viernes, 12 de noviembre de 2010

¿El secreto es el cuerpo?

por Ariel Schettini para Confesionario

¿Sólo hay secreto del cuerpo? Leo estas letras escritas en cuerpo Arial (cuerpo) y trato de pensar una confesión (es decir un secreto) que en mi caso es público. El cuerpo, el mío, debate público: ¿debería casarme o no? ¿Estoy obligado a casarme? ¿Para coincidir con la letra Arial y el cuerpo de mi secreto?
La confesión, entonces, no puede ser pública: necesita de un perverso que escuche. Quién podría entender el secreto de mi cuerpo sino un perverso que comprenda el via crucis de mi cuerpo, de todos los cuerpos y su secreto.

La confesión en la cabeza del confesado es su cuerpo, pero en la del confesor (cecilia y su cuerpo) ustedes, esta noche que hacen de un escucha moral es imposible. Sólo voy a decir en Arial y en su cuerpo una sola cosa esta noche. Mi cuerpo es imposible. O en una forma agramatical: mi cuerpo está enloquecida. Dije malas palabras (es decir contrarié la gramática y su uso) y tuve pensamientos impuros (tampoco eran mios; eran de los que me los metieron en el cuerpo en mi cabeza, en el pensamiento). Por ejemplo: Daniel.

Lo conocí del peor modo: Yo organizaba una revuelta en su contra (con otros delegados) y él me invitó a tomar un café. En la misma semana me di vuelta (actos impuros, contaminados) me enamoré de él y deshice la revuelta. Me enseñó griego, de ahí mi erudición sobre Jenofonte y la expedición de los diez mil, y Catulo.

Leímos juntos a Joyce, a Cristina Peri Rosi, a Dante, a Bioy. Era amigo de Bioy Casares. Más que amigo. Cada vez que comía con Bioy y su esposa volvía fascinado. Ayer comí con Adolfito. Hablamos de caballos, del campo, de Borges… Anoche Adolfito me felicitó por mi traducción de Catulo… De acuerdo con sus ideas, Adolfito lo amaba y el amor era recíproco. En su voz Adolfito celebraba sus logros, sus ideas, su modo peculiar de hablar (Adolfito, según él adoraba su modo viril de presentarse). Hablaban del horror de la gente que discrimina, hablaba con Adolfito y Silvina de la belleza de caminar por lo barrios de Buenos Aires. Comentaban lo hermoso que era, por ejemplo, un día pasear por el barrio de Pompeya…

Pocos meses después de conocerlo viajó a Francia a hacerse un chequeo con su médico. Volvió bastante flaco y demacrado.

Me enseñó griego (aún puedo conjugar cualquier verbo y declinar cualquier palabra de la lengua) y el juego de las lágrimas. Me enseñó la maravilla de vivir en un mundo sin ley ni estado ni las instituciones que regulan los vínculos: lo que se llamaba ser gay.

Era el año 1986. Rock Hudson. Terapias en Francia. No tuve que leer mucho, apenas una nota en la revista Gente (así de mundana era mi erudición) que explicaba: la peste rosa, y lo confronté.

¡Vos tenés la peste rosa Hijo de Puta!, le dije, en el tono indolente con el que un amante reprocha una infidelidad. Y le pedí explicaciones de sus viajes a Francia. A Daniel casi le da un ataque de la risa. Él era viejísimo, tenía 27 años, y yo 19.

Me dio explicaciones. Efectivamente tenía un cáncer en la sangre, que no tenía vínculo alguno con ninguna peste rosa. Pero era severo, crónico y tratable al mismo tiempo.

Lo obligué a abandonar a todos sus novios a todos sus vínculos y a tener una relación de exclusividad conmigo. La peste nos monogamizó. Pero, por suerte, estábamos salvados por nuestro amor. Él tenía una enfermedad crónica, y yo creo que lo amé un rato. Poco tiempo después lo abandoné por aburrimiento y porque un solo novio me parecía poquísimo. Él lentamente volvió a sus comidas semanales con Silvina y Adolfito, yo a mis otros amigos. En incontables llamadas telefónicas, comenzó a hacer el papel del amante despechado, que sentí profundamente antierótico, y lo dejé de ver. No terminé mi aprendizaje de griego, pero sí mi aprendizaje de loca. Él me había venido con la noticia de que ser gay era ser libre y, finalmente me liberé de él también.
En octubre de ese año me llamó un amigo en común para avisarme que había muerto. La enfermedad que lo acosaba (esa especie de diabetes) lo había dejado ciego y aún así salió de su casa para que un auto lo cruzara en la calle Cabildo y lo revoleara por el aire. Así nombro su cuerpo, en letra Arial hoy, su cuerpo ciego ante la muerte, volando por el aire, enfrentando la posibilidad de ser todo pasado en mi vida, su marca en la página apenas en blanco de mi cuerpo. Y que, como todos los cuerpos a cuyo secreto nos asomamos deja en nosotros una marca indeleble, una marca crónica: su secreto.

