lunes, 17 de mayo de 2010

Lo abierto

Dos libros de despareja factura vienen, sin embargo, a complementarse para formar una imagen de “lo argentino” (y su literatura) infinitamente más agradable que las chillonerías enfáticas de la voz metropolitana (es decir porteña) y de su contracara, una cierta “literatura internacional” perpetrada por escribanos con el léxico neutro y las matrices de sentido que tan bien aceptan (y tanto reclaman) los consumidores europeos y sus agentes catalanes.
Son libros en los que, rara felicidad, se recupera una experiencia de cosmopolitismo que nada debe a las falsas mieles de la globalización, sino más bien a un desgarro en las cárceles de las identidades nacionalitarias. Libros, si se quiere, anacrónicos e inoperantes y que por eso dan a nuestro tiempo (que necesita de una ética de lo anacrónico y la inoperancia, de la inactualidad y la desobra) una esperanza que, por todas partes, nos falta.
El primero es Blues de Edgardo Cozarinsky (Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2010, ISBN 978-987-1556-26-7, 140 págs.).
En octubre del año pasado, Cozarinsky nos había regalado
Lejos de donde (Buenos Aires, Tusquets, 2009, ISBN 978-987-1544-45-5, 176 págs.), una novela perfecta como un sueño inducido por la felicidad que se integraba a la serie de los “falsos pasaportes” que el autor atesora y cultiva. A comienzos de este año, Cozarinsky estrenó en el BAFICI el delicadísimo experimento Apuntes para una biografía imaginaria que, con la excusa de un reordenamiento de los archivos del cineasta traza, en efecto, unos apuntes (mucho más teóricos de lo que Cozarinsky estaría dispuesto a admitir) sobre el estatuto y el alcance de las imágenes que nos constituyen. Ahora, Blues viene acompañado de Galaxia Kafka, una antología de relatos en que no se sabe bien si Kafka es su pretexto o su secreta condena. En todo caso, son cuatro títulos que, en pocos meses, ponen a Cozarinsky en el lugar que siempre tuvo entre nosotros, el de una presencia imprescindible que siempre modifica la manera en que pensamos nuestra relación con el mundo.
Blues
se abre con un texto sobre la guerra de Malvinas en el que brilla en las primeras líneas una anécdota que tiene a la madre de Cozarinsky como protagonista. En una conversación telefónica (a través del Océano), el autor se entera de que su madre está organizando con sus amigas una rifa a beneficio de los soldados que se llevaría a cabo en el “Queen Bess de la avenida Santa Fe. Cuando me atreví a señalarle que me parecía un poco ridículo que montaran el evento en ese lugar, pensó que me refería a su reducida capacidad y me explicó que habían intentado contratar el Saint James o el King George, pero que estos ofrecían condiciones menos favorables...” (pág. 7-8).
Con la delicadeza que lo caracteriza, Cozarinsky evoca a su madre muerta no para imponernos una pena sino una complicidad que sobrevive a la ausencia (“Los contratos firmados con los muertos nos obligan para toda la vida”, pág. 49). La anécdota y la pincelada (una vez más, el “apunte”) son las matrices de composición de Blues, que recupera textos sobre lugares, amigos, situaciones en los que la insinuación (el sentido apenas insinuado, como si se tratara de algo que conviene no mostrar del todo) reclama una cierta complicidad por parte del lector, involucrado de manera sistemática en el texto mediante el sencillo recurso de los puntos suspensivos [(puntos suspensivos) se llamaba, precisamente, la primera película (1971) de Cozarinsky, de la cual sobreviven algunos tijeretazos en Apuntes para una biografía imaginaria], cuya importancia en Blues no puede ser subestimada porque son lo que precisamente señalan la singularidad de aquello que se dice: no sólo el sentido suspendido [en algún periódico alemán u holandés, suele contar Cozarinsky, en su momento, una errata quiso que la película pasara a llamarse (putos suspensivos): ...
Un como pudor o como amabilidad (de Cozarinsky podría decirse lo que él mismo dice de Pezzoni en
Blues: “Quisiera señalar algo que de tan modesto corre el riesgo de quedar tácito: su profunda, invulnerable bondad”, pág. 119) que involucran al lector en el texto y en las circunvalaciones de unos razonamientos sobre los que se nos pide que sostengamos idéntica cuota de identificación y de distancia.
Volvemos al comienzo: ni la identificación enfática del
self glorificado (un argentinismo que, no por bicentenario, merece que perdure) ni la identificación con los lugares previstos por la cultura industrial (global) cuyas maquinaciones arrastran a la literatura (internacional) a un balbuceo torpe que repite más de lo mismo desde una anomia que lejos de aparecer como la condición de posibilidad de una ética es la ruina de cualquier forma de imaginación.
La posición que surge de estos libros que me llegan al mismo tiempo es extravagante (vagan por un exterior que es el campo inmanente de lo abierto) y, como queda dicho, inactual. Con cierta melancolía se refiere a esos asuntos Cozarinsky en alguna semblanza:
“La política y los talk shows iban a exhibir en décadas posteriores tal elenco de freaks que por contraste escritores y artistas parecen hoy relegados a una irremediable cotidianidad” (pág. 24-25), que parece replicada en el final de otra estampa: “Eran tiempos en que la literatura era tomada en serio...” (pág. 39, donde brillan otra vez los puntos suspensivos).
¿Qué será un libro de literatura argentina, en ese contexto? Cozarinsky se compara con Joseph Roth, “que se quería súbdito del Imperio Austro-Húngaro sin por ello dejar de reinvindicar su condición de judío, así como yo me siento sobre todo argentino...” (pág. 63): un argentino extravagante para quien el mundo es un campo de operaciones, sí, pero que no puede ni quiere desprenderse de esas briznas de historicidad a las que el propio pasado lo obligan y con las cuales sostiene una relación de
responsabilidad. ¿No fue siempre lo criollo esa mezcla entre autoctonía (la fuerza de la tierra) y poiesis (la autoconstrucción del self)?
Susan Sontag, Paul Bowles, esos amigos con los cuales Cozarinsky ha firmado un contrato del mismo alcance al que se deja leer en sus evocaciones más familiares, trazan el círculo mágico de una errancia y una im-pertenencia, es decir: una participación en las cosas del mundo, donde el equilibrio entre autoctonía y poiesis (tan difícil) y el juego entre identificación y distancia (tan inestable) son el punto de partida para una investigación no sé si metafísica, pero sin dudas ontológica. En un autor insospechado de toda predilección por la cháchara postestructuralista, hay una sentencia que es mucho más que un chiste: “Basta que asome el fantasma del positivismo lógico para elegir la metáfora, la ficción, la metafísica. Si la alternativa es Mario Bunge, el único refugio es Heidegger”. (pág. 110)

