por Daniel Link para Perfil Cultura
Considerado en cualquiera de sus facetas, “el arte” ha llegado a ser algo que no necesariamente estaba destinado a ser: un consumo suntuoso, la esfera de “lo caro” por antonomasia. Y por lo tanto, lo difícil de guardar, de transportar, de cuidar (asegurar) y de curar (en el sentido administrativo que la figura tiene en el mundo curatorial, pero también en el sentido médico). “Buena muestra”, para una empresa de arte (galería o museo), es una que, más allá de las bondades que reúna, amortiza su costo.
Los comerciantes florentinos, venecianos y flamencos, en cuanto conseguían juntar unos pesitos, mandaban a hacer unos bonitos palacios según los artificios arquitectónicos más de moda y contrataban a los pintores más experimentales para que les decoraran las capillas a las que acudían las jovencitas y los obispos que sus familias producían en cantidades semejantes. Los príncipes, con su tendencia al derroche, ya venían haciéndolo desde antes.
Pero hoy, la burguesía tiende a prescindir del arte y solamente los Estados (y ni siquiera individualmente considerados) son capaces de ofrecer un mecenazgo semejante al de antaño. Por eso, los museos “co-producen” muestras y además salen en desbandada a conseguir los dineros que necesitan para cuidar y mostrar (curar) los preciosísimos objetos que constituyen su patrimonio. Y por eso, también, los artistas vivos aceptan (a los muertos se les imponen) las más duras condiciones de exhibición. Lo mismo da que se trate de museos públicos o privados.
Como, además, el arte se ha vuelto cada vez más inmaterial y, por lo tanto, intermitente (el público, aún el menos educado, lo sabe de algún modo), se podría trazar (por ejemplo, en la figura de Andy Warhol, alrededor de ella y por ella) el límite de lo rentable (en lo que se refiere, al menos, a muestras antológicas de un solo artista).
Hace unos años, la Gemälde Galerie de Berlín ofreció una muestra (Rembrandt) que bien podía entenderse como “Todo Rembrandt”. El efecto era, en efecto, curiosísimo, porque como cualquiera puede suponer, Rembrandt no pintaba sus cuadros para que estuvieran todos juntos en alguna parte, de modo que disponerlos en montonera violentaba de algún modo lo que cada cuadro podía decirle al mundo (creo que entonces, y por suerte, La ronda nocturna faltó al reencuentro de todos esos desconocidos).
Warhol es todo lo contrario. Por un lado, sería imposible imaginar ese conjunto totalitario (al mismo tiempo que un “Todo Warhol” vuelve a su museo de partida, otro está siendo despachado en algún aeropuerto, y los grandes museos del mundo siguen mostrando sus respectivos todos).
Pero, además, como la condición del sentido warholiano es el deslizamiento a lo largo de una serie, su obra resiste con hidalguía al cambalache, que es en general lo que hemos visto en Buenos Aires (la inadecuación entre el objeto de arte y el espacio que lo contiene).
En los últimos años, Buenos Aires albergó dos grandes muestras de Andy Warhol, uno de los más emblemáticos artistas norteamericanos de la segunda mitad del siglo XX y (junto con Alberti, el inventor de la perspectiva, y Duchamp, el erotómano promotor de la estereoscopía), probablemente una de las mentes más brillantes de toda la historia del arte. En junio de 2005, el Centro Cultural Borges inauguró una muestra antológica de su obra gráfica, películas y documentos. En su mayoría, el conjunto provenía de la Fundación Antonio Mazzota de Milano (con algunos préstamos de la Galería Sonnabend de Nueva York). Fue la muestra más visitada en toda la trayectoria del Centro Cultural Borges.
Cuatro años después, a finales de 2009, el Museo de Arte Latinoamericano repitió la performance con la muestra más concurrida desde su inauguración. “Mr. America”, esta vez, focalizaba su atención en la última obra del pálido maestro de la instantánea, mayoritariamente sacada del Museo Warhol de Pittsburg. La muestra venía de Bogotá y continuará su recorrido (seguramente triunfal) en San Pablo, entre el 27 de febrero y el 25 de abril.
