jueves, 20 de enero de 2005

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Mutilación Narcisista[1]

por César Aira


Al parecer Mansilla vivió con el temor de disgregarse. No salía a caminar de noche por miedo a los perros sueltos, que lo estaban esperando para separarle brazos y piernas a dentelladas. Acariciaba el curioso terror de perder los dedos uno a uno. Si se quedaba diez minutos solo, veía flotando en el aire una cabeza de indio. La digresión, agazapada como una bestia ya en su decisión de ponerse a hablar, era implacable en el descalabramiento del discurso; y como su única defensa contra la disgregación era ponerse a hablar, y seguir hablando, tuvo que hacer de necesidad virtud, y el cambio de tema fue su estilo y su elegancia. Había un antecedente familiar-político, no sólo en las degollaciones, ni sólo en la inevitable dispersión de miembros que produce la intervención de la política en la familia. Su tío el Restaurador, inflando con fuelle a sus enanos, había propuesto un modelo de explosión creadora; se diría que los fragmentos de enanos fueron a incrustarse en la imaginación de Mansilla; cuando él mismo fue objeto de una variante del experimento, con el arroz con leche, se vio obligado a escribir sus mejores páginas, él que ponía todo su refinamiento en no escribir demasiado bien, con demasiado ahínco. Fue la única vez que todos sus temas confluyeron, en el miedo que precede y hace nítidas las catástrofes. Mientras Rosas inflaba sistemáticamente la vejiga y el estómago del chico, observándolo de reojo a la espera del estallido, solidificaba el tiempo leyéndole un larguísimo Mensaje a la Legislatura, uno solo y sin digresiones porque no había cambio posible del único tema, que era la conservación del poder. La Suma del Poder Público, por ser "suma", ya aludía a una mutilación previa, como lo vio Ascasubi cuando puso a Isidora la Mazorquera a admirar la colección de orejas de unitarios que tenía Manuelita. Mansilla no escribió poesía, que era lo que convenía a ese momento histórico de cortes abruptos y restauración del sentido; el equivalente en la prosa de la sucesión de los versos es el cambio de tema, y ésa fue su especialidad. De ahí que fuera un hombre "disperso", como dijeron todos. Eso le impidió llegar a Presidente, y cuando atenuó sus pretensiones como aspirante a Ministro, tampoco pudo. Se quedó en conversador brillante, brillo consolatorio que nadie tuvo reparos en reconocer y elogiar, porque era inofensivo. El poder es lo único que congrega todos los temas en un solo emisor; cuando la realidad no condesciende a darle poder al emisor, éste se ve obligado a manipular la dispersión como un sueño de poder: poder cambiar de tema. Fue una curiosa época de la Argentina, en la que un escritor tenía que llegar a Presidente, o quedaba al borde de la anarquía personal. La época se llamaba: la Organización Nacional. Los miembros dispersos se restituían con violencia a su lugar. Era lo contrario de una mutilación, pero en el espejo narcisista sucedía al revés: la Desorganización Personal. El único modo de aferrarse que encontró Mansilla fue la autobiografía, y como había fracasado en llevar su vida a un ápice de dominio unificador no pudo contar más que anécdotas; lamentablemente, las anécdotas se terminan pronto, de modo que para que no se hiciera el silencio tuvo que pasar de una a otra con la velocidad del frenesí. Se estableció un curioso círculo vicioso: para justificar el cambio de tema, hay que rebajar la importancia del tema que se abandona; pero el único tema de Mansilla era él mismo, y si llegaba a sugerir siquiera que su interés había disminuido lo suficiente como para ponerse a hablar de otra cosa, se abría un vacío, y el dandy se desarmaba en un torbellino de miedo. Condenado a no cambiar nunca de tema, debía cambiar todo el tiempo, como los teólogos que siempre están hablando de Dios pero no pueden decir más que la variedad desconcertante de Sus manifestaciones.



[1] Prólogo a Mansilla, Lucio V. Esa cabeza toba y otros textos. Buenos Aires, Mate, 2001

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