domingo, 24 de abril de 2005

El poder de los signos


La semana que nací, la revista que mi mamá leía publicó el "horóscopo" que aquí se reproduce. Me "reconozco" en todos los rasgos (físicos y caracterológicos) que propuso el astrólogo, salvo dos (y uno, porque no sé qué significa "temperamento linfático-nervioso").
De las profesiones para mí previstas, cumplí con la mitad de ellas (incluido "lo contable") y las otras son evidentemente distractivas en su ambigüedad (¿en qué sentido puede uno "destacar en la geografía"? ¿trazando mapas? ¿Viajando?).
¿Debo creer en la determinación astral de los caracteres y las experiencias? He discutido hasta los gritos sobre el tema con nuestro vecino,
Álvaro Bustos. Sigo pensando que no y que, si hay misterio, merece otra explicación: todos y cada uno de nosotros hemos sido arrojado al mundo de las categorías y las propiedades. Hemos sido educados respecto de esas categorías que nos interpelaron aún desde antes que naciéramos. Hemos "adquirido" los rasgos supuestos por el calendario astral. No somos sino el efecto de actos de discurso: la nominación, en primer término, y la normalización en un sistema de diferencias puras que nos precedía. El poder de los signos es el poder del lenguaje. El resto de indeterminación que hubiere quedado en nosotros después de ese penoso proceso de determinación será luego objeto de identificaciones narcisistas. Por eso es que me obsesiona la relación de lo determinado y lo indeterminado (de lo Finito y lo Infinito).
Álvaro me tilda de relativista y sostiene que si soy capaz de aceptar que existen determinaciones de lenguaje debería ser capaz de aceptar también que existen determinaciones del Cosmos. No hay forma de que entienda que para mí no hay Cosmos, sino Caos y que si aceptara las determinaciones del Caos estaría aceptando, al mismo tiempo, la existencia del Mal.
Yo, por mi parte, porque sé que
Ratzinger (Palpatine) ha escrito contra el relativismo, lo acuso de papista y, además, de cobarde, porque es capaz de sostener "absolutos determinantes", siempre y cuando sean ajenos al sistema ontológico propuesto por la Iglesia, a la que detesta con la misma fuerza que yo, pero sin método. De esa manera, elude el combate principal con la teología vaticana. "Vamos a ver", contesta, con una ironía que me irrita todavía más. "Vamos a ver qué pasa cuando suceda el combate".

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