sábado, 28 de mayo de 2022

"Mejor la destrucción, el fuego"

 

 

Es lo peor que se ha visto en los escenarios latinoamericanos en los últimos veinte años. Lo más grave no es la afrenta a Shakespeare (que, sin embargo, es importante), sino al sistema de teatros públicos (del cual no se entiende por qué ha producido este desatino), a la audiencia (de la cual no se entiende por qué festeja el maltrato que recibe), a la imaginación política (de la cual la pieza ofrece sólamente una salida por la vía del fascismo). No tiene un solo rubro en el que no saque cero absoluto. Miento, en actuación, hay una sola persona (de entre 10) que actúa (se llama Malena Solda), así que ahí se lleva un 1. Es siniestra y penosa desde que empieza (usan micrófonos) hasta que termina y termina (lo que no es raro, teniendo en cuenta a la persona que encabeza la compañía) en un canto al fascismo: al final piden que el público clame "Viva el Rey" (?). 

Quienes dicen los parlamentos no se saben la letra, se confunden los pronombres (las mujeres hacen de hombres y los hombres de mujeres), la escenografíal el vestuario y la puesta son penosas, el uso de videos y demás artilugios tecnológicos no tiene el menor sentido. La adaptación del texto es penosa, estúpida, reaccionaria. 

Lo más triste, lo que más vergüenza da, es que a la obra le falta el brillo una estrella. La Sra. Casan nunca lo fue y no lo es:  es apenas una persona opaca (cuando no sombría) que sólo puede decir "Soy la One" como para que alguien la siga en su delirio. Lo único que podemos agradecerle es que haya sabido parir a una verdadera estrella, Sofía Gala.



Kafka y sus sucesores

Por Daniel Link para Perfil

“Es una situación kafkiana”, me dice un amigo. No sé si se refiere a alguna de las costumbres de Franz, como hacer gimnasia desnudo frente a la ventana abierta, marchar junto con sus amigos anarquistas en defensa de Dreyfus, quejarse sin pausa de los males del mundo, asistir fascinado a sesiones de teatro judío o cancelar los compromisos matrimoniales contraídos pocos meses antes. No, se trata de lo kafkiano asociado a una burocracia infinita.

El asunto es así: en algún momento la empresa de gas Naturgy cortó el gas de un edificio para hacer una reparación. Luego, habilitó el gas nuevamente en todas las unidades, salvo una que estaba vacía (la estaban pintando para poder alquilarla). Dejaron el medidor precintado por precaución y sólo “personal autorizado” puede desbloquearlo. Pero Naturgy no atiende los teléfonos. Y cuando los atiende no puede solucionar el reclamo porque no puede garantizar cuándo alguien podría ir a resolver el problema que la compañía creó. ¿Cuál es la solución? Reemplazar todos los artefactos que funcionan a gas (cocina, calefón, estufas) por sus equivalentes eléctricos. ¿No es un disparate?

En lo que reconocemos como “kafkiano” suele haber una grisura constitutiva, una indiferencia a toda otra cosa que no sea el procedimiento, sobre cuya utilidad nadie sabe nada, pero hay que seguirlo. La burocracia es ciega, pero para nada hostil.

Hoy, en cambio, la burocracia se ha asociado con las inteligencias artificiales. Esa quimera se ha vuelto, curiosamente, mucho más violenta que su antecedente, porque las operadoras ahora consideran que no tienen ninguna obligación de atender los padecimientos de otras personas (que podrían ser ellas mismas) y eligen el maltrato como respuesta de servicio.

No es raro que Kafka haya escrito: “Correr hacia la ventana y, a través de los vidrios rotos y la madera astillada, exhausto con el esfuerzo, saltar sobre el alfeizar”

sábado, 21 de mayo de 2022

Hay cadáveres

Por Daniel Link para Perfil

El hedor de la podredumbre saltaba de una plataforma a otra. Tuvimos que dejar de ver la serie que seguimos en HBO Max porque en DirectTV Go estaban los cadáveres: la noche de los Martín Fierro. Por fortuna entramos tarde así que pudimos ver las primeras horas en fast forward.

Todo era penoso: la iluminación, la estupidez, los auspicios de las ternas, la polución auditiva (mezcla de textos mal leídos por un conductor impune, una música de fondo implacable y el griterío de drogados y borrachos que parecía imponerse a todo, salvo a la autoridad de la Sra. Legrand, que llamó a silencio).

En algún momento el conductor llamó al escenario a un premiado y, como no acudía, preguntó: “¿Hay alguien cerca de los baños?”. Otros, que estaban a tiro de escenario, expusieron la dureza escandalosa de sus mandíbulas a un escrutinio innecesario y que perdurará para siempre en los archivos.

