miércoles, 20 de abril de 2005

Conversaciones de un padre de familia

¿La desazón es de la carne, del espíritu, del alma? ¿Qué es lo que nos lleva a estados de desasosiego? ¿La intensidad de los afectos? ¿O la variación de la potencia (la sensación de impotencia)? "¡Es inútil seguir preguntando!". Ya lo sé. Hoy almorcé en el convento de la Merced con mis hijos. Los tres estábamos desasosegados. Mi hijo porque está ingresando en ese período en el cual se empieza diciendo "las mujeres son complicadas" y no se sabe bien dónde se termina. Mi hija porque no tenía ganas de escuchar mis reproches y porque no sabe muy bien qué hacer de su vida, y yo porque no sabía cómo manejar sus desasosiegos y no naufragar en medio de los míos.
Después del almuerzo acompañamos a mi hija hasta su trabajo y nos tomamos un taxi para ir al médico (mi hijo a consultar a un traumatólogo por una "tendinitis" persistente y yo a vacunarme contra la gripe).
Después... la tarde siguió funcionando a los tumbos y, llegada la noche, me encontré tomando una copa de champagne en el Malba con Edgardo y pidiéndole disculpas por no poder ir a comer con él. "Tengo que corregir", dije. Y es verdad. Mi editora acaba de volver de su licencia por maternidad y me exije perentoriamente que le entregue "el libro entero", cosa que no sé si podré hacer sino hasta el lunes (y eso, si trabajo sin descanso). Naturalmente, ante el abismo en el que me encuentro siento que todo lo que he escrito no vale ni los esquejes de los árboles que habrá que talar para imprimirlo. Y me dejo dominar por el desasosiego. Debe ser el invierno. Debe ser el cansancio. Debe ser la identificación malsana con aquellos que amamos (Kafka: "Correr hacia la ventana y, a través de los vidrios rotos y la madera astillada, exhausto por el esfuerzo, saltar por encima del alfeizar").

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