó cualquier causa destinada a reforzar la acción represiva y
punitiva.
El
libro de Geoffroy es polémico porque no se detiene en esta
constatación: “La
única actitud valedera para cualquier política de la sexualidad es
aceptar el pluralismo de las experiencias, de las relaciones con el
deseo y el cuerpo, la herida y el trauma, y reconocer por lo tanto la
necesidad de que las medidas legislativas o las movilizaciones
culturales no impongan nunca restricciones que prescriban una
representación específica de la intimidad en detrimento de otras”
(pág. 19), bastante razonable, sino que impugna la lógica del
aparato jurídico-represivo, que pone antes el acento en aumentar el
sufrimiento del culpable antes que en hacerse cargo del que siente la
víctima. “La lógica penal, al mantener durante años un vínculo
con la herida, hace mal” (pág. 41), sostiene Geoffroy.
Es
una lástima que Geoffroy no haya leído (además de La
dominación masculina
de Bourdieu) Las
estructuras elementales de la violencia
de Rita Segato, porque su queja en relación con el tratamiento a
partir de categorías psicológicas, penales o individualizantes
encontraría en el libro de Segato el marco teórico preciso para
entender la “cultura de la violación” como una estructura de
dominación que produce subjetividades y para buscar una
transformación de ese paradigma.
SI
el libro terminara ahí, no habría mucho más que agregar y el
pensamiento de Geoffroy se nos revelaría particularmente endeble por
el etnocentrismo típico de la escolástica parisina, que no es capaz
de encontrar más allá de la lengua francesa discursos, teorías o
políticas que expliquen cómo pensar y actuar en el mundo.
Poder
y sexualidad
Mucho más interesantes son los capítulos que examinan críticamente
las posiciones comunmente aceptadas entre poder y sexualidad, dado
que el hecho de que vivimos en sociedades atravesadas por diferencias
y desigualdades de todo tipo que, necesariamente (y más allá de las
edades) suponen casi todo el tiempo posiciones asimétricas de poder
(no sólo de género, sino también raciales, generacionales,
económicas, profesionales, culturales).
Un poco
por eso, es artificial y ciertamente incoherente establecer una ley
psicológica según la cual cuando
los integrantes de una relación erótica tienen diferencias
demasiado marcadas y uno, por ejemplo, tiene una mayor notoriedad que
otro, estaríamos ante una relación de dominio y por lo tanto de
consentimiento
viciado.
Aquí
Geoffroy
examina la “mirada retrospectiva” (tan frecuente en nuestros
días) que encuentra en una experiencia del pasado un perjuicio a
causa de una situación de dominación o jerarquía, entonces no
percibida como tal. ¿Puede hablarse en ese caso de descubrimiento de
una herida pasada, o es la toma de conciencia la que la produce? ¿Se
puede examinar el pasado a partir de un sistema de categorización
presente? ¿Una reconstrucción así realizada debe entenderse como
necesariamente verdadera?
Las
preguntas que Geoffroy nos plantea son inquietantes porque apuntan
directamente a la comprensión del propio deseo.
“En
el fondo, cabe preguntarse si cualquier proyecto de genealogía del
deseo que se muestre animado por una intención crítica, ya que
pretende inscribir dicho deseo en relaciones de dominación, sus
orígenes o sus expresiones, no está condenado a convertirse en un
proyecto reaccionario”, concluye el autor y, para fundamentar esa
conclusión vuelve a los libros de su amigo Édouard Louis, quien ha
insistido en caracterizar al deseo como una fuerza encarnada que a
veces empuja a actuar incluso a
pesar de la voluntad y contra la voluntad.
¿Esas
situaciones, en las que alguien es víctima de su propio involuntario
deseo, podría ponerse bajo el paraguas salvador de la coacción o el
dominio? La línea que traza Geoffroy es suficientemente clara como
para que se entienda cuál es el objeto de su pensamiento crítico:
no, no hay posibilidad de confundirse porque la violación “es un
proceso externo en el que un cuerpo se impone a otro cuerpo” (pág.
60) y aquí hablamos de un cuerpo que se rebela a la norma, que se
inclina hacia otro buscando su complicidad.
Y
sin embargo, el punto de vista de la “excepcionalidad sexual”
tiende a caracterizar toda escena de sexo gozoso (incluidas escenas
de sexo homosexual entre menores, completamente legales según la
legislación actual) como “escenas de abuso”, como si “la idea
de trauma estuviera hoy inscripta
en la idea de sexualidad de
manera casi independiente de la experiencia de quienes la viven”
(pág. 66).
Las
víctimas “naturales” y más inmediatas de una concepción
semejante son las personas homosexuales y transexuales, de quienes
podría pensarse que todo
su deseo y sus rebeliones identitarias provienen de experiencias
traumáticas de las cuales fueron víctimas, lo cual no sólo es un
absurdo, sino que es insultante.
