jueves, 11 de enero de 2007

San Sebastián

por Salvador Dalí

A F. García Lorca

Ironía

Heráclito, en un fragmento recogido por Temistio, nos dice que a la naturaleza le gusta esconderse. Albertino Savinio cree que este esconderse ella misma es un fenómeno de autopudor. Se trata -nos cuenta- de una razón ética, ya que este pudor nace de la relación de la naturaleza con el hombre. Y descubre en eso la razón primera que engendra la ironía.

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Enriquet, pescador de Cadaqués, me decía en su lenguaje esas mismas cosas, aquel día que, al mirar un cuadro mío que representaba el mar, observó: Es igual. Pero mejor en el cuadro, porque en él las olas se pueden contar.
También en esa preferencia podría empezar la ironía, si Enriquet fuera capaz de pasar de la física a la metafísica.
Ironía -lo hemos dicho- es desnudez; es el gimnasta que se esconde tras el dolor de San Sebastián. Y es también este dolor, porque se puede contar.

Paciencia

Hay una paciencia en el remar de Enriquet que es una sabia manera de inacción; pero existe también la paciencia que es una manera de pasión, la paciencia humilde en el madurar los cuadros de Vermeer de Delft, que es la misma paciencia que la del madurar los árboles frutales.
Hay otra manera aún: una manera entre la inacción y la pasión; entre el remar de Enriquet y el pintar de Van der Meer, que es una manera de elegancia. Me refiero a la paciencia en el esquisito agonizar de San Sebastián.

Descripción de la figura de San Sebastián

Me di cuenta de que estaba en Italia por el enlosado de mármol blanco y negro de la escalinata. La subí. Al final de ella estaba San Sebastián atado a un viejo tronco de cerezo. Sus pies reposaban sobre un capitel roto. Cuanto más observaba su figura, más curiosa me parecía. No obstante, tenía idea de conocerla toda mi vida y la aséptica luz de la mañana me revelaba sus más pequeños detalles con tal claridad y pureza, que era imposible mi turbación.
La cabeza del Santo estaba dividida en dos partes: una, formada por una materia parecida a la de las medusas y sostenida por un círculo finísimo de níquel; la otra la ocupaba un medio rostro que me recordaba a alguien muy conocido; de este círculo partía un soporte de escayola blanquísima que era como la columna dorsal de la figura. Las flechas llevaban todas anotadas su temperatura y una pequeña inscripción grabada en el acero que decía: Invitación al coágulo de sangre. En ciertas regiones del cuerpo, las venas aparecían en la superficie con su azul intenso de tormenta de Patinir, y describían curvas de una dolorosa voluptuosidad sobre el rosa coral de la piel.
Al llegar a los hombros del santo, quedaban impresionadas, como en una lámina sensible, las direcciones de la brisa.

Vientos alisios y contra-alisios

Al tocar sus rodillas, el aire escaso se paraba. La aureola del mártir era como de cristal de roca, y en su whisky endurecido, florecía una áspera y sangrienta estrella de mar.
Sobre la arena cubierta de conchas y mica, instrumentos exactos de una física desconocida proyectaban sus sombras explicativas, y ofrecían sus cristales y aluminios a la luz desinfectada. Unas letras dibujadas por Giorgio Morandi indicaban Aparatos destilados.

El extraordinario texto de Dalí sigue acá.
Fuente: Ian Gibson. Federico García Lorca (tomo I). Barcelona, Crítica, 1998, págs. 494 a 499. El original en catalán (publicado en 1927) se incluye como apéndice en págs. 612 a 617.

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