El otro libro que, si no me equivoco, participa (tal vez no con la misma felicidad) del mismo espíritu es
Grandeza boliviana de Bruno Morales/ Sergio DI Nucci (Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2010, ISBN 978-987-1673-03-2, 176 págs.). Después de Bolivia construcciones, era necesaria esta segunda novela para demostrar que aquella novela (y aquel escándalo) no eran sólo una ocurrencia del momento ni una “operación” sólo destinada a irritar a la hegemonía mediático-literaria.
Bolivia construcciones
, y ahora Grandeza boliviana, hieren de muerte todo el autoengaño de la “globalización”, los grandes premios, las adaptaciones cinematográficas... Lo que en Cozarinsky es asunción plena del cosmopolitismo, aquí es cosmobolitismo en su versión más hardcore. En un caso y en otro se trata de la intervención de la voz propia con voces extranjeras o, si se prefiere, de una caja de resonancia donde voces propias y ajenas alcanzan un estatuto de interrogación radical.
Debo decir, sin embargo, que no entendí del todo
Grandeza boliviana y que el texto no es de fácil lectura porque lo primero que uno sospecha es que debe estar plagado de citas y referencias destinadas a hacer pisar el palito a los espíritus nobles. Superado ese escollo meramente psicológico, el texto reúne un conjunto de apuntes antes más que menos deshilvanados a través de los cuales Morales entrega algo así como un relato cotidiano pero, sobre todo, un “modelo de conciencia boliviana”, si tal cosa fuera posible (que lo sea o no no es un dato menor en esta novela).
Lacónica,
Grandeza boliviana encuentra precisamente en lo menor (una comunidad y una lengua minorizadas dentro de una lengua mayor) sus razones de existencia y, en ese sentido, los fragmentos que el libro reúne son equivalentes a los que se dejan leer en Blues, aún cuando, en este caso, las líneas generales de articulación del relato se nos escapen o aparezcan debilitadas hasta el desasosiego.
En un caso o en otro, la literatura (argentina) se abre hacia lo abierto: se postula como aquello que, por definición, no puede coincidir consigo mismo salvo en abismo, salvo
en un abismo de indeterminación donde no se sabe ya bien quién habla, quién escribe y quién lee... (uso los puntos suspensivos cozarinskianos deliberadamente).
Ni
Blues ni Grandeza boliviana aspiran a definir un “ser” sino negativamente. El exilio y la extravagancia, con sus diferentes matices en los dos libros, plantean una errancia donde la única posible recuperación es indirecta y todo lo que creemos poseer se nos revela como una desposesión definitiva: “Ídolos, fariseos, SEPULCROS BLANQUEADOS”, se lee casi al final de una novela (pág. 169) que, sin duda alguna, postula el conjunto de figuritas según las cuales creemos percibir la voz del otro como una mera idolatría. Una teoría de las imágenes que es no tanto una iconología sino una iconoclasia.
Al devolverle a las imágenes y a los gestos lo que les es propio (su movimiento),
Blues y Grandeza boliviana, por diferentes vías, tematizan el mismo problema: la autocomplacencia en el presente, la autocomplacencia del presente (esa guerra que nos involucra...).