En
una cartilla de UNICEF sobre el consentimiento en América latina (en
Argentina rige la edad mínima de 13 años) se lee: “La
edad mínima legal para el consentimiento sexual no debería ser
demasiado baja ni demasiado alta y debe contener disposiciones que
tomen en cuenta la diferencia de edad limitada entre las parejas
–tres años por ejemplo”. Según ese criterio, una relación
entre una persona de 13 años y once meses y una persona de 17 años
debería ser considerada abusiva.
Todas
las penas, los traumas y las hipótesis de destrucción que arrastra
consigo la sexualidad, tal y como es conceptualizada por el discurso
hegemónico (que, sin embargo, no tiene el menor interés en
involucrarse con las heridas que provoca el amor) reposan en el
carácter “excepcional” que se le otorga. La tendencia actual a
poner toda relación sexual a mayor o menor distancia de la violación
entendida como un centro significativo, sólo tiene como efecto la
aniquilación del deseo. Tal vez, propone Geoffroy, nos convendría
recuperar la hipótesis de Foucault: “liberarse del dispositivo
dramatúrgico de la sexualidad podría permitir la multiplicación
de las posibilidades de placer”.
En
todo caso, no habría por qué abandonar la discusión sobre
políticas de la sexualidad a los juristas.
Recuadro:
Sobre un amor vulnerable
por Geoffroy de Lagasnerie
El último capítulo de Mi cuerpo,
este deseo, esta ley se cierra con un relato autobiográfico que
pone en perspectiva el problema (jurídico, filosófico) del
consentimiento.
Si bien hoy se multiplican las tomas de la palabra sobre el dominio, la diferencia de edad y de estatus en las relaciones, el abuso, etc., querría terminar contando lo que pasó durante el nacimiento de la relación que me une a Didier Eribon desde hace más de veinte años: cuando lo conocí, yo era muy joven, la diferencia de edad era grande –sigue siéndolo, porque esas cosas no cambian con el tiempo– y es indudable que el deseo que sentía por él, el deseo de acostarme con él y tener una relación, se enraizaba también en el hecho de que Didier fuera lo que era: su estatus, el descubrimiento por su conducto de la vida cultural e intelectual, su renombre, la fascinación que ejercía sobre mí la figura del autor que publica. Su belleza y su atracción sexual estaban ligadas, como dice Deleuze, a todo el mundo que él llevaba en sí y se desplegaba por su intermedio. Cuando mi madre descubrió esa relación estalló una crisis violenta, con gritos e insultos (hoy, por fortuna, las cosas se han calmado por completo), y, de haber tenido yo dos años menos, de haber sido menor, ella, con toda seguridad, habría presentado una denuncia. Lo que mi madre percibía en ese momento como un dominio, yo lo viví como un contrapoder liberador enfrentado a la familia, la escuela, la universidad –todos esos marcos que ejercen también su dominio sin que jamás se los ponga en tela de juicio–, y creo que, gracias a la relación con Didier, tuve la suerte de tener una vida mucho más libre de la que hubiera tenido de no conocerlo.
Didier y yo seguimos enamorados y en pareja. Pero las cosas podrían haber sucedido de otra manera. La vida podría haber sido diferente. Didier habría podido perfectamente dejarme, desenamorarse o conocer a otro muchacho. Y tal vez yo hubiera podido entonces, algunos años después, a causa de ciertos marcos contemporáneos, reconfigurar mi experiencia, reescribir mi alma y denunciarlo con el argumento de que ahora me daba cuenta de que él había utilizado su prestigio y su poder para seducirme y abusar de mí. Hubiera podido publicar un tuit que dijese: hoy me doy cuenta de que fui abusado. O incluso: hoy me doy cuenta de que me violó. Y lo peor es que, probablemente, me habrían creído, que algunos otros hubieran podido escribirme “te creo”, a tal punto que yo mismo hubiese terminado por creerlo y que, entonces, Didier hubiera sido criticado en las redes sociales e incluso públicamente denunciado, que acaso habría debido mudarse y hubiesen dejado de publicarlo o de invitarlo a los Estados Unidos. Quizás hubiera habido manifestaciones delante de su casa y carteles pegados en las paredes para denunciarlo.
Esta simple eventualidad muestra el carácter problemático de algunas formas contemporáneas de toma de la palabra sobre la sexualidad, que tienden cada vez más a someterse a operaciones subjetivas y retrospectivas de interpretación, de reconstrucción a posteriori de la vivencia.
En el transcurso de nuestra vida todos podemos hacer cosas que luego lamentamos, cambiamos de opinión, de impresión, de preferencia. Una mujer me dijo un día, acerca de su exmarido: “cuando pienso que me acosté con ese tipo durante diez años me dan ganas de vomitar”. Surge un problema político cuando esa reconstrucción a posteriori tiende a promoverse, no como una interpretación a posteriori del pasado, sino como una expresión del momento pasado, en la que lo mentiroso sería la experiencia sentida entonces. Esta confusión sostiene una especie de psicologización de la agresión sexual, definida como relación con una escena, como una interpretación de uno mismo más que como negación patente de la voluntad.