viernes, 21 de enero de 2005

Senectud (y otros fragmentos de vida cotidiana)

Esta mañana, a las 8.30, un grito atravesó la persiana baja del dormitorio y nuestras remotísimas conciencias y deshizo nuestro abrazo: ¡Sebastiáaaaaaaaaaan, Sebastiáaaaaaaaan! ¡Sebaaaaas!
Era la abuela de S., pidiendo ayuda desde su casa. S. se vistió a los apurones, murmuró una respuesta protocolar (que en modo alguno podía ser escuchada fuera del dormitorio) y partió rápidamente en auxilio de su abuela. Cuando volvió me contó que su abuela, de 95 años, sola en su casa, se había desmayado. Cuando él intentó abrir la puerta de la cocina la encontró trabada por dentro y, como la radio estaba puesta a toda marcha, la abuela no lo escuchaba desde dentro. Tuvo que bajar a pedir otro juego de llaves a una vecina para poder entrar por la otra puerta. ¿Deshidratación, golpe de calor? No es posible, con estos días de temperatura benigna. ¿Baja de presión? Tal vez... Habrá que esperar la respuesta del médico. "Suerte que tiene carne", dijo la vecina, porque de otro modo la abuela podría haberse quebrado algunos huesos en la caída.
Lo cierto es que ese grito que partió en dos nuestra mañana (y que, dije yo, bien podría ser el mío dentro de unos años) venía desde el fondo de la soledad y el desamparo. Era el miedo.
Después, dormitamos un poco más todavía, con sueños intranquilos (creo que soñé, una vez más, que uno de mis hijos había muerto).
El weather channel anuncia tiempo despejado para el fin de semana, lo que es una suerte porque tenemos fiesta en la terraza de B. Me comprometí a llevar gazpacho (que voy a preparar esta tarde). Antes, miré las plantas: la desventaja de las macetas es que no conservan la humedad y la lluvia de los otros días no ha dejado resto en ellas. En cuanto el sol deje de darles, voy a tener que regarlas. El misterio de la enamorada del muro fue resuelto: aparentemente es por falta de sol que no se pega a la pared (dijo V., que en su jardín tiene una dichosa y saludablemente enamorada). El error fue nuestro, la pusimos en un lugar equivocado: en la ventana del dormitorio, donde efectivamente pega poco sol (por algo dormimos ahí) y por donde entran gritos destemplados a cualquier hora.
Por alguna razón, me dejo dominar por la melancolía. Dudo que esta tarde trabaje en "las cosas pendientes". Aprovecharé para leer, después del gazpacho. A las 4, dijo B., pasa a buscar mesas y sillas para llevar a su terraza, donde (qué dulce) modificó la instalación de la hamaca paraguaya para que yo pueda usarla sin peligro y sin hundirla hasta que toque el suelo. La vida puede, en efecto, ser dulce. Pero es más frágil que nuestras plantas de maceta.


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