Once años después se murió Bioy Casares. Recuerdo que ese día, yo ya era mayor que Daniel. Ahora él era un niño y yo un hombre de más de treinta. Pensé en ambos con ternura distante, con la vaga memoria de un relato de cenas y reuniones mentadas entre sábanas, con el desprecio miedoso que dos hombres enamorados tienen por el resto del mundo. Hace poco, un amigo, Daniel Molina, me lo definió a Bioy completamente: La única persona de las letras argentinas que pudo ser malo, siniestro, misógino y no ser inteligente. Pero el Daniel anterior lo adoraba, lo reverenciaba, le profesaba un afecto inconmensurable , le prodigaba una devoción ilimitada…

Hace un tiempo tenía que hacer tiempo en la calle. Como estaba aburrido decidí entrar a una librería y comprar un libro cualquiera. Compré Descanso de caminantes
de Bioy Casares. El subtítulo es Diarios íntimos. Seguramente está, como se dice en inglés, boulderizado (es decir, recortado para que la lectura no manche la memoria pública), seguramente, el recato y el pudor le impidieron a él mismo decir cosas que sabía que tarde o temprano serías públicas. ¿Para que se tiene un diario sino para nombrar lo que es posible? ¿y para que se lo mantiene, sino para decirse a uno mismo: tengo un secreto en el cuerpo? Seguramente, por efecto de sus editores se borraron los pasajes que podrían dañar la memoria de sus allegados, parientes, amigos, hijos, novias, esposas, colegas, compañeros de equipo en el tenis o en el polo, secretarios obedientes, amantes sumisas.
Seguramente se moderaron palabras soeces, o dañinas, se limaron los epítetos ásperos, se dejó apenas en sus 500 páginas aquellas palabras que alimentan el mito o la verdad de lo que sabemos sobre Bioy y su cuerpo (sobre Bioy y su secreto): Dandy mujeriego, amante incólume, amigo de sus amigos, honesto y poco pretencioso, Millonario y culto, levemente frívolo para confirmar la hondura de su reflexión, narrador de tramas secretas, hombre abierto para el elogio, adorador de las masas consumidoras de cultura, gorila, empaquetado, nochalante y divertido.

Póstumamente, el libro lo confirma todo y, además, entre sus páginas de celebración de la imagen del escritor argentino, en la página número 449, escucho que el fantasma muerto de Bioy Casares me manda un mensaje.

Repentinamente veo en ese cúmulo de maledicencia y pavada cotidiana una carta que me manda desde la ultratumba Bioy Casares, a quien jamás en mi vida conocí, pero que me ve desde las páginas de un libro y me dice:

Hoy murió Daniel Bengoa, amigo de Silvina. Homosexual, bastante culto, muy amanerado, que pedía aclaraciones sobre afirmaciones como “Lindo día” (“¿A usted le parece?” –preguntaba- “¿por qué?”). Era joven. Eligió (muy bien) los textos para páginas de ABC elegidas por el autor (yo, por descreer de todo proyecto, no me daba el trabajo de elegirlas). En una ocasión viajó en taxi, con Jorge Cruz, a Pompeya (en la ciudad de Buenos Aires). “A medida que nos alejábamos del Barrio Norte”, explicaba, “la gente se volvía más chica y más fea”. Enfermo de Sida, murió atropellado por un automóvil. Silvina fue una de las personas que invitó al entierro en el aviso publicado en La Nación. El pobre Bengoa fue la primera persona enferma de SIDA que he conocido; quiero decir, conocido mío, de cuya enfermedad tuve noticia."

Trato de salir de mi espanto y casi no puedo pensar, casi no puedo seguir las letras que se me desdibujan en la página, no puedo volver a leer ese nombre y el modo despectivo, distanciado, con el que es adjetivado. Vuelvo a leerlo ahora por segunda vez y me da tristeza pensar que el afecto de Daniel no era correspondido y se lo consideraba con la misma ligereza con la que se escucha hablar a cualquier loca. Todo lo que diga o no diga, haga o no haga, no importa: es inconsistente porque es llevado y pronunciado desde el inconsistente cuerpo de una loca. Eso era Daniel: una loca. Sus tonos y sus inflexiones amaneradas llegaban antes que cualquier traducción de Jenofonte. Y la repugnancia que generaba su voz (engolada, femenina y temerosa de su secreto) era anterior a cualquier sentido de sus palabras.
Pero lo que él nunca supo (¿o sí lo supo?) es que era más que una loca: una loca perdida. Ni siquiera las personas que amaba (Bioy, yo mismo) lo soportamos finalmente. Y entonces, ciego y perdido se enfrenta una tarde divina de octubre de 1987 a la Avenida Cabildo para que su cuerpo de un salto final en el aire. Ahora, enceguecido por la enfermedad, enmudecido por la sociedad y enloquecida por el secreto, finalmente, Daniel puede hablar. En una lengua indeleble y muerta, como el griego, nos dice a Bioy que es la primera persona que el conoció con Sida y, a mí, que es el primero en una larguísima lista que se escribió en los años de hospitales, cementerios, de gritos desesperados de las que se aferraban a la vida, de marcas indelebles en el cuerpo, de secretos y de confesiones, de agonías y de resucitaciones, de positivos y negativos, de análisis y de teorías, que vuelven la estupidez de una loca perdida y sus preguntas banales un problema metafísico:
Efectivamente, a veces recuerdo el episodio y, como la loca que me enseñó aquellas cosas cuando alguien dice “lindo día”, le respondería como quien reza una cantidad de avemarías y otra cantidad de padrenuestros, como quien salda la culpa de un salto al vacío, yo mismo, enceguecido o deslumbrado ante la luz del día: “¿A usted le parece??? ¿Por qué?”


4 comentarios:

Anónimo dijo...

Genial.

Anónimo dijo...

genial.Ariel divino.

cecisz dijo...

muy genial1

Mizelmar dijo...

hermoso