sábado, 26 de enero de 2019

Poesía eres tú


Por Daniel Link para Perfil

Leo dos libros extraordinarios al mismo tiempo, Autorretrato en el estudio y Diarios del capitán Hipólito Parrilla y a partir de cierto punto los párrafos leídos en ambos libros entran en una harmonia austera o conexión áspera.
Lo que hace Giorgio está (¿cómo podría ser de otro modo?) a caballo entre la elegía y el himno. Se trata de su vida, de sus lecturas, de los modos de habitar los espacios en los que ha escrito. Lo que hace Rafael es un diario falso de una persecución (“Cuando retorne cubierto de la gloria y con la cabeza de Vicuña Porto en esta pica...”) que es, en el fondo, la persecución del amor y de la palabra.
Aunque el libro de Rafael se muestre (haga el gesto) de una novela basada en la forma “diario”, el ritmo que le imprime a cada período revela que se trata de un poema, la epopeya de la palabra perdida o imposible. Ningún rigor filológico lo mueve, sino más bien, el amor mismo que la filología dice y que, por eso mismo, le permite el anacronismo más evidente pero también el más secreto.
En el otro extremo, Giorgio recuerda un libro en particular que para él significó “una suerte de despedida de la poesía en nombre de una práctica poética que ya no abandonaría nunca más: la filosofía, la «música suprema»”.
Giorgio y Rafael entienden, creo, la poesía como gesto. El gesto, como expresión y como gag (“un perro de verdad que hace de perro”), suspende la relación significativa de las palabras con las cosas, y por eso, Giorgio sostiene que un filósofo que no se plantea un problema poético no es un filósofo. Es seguro que Rafael ha pensado: un actor que no se plantea un problema poético no es un actor.
En la dedicatoria de su libro, Rafael dice “Papá Noel me dejó este engendro para vos”.
Hay algo de impersonalidad en ese don que viene de otra parte y del cual él es sólo un presunto intermediario. El engendro es un gesto poético de vuelo altísimo. Y yo se lo agradezco.



sábado, 19 de enero de 2019

De la numerología

Por Daniel Link para Perfil

Hoy es 19 de enero del 19. La columna que, por azar, me correspondía escribir, debe tener 1.900 caracteres. Uno más nueve es diez, y 1 es el ordinal que le corresponde al mes de enero.
De todas las doctrinas presocráticas, la más hermosa es el pitagorismo.
Lo dijo Diógenes Laercio: “El principio de todas las cosas es la mónada o unidad; de esta mónada nace la dualidad indefinida que sirve de sustrato material a la mónada, que es su causa; de la mónada y la dualidad indefinida surgen los números; de los números, puntos; de los puntos, líneas; de las líneas, figuras planas; de las figuras planas, cuerpos sólidos; de los cuerpos sólidos, cuerpos sensibles, cuyos componentes son cuatro: fuego, agua, tierra y aire; estos cuatro elementos se intercambian y se transforman totalmente el uno en el otro, combinándose para producir un universo animado, inteligente, esférico”. Leibniz retomó el asunto monádico y propuso una Explication de l'Arithmétique Binaire.
Después vino Deleuze, para quien los números y el arte son geomorfismos (formantes del cosmos).
Si todas las cosas son, en última instancia, números, e incluso números binarios (1,0), esta fecha y esta columna se complotan para pronunciar una verdad que pocos (y tal vez, ni siquiera yo mismo, que soy sólo un instrumento de la música del cosmos) alcanzarán a comprender. Mi cuerpo, pensado como el efecto de un código binario, no se diferencia en nada de un avatar en un juego de consola.
Cualquier número decimal puede convertirse en binario mediante una serie de divisiones sucesivas (en internet hacen el trabajito por uno): 19 se dice, en binario, 100112.
Esta noche voy a dormir al aire libre, mirando las estrellas, cuya danza numérica me arrullará y me brindará las respuestas que le pida. No creo en el poder de los astros, sí en el del discurso. Trataré de registrar las secuencias, los ritmos, las entonaciones. Ése será mi año.


sábado, 12 de enero de 2019

Carta a los amigos de Roma

Por Daniel Link para Perfil



Alfonso Cuarón ha producido un pequeño milagro: hacernos creer que una película estéticamente anacrónica y deshilachada narrativamente es una obra maestra.

Roma tiene muchas virtudes, pero también muchos defectos y cada quien sabrá si las primeras superan a los últimos o viceversa.

Entre los defectos, encuentro que su esteticismo memorialista es irremediable, que la repetición del desplazamiento de cámara lateral en dolly termina aburriendo, y que la reconstrucción de época, que al principio sorprende favorablemente, muy pronto se convierte en un mero exhibicionismo de la capacidad de producción (la escena del incendio forestal es lo más feo y falso de toda la película).