7 comentarios:

Anónimo dijo...

lo del "positivismo lógico" y lo de Bunge es una burrada...o yo no entendí el chiste. No sé q se quiere englobar en el "positivismo lógico", y qué lugar se cree que ocupa Bunge. Digo, pensar q es la única alternativa aesoquenoséquéserá parece una burrada. Ja la literatura argentina con estas tonteras. Q lindo. Menos mal q ya no leo. -Ah, y me encanta lo de la inoperosidad; a esto el "positivismo lógico" diría saludablemente q es una tremenda pelotudés para justificar cualquiercosa -lo cualunque, cierto jaj-
Salu2. Me encantan tus post sobre Lost.

ponele que Pedro.

Anónimo dijo...

Linkillo,comemierda como tanto argentinillo...

Anónimo dijo...

los consumidores europeos... Dicho con tanto desprecio, tan propio de los que se quieren hacer importantes desdeñando a los otros ¿que tanta envidia a los europeos, acaso porque no lo eres?
¿son inteligentes y tú menos que ellos? ó ¿tu patria no tiene ni la menor ni remota grandeza histórica? Linkillo?

Anónimo dijo...

daniel :cómo vas con tu salud?.

Anónimo dijo...

Ya era hora. Salud, Bruno Morales! Brindo por ambas novelas! El Robin Hood de la pluma!!!

Anónimo dijo...

Ya era hora. Salud, Bruno Morales! Brindo por ambas novelas! El Robin Hood de la pluma!!!

Don Munir M dijo...

"Cuantas veces la inconciencia
rompe con la vulgaridad
venceremos resistencias
para amarnos cada vez mas

Tuve muchas experiencias
y he llegado a la conclusion
que perdida la inocencia
en el Sur se pasa mejor...." (*)

(*) Pu(n)tos suspensores en el original y en la cuantía c&p.

Apenas una obs siguiendo al pequeño César: así como no se conoce más sino mejor, corra mismo razonamiento respecto al amar.