Las categorías eran ininteligibles, más que nunca, sobre todo porque la televisión ya no existe como tal y lo poco que de ella queda se arrastra con lentitud de muerta en vida hacia el tiro del final (¡que llegue, que llegue ya!). Puros noticieros (lo más digno) y programas de interés general divididos en micro rubros para aumentar la distribución de naderías (la categoría es... ¡“jurados”!, ¡¡¡“Big Show”!!!).

APTRA es una asociación caduca que ya no entiende la televisión (la crítica televisiva no es otra cosa que recomendaciones pagas de lo que programan las plataformas). Si ya se equivocaron con los canales de cable, que produjeron en su momento más televisión que las canaletas de aire, ¿qué esperar de quienes a la hora de premiar ignoran la producción de Netflix (El marginal, El reino), de Prime (Porno y helado) o de HBO Max (Días de gallos)? Entre tanto muerto pasado de merca y muertos robados a otras artes (Juan Forn, Pino Solanas), sólo dos estrellas: Juanita y Sofía Gala. Lo demás, lastimaba: ¿eso somos?

 

viernes, 20 de mayo de 2022

El Mal Francés

En Escritos sobre el psicoanálisis, recientemente distribuido por el cuenco de plata, Didier Eribon nos invita a pensar fuera y en contra del marco heterosexista del psicoanálisis lacaniano. Más allá de ese objetivo, su libro es muy rico en observaciones para pensar una política cuir.

Por Daniel Link para Soy

Los libros de Didier Eribon Reflexiones sobre la cuestión gay, Una moral de lo minoritario, Regreso a Reims, La sociedad como veredicto: clases, identidades, trayectorias y Teorías de la Literatura: sistemas del género y veredictos sexuales (que fue ya objeto de la atención de este suplemento) lo confirmaron como un pensador al mismo tiempo afilado y delicadísimo sobre los asuntos que sus títulos despliegan: las identidades de género y los comportamientos sexuales que se reconocen como disidentes. En Escritos sobre el psicoanálisis (el cuenco de plata) continúa y radicaliza sus apuestas previas en Escapar del psicoanálisis (2005).

Un debate parisino A partir de Mayo del 68, escribe Eribon, Barthes, Deleuze y Foucault (por citar sólo tres ejemplos) se ponen bajo el signo de la resistencia al psicoanálisis, cuando no en una directa confrontación, como es el caso de Deleuze y su socio Guattari, con quien escribe El Anti-Edipo y Mil mesetas, dos armas de destrucción masiva que acaban para siempre con el edificio freudiano y su inventor, al que llaman Coronel Freud.

Ese acontecimiento permitió la aparición de colectivos que desestabilizan el orden patriarcal para siempre. El 68 habilitó la toma de la palabra por parte de los movimientos minoritarios y, en particular, sostiene Eribon, el movimiento homosexual. Dado que, como sostuvo Deleuze en su momento, el psicoanálisis odia el deseo, los “dispositivos colectivos de enunciación” que surgieron por entonces llevó a Barthes, a Deleuze-Guattari y a Foucault a una puesta en entredicho radical del psicoanálisis, de todos sus conceptos y de la teoría del inconsciente, así como de la práctica analítica. “Para decirlo con toda crudeza (ustedes me perdonarán): el movimiento homosexual no solo desafiaba al psicoanálisis, sino que lo tornaba imposible” (126), escribe Eribon.

Nada de eso es demasiado novedoso. La tarea de demolición contra el freudismo estaba ya completamente terminada y lo que Eribon viene a agregar es un rechazo revulsivo al psicoanálisis lacaniano, al que considera sostenedor de una fantasía de exterminio que, justo es decirlo, tal vez merezca algún matiz (pero reivindicamos el gesto de ménade enajenada de Didier, porque hay verdad en los gestos).

Las largas citas que hay en Escritos sobre el psicoanálisis para probar el desprecio de la homosexualidad por parte de Lacan, por lo general están articuladas en relación con “la función del Edipo”. Por eso habría que recordar que el mismísimo Deleuze (insospechable de complicidad psi alguna) dijo en su momento que “toda la fuerza de Lacan es haber hecho pasar al psicoanálisis del aparato edipico a la máquina paranoica” (clase del 12/02/1973). En cuanto a las críticas y correcciones de Lacan a Freud, son tantas y tan sutiles que no habría espacio para resumirlas.