Entre las virtudes, hay que señalar la recuperación de Leo Dan en una de las canciones más exquisitas de su período mexicano, el uso magistral de la elipsis que nos ahorra prácticamente todos los diálogos que habrían hecho de Roma una película decididamente odiosa, y el travelling final en el mar, que cumple exactamente la función narrativa y poética que la película necesitaba para cerrarse.

Los paisajes de Roma se parecen mucho a los paisajes romanos de Fellini (especialmente los grandes descampados que se muestran en la Dolce Vita), pero toda la dinámica de la película de Cuarón es radicalmente diferente porque no está puesta en relación del presente sino de un pasado que sólo puede recuperarse por la vía de la reconstrucción arqueológica de la memoria. El fragmentarismo de La Dolce Vita (por ejemplo) era una hipótesis sobre su presente y sobre los círculos sociales. En Roma, parece querer decir sólo que el pasado es, en última instancia, no tanto lo que insiste en el presente, sino unas islas de recuerdos más o menos autónomas que sólo adquieren unidad respecto de la conciencia del que cuenta el cuento.

De modo que Roma es una experiencia privada que en muy pocos momentos alcanza a incluirnos más allá del “mirá vos” con el que reconocemos fragmentos comunes de pasado (por lo general canciones, o juegos infantiles). Cuando eso sucede, la película levanta vuelo (es el caso de la escena de los combatekas, muy perfecta y muy desconectada del resto).

Desde el principio hasta los últimos minutos, Roma no deja de recordarnos a La ciénaga, de Lucrecia Martel, en la que sin dudas está inspirada pero a la que no alcanza ni en sutileza psicológica, ni en agudeza crítica ni en equilibrio dramático. De hecho, tal vez el mayor mérito de Roma es que despierta en nosotres el deseo de volver a ver La ciénaga.

Innecesariamente larga, la película de Cuarón tiene el mérito de ser bastante amable con el espectador, que puede perderse en sus propias ensoñaciones.

SI no recuerdo mal, en la Colonia Roma se filmó Los olvidados de Luis Buñuel. Más allá de eso, le tengo cariño a ese barrio donde viven muchos amigos míos.


viernes, 11 de enero de 2019

Cuanto has querido, yo te supe dar...




miércoles, 9 de enero de 2019

Spock está en peligro...



con esos labios de churrasco, todos le quieren comer la boca:




sábado, 5 de enero de 2019

Intervención cortante

Por Daniel Link para Perfil



El año parecía haber ya terminado sin sorpresas. Y no fue así. En el momento en que estábamos haciendo el check in en el mismo hotelito retirado donde habríamos de despedir un año más de nuestras vidas, vimos que esperaba el uber quien había oficiado de madrina en nuestro casamiento. Partía rumbo a otra playa, donde se la esperaba para organizar la fiesta de año nuevo. Nos habló bien del lugar al que llegábamos y nos recomendó a uno de los huéspedes, un uruguayo joven, solo, llamado Alejandro.

Después de algunos intercambios anodinos, coincidimos en el jacuzzi, donde me contó algo íntimo: su punto G era el ombligo, cosa que comprobé allí mismo.

El asunto me conmovió profundamente porque me recordó El baile de las locas de Copi, en la que Pietro Gentiluomo entra en éxtasis cuando le meten el dedo y la mano en el ombligo. Una vez consigue que su partenaire le meta el brazo entero y toque su corazón por dentro. Le conté eso, y no llegué a decirle que esa novela es una de las más conmovedoras historias de amor que se hayan escrito jamás. “Yo no sé aún que voy a matarlo, él no sabe que yo puedo olvidarlo. Y, desde el momento en que he empezado a escribir ya lo he matado, el movimiento hipnótico de la Bic sobre mi libreta bloquea el recuerdo de su olor”.

Cuando le dije que Copi había escrito también una novela llamada El uruguayo, respondió lacónicamente: “En Uruguay nada pasa”.

Hasta ahí yo pensaba que Copi, como con el Papa argentino y con las mujeres vestidas de carne, había acertado de nuevo. Las unidades móviles del imaginario que Copi nos regala se actualizan cada tanto, acá y allá. Y cuanto más regular y homogéneo es el imaginario que nos envuelve como una película pegajosa y húmeda, tanto más perturbador es el efecto Copi. Alejandro no podía saberlo, pero era una actualización de un personaje de Copi, la realización del imaginario.

Mucho más perturbadora fue nuestra segunda conversación, cuando me mostró una foto suya, con un cuchillo apoyado sobre su ombligo, y me preguntó: “¿Encontraré mi carnicero?”.

Dejo de lado la fantasía trans de la cual la frase y la foto eran expresión, que volvían a confirmar lo mismo de antes, lo que yo había definido en La lógica de Copi como una intervención cortante. Nuestra madrina de bodas es nuevamente, testigo: el uruguayo no es sólo un personaje de libro de Copi, es personaje de un libro mío. El fin de año estaba, ahora sí, salvado.