viernes, 22 de abril de 2005

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Arlt

por César Aira

El expresionismo funciona por la participación del autor en su materia, la intromisión del autor en el mundo, gesto que no puede suceder sin una cierta violencia. La distinción clásica entre impresionismo y expresionismo dice que en el primero es el mundo el que viene al artista, en forma de percepciones; en el segundo, el artista da un paso adelante, se coloca a sí mismo dentro de la materia con la que hará su obra. No es que en el impresionismo el mundo tome la iniciativa, ni que el artista expresionista sea más activo; todo artista, sea cual sea la modalidad que adopta, forma parte de una actividad englobante, de la acción perpetua que es el arte. Se trata de dos métodos, que en última instancia se equivalen como se equivalen en la teoría sicológica proyección e introyección. Salvo que la proyección expresionista sucede en el campo simbólico, mediante palabras, y la introyección impresionista en el campo imaginario. Por eso o por otro motivo, el expresionismo es desdichado, el impresionismo feliz. Me remito a una cita de Goethe que lo pone en claro: "Los alemanes son gente extraña. Con su pensamiento profundo, con ideas que están buscando constantemente y en todo introducen, se hacen la vida demasiado dura. ¡Ea! Tened el valor de dejaros llevar por vuestras impresiones... y no penséis siempre que será vano todo lo que no sea una idea, algún pensamiento abstracto". Aquí están agrupados, por un lado: Impresionismo, introyección, imaginario y felicidad, y enfrente Expresionismo, proyección, simbólico y desdicha ("la vida dura", o mejor "la vida puerca").
El expresionista entonces, torturado y pensativo como un alemán, da un paso adelante, salta al mundo, montado en las palabras. Lo hace sin salir de sí mismo, pues la eficacia del método está en bloque, sin reservar nada atrás. Una vez realizado el salto, el artista se ve en medio de la materia que en términos más prudentes debería haber tratado de ver a distancia, al mínimo de distancia necesario para poder representarla. La ve demasiado cerca, sin perspectiva, la ve a su alrededor, o mejor dicho ya no la ve, sino que la toca, en una situación verdaderamente prenatal, se revuelve en ella... El mundo ha perdido su naturaleza cristalina, se hace gomoso, opaco, de barro. Un mundo de contacto. Y se deforma para hacerle jugar a él, al intruso, se estira, se aplasta, en anamorfosis terroríficas. Obstinado en la inadecuación, el artista se aferra a pesar de todo a los patrones visuales de la representación (no existen otros), y su obra se llena de monstruos. Encuentra lamentable esta situación (y no le faltan motivos), encuentra horrible el mundo, pero aún así persiste. Le bastaría dar un paso atrás, recuperar la perspectiva, volver a enfocar... ¿No es absurdo, tratar de ver lo que está tocando el ojo? Lo es, y el absurdo lo contamina todo y empeora lo que ya era horrible. El paso atrás, la huida, sería tan fácil... Pero no lo hace. Y ya no por obstinación en el error; ha habido una trasmutación, ha operado una química, y ahora la inadecuación es método. Retroceder equivaldría a renunciar a su arte, porque sería salir del presente y entrar al tiempo, que es una perspectiva, una distancia. El artista, virtuoso en renunciamiento, nunca renuncia a su presente. Abandona todo lo demás, pero no eso.
No es una cuestión existencial, o afectiva, aunque lo parezca. Originalmente es una cuestión formal. En el comienzo de toda esta peripecia hay un proyecto artístico, y no hay otra cosa. A la representación cotidiana y utilitaria, que se enciende y apaga según la necesitemos, la reemplaza otra, deliberada, coherente, continua y difícil. La dificultad de vivir, identificada con la desdicha, se ha trasmutado en la felicidad de un arte refinado, en un virtuosismo alquímico que vuelve triunfos estéticos el tropiezo, la fealdad, la miseria.
El artista está proyectado en el mundo, coloreándolo, deformándolo por su mera presencia, actuando como un reactivo químico sobre las formas. Y las formas son importantes, porque constituyen la sustancia de los signos. Sin ellas no habría arte y el mal del mundo no tendría cura. Cito a Ponge:
"¿Creéis que las formas (de los menores objetos, esas formas que los limitan y los separan, sus contornos) no tienen importancia? ¡Vamos! ¡Fuera bromas! Tienen la mayor importancia". Es cierto que podemos embrollarlas a gusto... Vaya si podemos. Podemos deformarlas por nuestra mera presencia, nuestra mera inserción en el paisaje, la mera inserción de nuestra temperatura (cf. Temperamento) en su proximidad...
Es quitándonos de ahí, enfriando la atmósfera con nuestro alejamiento, nuestro retiro (en la medida de lo posible) como podemos devolverle a cada objeto su cohesión vital (funcionamiento). Como si nuestra presencia, nuestra cercanía, nuestra mera mirada, ablandase los mecanismos de los relojes de manera que no puedan sonar. Sería necesario que nos quitáramos de ahí para que los mecanismos se enfriaran, y el funcionamiento se restableciera, para que el tic-tac y las campanadas de las horas se hicieran oír de nuevo..."
Habrán reconocido el principio de Heisenberg, según el cual el observador, o la observación misma, modifica las condiciones objetivas del hecho. Más aún: disuelve la posibilidad de que el hecho tenga condiciones objetivas, lo vuelve observación, transformación, singularidad absoluta. El arte no debió esperar al descubrimiento de las partículas subatómicas para ver actuar el principio de Heisenberg, porque era la condición original de su funcionamiento, como lo es del funcionamiento del lenguaje: las palabras son delegados nuestros en el mundo, en la naturaleza, y allí se ocupan de cambiar los contornos de las cosas, o de darles contorno. Más en general, podría decirse que el principio de Heisenberg es la condición primera del funcionamiento de la conciencia; pero no de la inimaginable conciencia en sí, sino hecha de lenguaje.
La literatura es la épica de este trastorno. La literatura es esta escotomización, este reblandecimiento daliniano de los relojes, este expresionismo.

* Fragmento de Aira, César. "Arlt", Paradoxa 7
(Rosario: Beatriz Viterbo editora, 1993).
Tomado de Monstruos.

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