No es, pues, tanto Lacan el que quiere corregir a los homosexuales, sino que es la freudiana función del Edipo la que merece todas las críticas que, en efecto, Lacan le formula (y por eso piensa la práctica analítica en otra dirección: “la peste lacaniana”). En la famosa entrevista de la revista Panorama, Lacan subraya que El análisis empuja al sujeto hacia lo imposible, le sugiere considerar el mundo como es verdaderamente, es decir imaginario, sin significación. Mientras que lo real, como un pájaro voraz, no hace más que nutrirse de cosas sensatas, de acciones que tienen un sentido” y censura una práctica inclinada a “la readaptación del individuo a su entorno social”.

Yo creo que todas las bestialidades que en Francia se dijeron últimamente en contra de los feminismos, la homosexualidad y la transexualidad no tienen, en el fondo, base psicoanalítica sino más bien católica: el catolicismo francés es de una solidez y de una capacidad de exterminio como no lo tiene en ninguna otra parte. Pero admitamos que, a lo mejor, Lacan es un impostor y un reaccionario.

Un debate norteamericano Más interesante para pensar y para actuar políticamente es la afirmación polémica de Eribon, cuando acusa a sus compañeras de ruta, Judith Butler, Eve Kosofsky Sedgwick y Leo Bersani de haber intentado reconciliar a Foucault (el Bien) y el psicoanálisis (el Mal) cuando en verdad hubiera sido “sin duda más simple, eficaz y productivo –en lo político y lo teórico– recusar lisa y llanamente su pertinencia” (pág. 101) para pensar lo cuir, lo trans, lo gay, lo no binario, en fin: todo aquello que se aparta de lo heterosexual tal y como el psicoanálisis lo había erigido en modelo de lo deseable para el deseo.

Judith Butler, escribe Eribon, no puede decidirse a recusar las categorías del psicoanálisis por completo, “debido a que no pone en tela de juicio la evidencia con la cual esas categorías circulan en el campo universitario e intelectual americano en el que ella está inscripta y donde escribe” (pág. 101).

Los intentos butlerianos de reconciliación de una teoría maniquea, binarista y que “odia el deseo” (Deleuze) y el pensamiento ético de Foucault “equivalen, a mi juicio, a desactivar la fuerza radical del pensamiento de Foucault al querer encontrar un compromiso entre lo que él procura hacer –elaborar otro pensamiento de la subjetividad y la relacionalidad– y lo que procura deshacer: la concepción psicoanalítica del deseo y del sujeto de deseo” (pág. 106).

Así, sin quererlo tal vez, Eribon interroga algunas palabras que hemos incorporado inocentemente a nuestro vocabulario. “Invisibilización”, teniendo en cuenta esas complicidades con el psicoanálisis (aún en sus versiones más silvestres), equivaldría e “represión” y nuestra querida “autopercepción” no sería sino el “Yo” tal y como nos lo revela el registro (psicoanalítico) de lo Imaginario.

Si tuviéramos que recusar enteramente el vocabulario psicoanalítico, habría que desprenderse de ciertas palabras claves (o situarlas, como quiere Eribon, en un contexto sartreano). La “autopercepción como víctima”, por ejemplo, debe entenderse en relación con una dialéctica que inmediatamente percibe a alguien como “victimario”. De modo que la “autopercepción” no sería meramente un asunto de soberanía sino también, y sobre todo, de veredicto sobre los demás (y Eribon nos ha regalado en libros previos una teoría preciosa sobre los veredictos sociales).

De modo que Escritos sobre el psicoanálisis, a pesar de sus excesos (o precisamente por ellos) nos permite, más allá de debates escolásticos, pensar en las palabras que usamos para definir nuestro mundo y en lo que queremos ser.

 

sábado, 14 de mayo de 2022

Disparates genéricos

por Daniel Link para Perfil

En su clase magistral "Estado,Poder y Sociedad: la insatisfacción democrática", la vicepresidente nos dio algunas pistas para comprender el descalabro argentino y, naturalmente, nuestra insatisfacción ciudadana. Dejemos de lado los errores históricos de esa clase (que ignoró olímpicamente el parlamentarismo británico, cuyo origen se remonta a 1215 y que adquiere su forma más o menos definitiva en 1640) o los errores teóricos (el capitalismo no es sólo un régimen de producción de bienes y servicios sino, primariamente, un régimen de acumulación). Dejemos también de lado las disquisiciones jurídicas (que Roberto Gargarella ha contestado con precisión y elegancia en el diario La Nación) y, finalmente, los asuntos económicos (tan obvios como obtusos).

