jueves, 28 de abril de 2005

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Guido Reni (1615-1616, Génova)

Y de pronto apareció ante mi vista, en un ángulo de la página siguiente, un cuadro que me causó la impresión ineludible de que había estado allí, esperándome, para que yo lo viera. Era una reproducción del San Sebastián de Guido Reni que se encuentra en la colección del Palazzo Rosso de Génova.
El tronco del árbol negro y levemente inclinado de la ejecución destacaba sobre un fondo a lo Tiziano, formado por un bosque melancólico y un cielo sombrío y distante. Un joven de notable belleza estaba, desnudo, atado al tronco del árbol. Tenía las manos cruzadas en alto, por encima de la cabeza, y las cuerdas que le ceñían las muñecas estaban a su vez atadas al árbol. No se veían más ligaduras, y sólo paliaba la desnudez del joven un burdo paño blanco, anudado flojamente a la altura de la ingle.
Supuse que se trataba de la representación del martirio de un cristiano. Pero como la obra se debía a un pintor de la escuela ecléctica del Renacimiento, incluso la pintura de la muerte de un santo cristiano desprendía una viva impresión de cultura pagana. En el cuerpo del joven -que recordaba el de Antínoo, el amado de Adriano, cuya belleza tantas veces ha inmortalizado la escultura- no se veían rastros del duro vivir o de la decrepitud que se ven en tantas representaciones de santos. Contrariamente, en aquel cuerpo sólo había juventud primaveral, luz, belleza y placer.
Su desnudez blanca e incomparable resplandece sobre el fondo crepuscular. Sus brazos musculosos de guardia pretoriano acostumbrados a tensar el arco y a blandir la espada están alzados en ángulo gracioso y sus muñecas atadas se cruzan inmediatamente encima de la cabeza. Tiene la cabeza levemente alzada y los ojos abiertos de par en par, contemplando con calma profunda la gloria de los cielos. No es dolor lo que emana de su pecho lampiño, de su abdomen tenso, de sus caderas levemente inclinadas, sino una llama de melancólico placer, como el que produce la música. Si no fuera por las flechas con la punta profundamente hundida en el pectoral izquierdo y en el costado derecho, parecería un atleta romano descansando de su fatiga, apoyado en un árbol oscuro de un jardin.
Las flechas se han hundido en la carne tersa, fragante y juvenil, y pronto consumirán el cuerpo, desde adentro, con llamas de supremo dolor y éxtasis. Pero la sangre no mana, y ni siquiera están las innumerables flechas que se ven en otras representaciones del martirio de San Sebastián. Esas dos flechas solitarias proyectan sus calmas y gráciles sombras en la suavidad de su piel, como las de una rama en una escalinata de mármol.

Yukio Mishima. Confesiones de una máscara (1949).
Madrid, Espasa-Calpe, 2002, pág. 46-48

2 comentarios:

Elvira P. dijo...

Es increíble esa mirada, hacia arriba. Casi como pidiendo más, más de su dios.

dulce leteo dijo...

Sin duda el momento más memorable de la novela.