Las dos colecciones mostraron algo sobre el arte de Warhol —poco que no fuera ya muy conocido, pero en todo caso siempre es conmovedor el reencuentro con los artistas que formaron nuestro gusto y nos enseñaron a pensar las complejas relaciones entre imágenes y sentido (a mí, pero también a Foucault, a Deleuze, y a tantos otros). Pero mejor no detenerse en eso, sino más bien en el “formato” de las muestras, tan parecidas y tan diferentes al mismo tiempo.
En cuanto a las diferencias (fundadas no tanto en criterios curatoriales, sino en la mera disponibilidad de las obras), la muestra del Centro Cultural Borges era más histórica (y por lo tanto, más rara): ponía a convivir los primeros ejercicios warholianos con sus últimos estertores. La del Malba prescindía de toda progresión y mostraba el Warhol más canónico. Los textos que acompañaban la primera eran penosos; los de la segunda, ayudaban a los menos informados.
La curación consiste, al menos (“como la decoración de interiores”, suele decir un curador del circuito alternativo de Buenos Aires) en la distribución de ciertas masas conceptuales (el arte) en determinados espacios (públicos o privados). En el Centro Cultural Borges, la historia de Warhol estaba dispuesta en un espacio tan reducido y con una iluminación tan caprichosa que se tenía la sensación de estar en el vientre de un arca de Noé donde las cosas habían sido amontonadas hasta que el tiempo (del arte) mejorara.
En el Malba las cosas eran bien distintas, pero la muestra estaba distribuida en dos espacios alejados (separados por un piso y todo el arte latinoamericano contemporáneo en el medio), lo que dilataba penosa, innecesariamente, los principios de articulación de la muestra.
Las dos muestras, que habían sido curadas para espacios cualesquiera y un público global (que es mucho más que decir transnacional) sólo podían adecuarse con incomodidad a los espacios que se les destinaban. ¿Podrían las cosas haber sido de otro modo? Seguramente, no.
Las muestras itinerantes de las que las dos de Warhol son apenas un ejemplo, constituyen la condición de posibilidad del exhibicionismo en nuestros tiempos: como los recitales de Madonna, las muestras de arte dan hoy la vuelta al mundo. Las más baratas (o las más rentables), llegan incluso a Buenos Aires.
Por eso, la presencia de Warhol en un museo latinoamericano no debería violentar nuestra conciencia (¿no estuvo Dalí en el Museo de Arte Decorativo?), y la distribución de las obras en el espacio (el “relato curatorial” que la serie parece proponer) se debilita como foco de nuestra atención.
En contra de lo que podría pensarse, el museo o galería que recibe obra carece de toda posibilidad de curarla (salvo en sentido administrativo). Se abandona, así, el sentido de mediación que, alguna vez, pareció organizar (siquiera imaginariamente) la práctica curatorial. Al mismo tiempo, como el curador nominal de la muestra (contratado en Milano, o en Pittsburg) ignora, por principio, los espacios y las audiencias en las que tendrá cabida su intervención (la conscripción de fondos para la que ha sido convocado), opera de forma tan abstracta en relación con el material que organiza y el público que lo verá, que es más bien poco lo que puede agregar al sentido común. Se hace lo que se puede, con lo que viene y como viene.
Las tres gracias
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Mientras preparo un taller sobre el paso (siguiendo algunos motivos) de los
cuentos tradicionales, desde las lejanas cortes europeas a los libros que
hay...
Hace 2 semanas.
1 comentario:
Y si, todavía nos falta bastante para tener un Tate Modern o un Kiasma, pá.
Pero mejor que el MAMBo estamos.
Con estas reflexiones constructivas podremos ir mejorando.
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