Me detengo en los asuntos lingüísticos, sobre los que tengo una formación y una inclinación precoz, y en la vía heideggeriana de la etimologías en la que pretendió incursionar la Sra. Fernández: “Debate. Pelea es nombre femenino. ¿Debate qué es? Masculino, el debate, la pelea. No creo en las casualidades para nada y menos con cierta gente y cierta prensa mucho menos. ¿Qué dice debate? Atiendan. Debate: nombre masculino”. El asunto sigue sin ton ni son hasta llegar a la toma de decisiones de base hormonal o neuronal, en una confusión irreparable entre género gramatical y género identitario (y sus predicados asociados). La Sra. Fernández borra 25 siglos de reflexión lingüística y ni el Cratilo de Platón queda en pie: ya no hay convenciones lingüísticas y los nombres de las cosas son el resultado de un complot. Que el debate sea un nombre masculino y la pelea un nombre femenino, se nos dice, no es casual.

El problema es que eso lo dice la misma persona que se reconoce como vicepresidenta y se recuerda como presidenta, rechazando la convención que permite sostener un nombre no marcado genéricamente: presidente, estudiante (¿o la Sra. Fernández se recordará como “estudianta”?), docente. He ahí la “e” en todo su esplendor gramatical y su corrección normativa, que hoy las disparatadas corrientes de revisionismo lingüístico pretenden imponer sin reflexión ni cautela (dicen que en la ciudad de La Plata extienden título de “Profesore”: ¿alguien reparó en que su diminutivo sería profesorete?).

Defiendo la conciencia crítica sobre el lenguaje (he diseñado un diccionario donde “sexista” es uno de los marcadores) y abogo por los usos inclusivos de la lengua. Pero cuando todo el sistema de nombres se desbarata por vocación retórica (“la munda” y “las cuerpas”) estamos ya no ante la lengua sino ante el poema, sobre el cual los juicios estéticos son necesarios. La impotencia y la paranoia son femeninos, el resentimiento y el cinismo son masculinos. Ninguna política lingüistica fundada en esos vicios puede conducir a otra cosa que la insatisfacción.

 

viernes, 13 de mayo de 2022

Buscando a Schreber me topé con esto...

 


(por supuesto, no me atrevo a leer)

 

jueves, 12 de mayo de 2022

Kafka Queer

Snarke: Kafka Lite: KAFKA LITE  In January 1912 Kafka had noted in his diary: “I am supposed to pose in the nude for the artist [Ernst] Ascher, as ...

sábado, 7 de mayo de 2022

Plegarias atendidas

Por Daniel Link para Perfil

¿Quién no imaginó alguna vez para si una vida de rocker o de estrella del pop? En mi adolescencia soñé para mí una vida de giras letradas sin pausa. Me imaginaba viajando por el mundo de congreso en congreso, de curso en curso, de presentación en presentación.

El asunto nunca coaguló, de modo que la ensoñación permaneció allí, acurrucada como una deuda del mundo hacia mi persona (¿o personaje?).

Pero Teresa de Ávila (1515-1582), patrona del goce, la misma que se reconocía muy “varona”(“no soy nada mujer en estas cosas, que tengo recio el corazón”, Cuentas de conciencia, III, 6) y que en carta a la madre Ana de Jesús, afirmaba que sus monjas debían ir “como varones esforzados y no como mujercillas” (Cta 433,13) ya nos había advertido que se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las que no tienen respuesta.

Sin demasiada conciencia de mi error, entonces, pero habiéndolo deseado como un idiota seducido por el movimiento insensato, me vi arrastrado por mi fantasía rocker a una gira de compromisos internacionales “a los que no podía faltar”. Volé a Madrid y de ahí a Viena, donde me esperaba una limousina para llevarme hasta Olomouc, en la Moravia checa, a través de campos que parecían santafecinos. Después de cuatro noches (y dos presentaciones) en esa encantadora ciudad barroca donde Mozart no se había sentido cómodo, un tren me llevó a Praga, donde tomé un avión rumbo a Frankfurt, para enfrentar otras cinco noches con dos presentaciones. Volé a Madrid, y de ahí a Buenos Aires, para enfrascarme en un congreso que hubiera debido realizarse presencialmente en la ciudad de San Francisco pero que, por problemas sanitarios o presupuestarios (doy las gracias por ello), fue finalmente virtual y que me exigió cuatro presentaciones en cuatro días.

De más está decir que, a diferencia de lo que sucede en el universo teatral o musical, en mi rubro las presentaciones no admiten repetición. Así que viajé con un repertorio de primeras (y últimas audiciones).

Entre el estrés, la sociabilidad obligatoria, la mala alimentación, la diferencia de horarios, las combinaciones de medios de transporte y las diferentes burocracias nacionales, volví a mi casa deshecho pero pensando que iba a ser recibido con algarabía.

No fue así y me di cuenta de que entre el 20 de abril y el 8 de mayo había perdido el tiempo, un puñadito de euros en souvenirs de viaje y las ganas de repetir la experiencia.