Alberto Laiseca
Simurg
Buenos Aires, 2000
128 págs.
Alberto Laiseca nació el 11 de febrero de 1941 (a las 2.40 de la mañana, para mayor precisión astrológica). En 1976 publicó su primera novela, Su turno para morir, que fue saludada con otro adjetivo de moda por entonces (novela "paródica", se dijo). Matando enanos a garrotazos (1982) fue un libro muy censurado sobre todo por el uso del gerundio en el título. Un juicio tan frívolo -ahora se sabe- hirió la sensibilidad del autor al punto de que en Gracias Chanchúbelo hay un cuento, "Indudablemente, horriblemente, ferozmente", construido como una burla contra aquella descalificación de hace casi veinte años: "Enterándome del desafuero de quien dijera sobre el libro de un amigo (Violando girls scouts en la floresta): '¿Qué se puede esperar de un tipo que empieza en gerundio el título de su obra?', por puro despotismo dedicando, entonces, éste, un mi cuento, a los enemigos de siempre", escribe Laiseca, demostrando que puede escribir mal -sintácticamente mal- cada vez que quiere y se lo propone sin que por ello sus textos pierdan el lujo gongorino o lezamesco que tanto le gusta cultivar. Porque, justo es decirlo, la "obra" de Laiseca se caracteriza por una sofisticación muchas veces inaccesible a quienes son incapaces de leer más allá de un chiste (y sus textos están plagados de chistes).
El mismo año de los asesinados enanos, Laiseca publicó también Aventuras de un novelista atonal, suerte de relato teórico en el que podían leerse los fundamentos de la ficción "atonal" (o "asintáctica", o "acrónica", a veces "ágrafa" pero nunca "arrítmica" o "alógica") que el autor gusta de practicar. Resultado de ese gusto ciertamente desmesurado son también las hipotéticas traducciones de sus Poemas chinos (1987), La hija de Kheops (1989) y La mujer en la muralla (1990), libros que colocaron definitivamente al autor en el aura de otra palabra de moda. Éstos textos parecían demostrar que Laiseca cultivaba el "exotismo".
Por favor, ¡plágienme! (1991), El jardín de las máquinas parlantes (1993) y El gusano máximo de la vida misma (1999) fueron los siguientes títulos que Laiseca entregó a la voracidad o al sarcasmo de sus lectores. Los sorias (1998) merece una mención aparte. Escrita a lo largo de veinte años, esa "novela-saga" tardó en encontrar un editor por la desmesura de su desarrollo, que necesitó de mil trescientas páginas (cómo podía ser de otro modo) para imponer al lector un universo entero. Cuando finalmente salió publicada (en el mismo sello que ahora edita los cuentos de Gracias Chanchúbelo), Los sorias fue saludada como un acontecimiento literario y mereció el Premio Boris Vian -no sin el comentario irónico de ciertos escritores que juzgaron que la novela había sido premiada "al peso" y que ninguno de los miembros del jurado se había tomado el trabajo de leerla.
Ironías aparte, Los sorias marca un antes y un después en la obra de Alberto Laiseca precisamente porque vuelve público ese universo completo que el autor construyó durante tantos años. Varios de los cuentos incluidos en esta última recopilación parecen desprendimientos (temáticos, narrativos) de aquella novela monumental, como si la materia ficcional de Laiseca respondiera a la lógica de la fragmentación progresiva y la proliferación a partir de un núcleo central. Algo así -qué desgracia tener que caer en una torpe analogía como mecanismo explicativo- como el glaciar Perito Moreno desgarrándose y arrojando pedazos de hielo al agua. Algo así de "desmesurado", en todo caso. De ahí que se diga que Laiseca es un escritor "rabelesiano". Los relatos "El tanque" y "La torre de Babel flotante" son buenos buenos ejemplos de ese impulso hacia la gigantografía de Laiseca. Los dos relatos describen máquinas desmesuradas (e inútiles precisamente por su tamaño). El tanque de guerra pesa casi 1323 millones de toneladas y sólo puede ser activado por una población de 30.000 habitantes, la "nave babélica" mide
Esas máquinas absurdas e inmanejables, por otro lado, remiten a las máquinas de Kafka, tal vez el primer escritor que supo ver en el maquinismo desaforado la ruina misma de la tecnología (en su novela América o en el relato "En la colonia penitenciaria").
Laiseca gusta de definir el tipo de literatura que practica como "realismo delirante". Esa forma de lógica encuentra en Kafka, por supuesto, a su más grande exponente. Pero Laiseca incluye en esa serie (para que no queden dudas del carácter deliberado de la construcción) las novelas de Osvaldo Soriano. Si lo que separa la literatura de Soriano de la de Laiseca es la predilección del primero por el registro "populista", lo que los hermana es la aplicación de una lógica implacablemente realista en un universo deformado hasta la comicidad.
Quien se detenga sólo en esa pátina cómica obtendrá resultados más bien pobres (¡qué gracioso es Laiseca!) y perderá de vista la verdadera dimensión de esta literatura, una vez más, rabelesiana, kafkiana y delirante. Como en Kafka y como en Rabelais, todo lo que hay de delirante en la literatura de Laiseca debe leerse como una crítica del mundo y de ciertas lógicas contemporáneas (por ejemplo, la lógica de los lenguajes protocolares, políticos, o publicitarios vacíos de todo sentido). Hay que ir más allá del chiste para percibir ese más allá de horror (o de verdad) que la literatura de Laiseca muestra como destino de nuestra "civilización".
Sólo un ejemplo, tomado al azar. En el relato "El poeta Charán" hay una inconcebible proliferación de ratas. Su protagonista, entregado a un culto esotérico, entabla una extraña relación con esa manada innumerable. "¿Quieres mujer? Pues vamos a dártela", le dicen. "Y con sus propios cuerpecitos, trepando unas sobre otras, formaron una hembra humana gris. El cromatismo duró poco, pues una luminosidad rosada encarnó femeninamente el cuerpo. Era la mujer más hermosa y erótica que hubiese visto en su vida. Tetas perfectas, caderas, todo. Transmitía, además, una increíble pulsión sexual. Era irresistible y sobrevino la relación. Exactamente en el momento en que Ishwar hubo terminado se le ocurrió que estaba a merced de la criatura. "¿Y si decide castrarme? Horrorizado retiró el pene. Ella sonrió y dijo con palabras humanas: -No importa. Igual ya te mordí."
El pasaje podría leerse como una ocurrencia (¡una más!) de las tantas que Laiseca ha prodigado a lo largo de sus páginas. Mejor sería detenerse en el horror que esa mujer-rata evoca. Si hay comicidad (y la hay) en el fragmento, esa comicidad es de la misma índole que en el celebérrimo relato de Kafka, "La metamorfosis", cuando Gregor Samsa, convertido ya en un gigantesco insecto (cucaracha o escarabajo, en todo caso coleóptero), hipnotizado por la música que su hermana saca del violín, trepa hasta apoyar su cabecita animal sobre el hombro de la muchacha.
Si uno se ríe (con Kafka o con Laiseca) es porque esa risa sirve para (des)enmascarar toda psicología, ese horror de la vida cotidiana, el "gusano máximo de la vida misma". Más, para qué.
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