sábado, 2 de septiembre de 2006

Qué noche Bariloche

Hoy, S. y yo habíamos ido al mercado de pulgas del parque, el más cercano a nuestra casa actual, a comprar unos ceniceros. El día estaba lindo, había sol y no era cuestión de desaprovecharlo con lo poco de verano que nos queda. Cuando estábamos comiendo un tentempie, recibimos el llamado del amigo con el que íbamos a encontrarnos más tarde, diciéndonos que la Fuggerstrasse estaba ya a pleno, y eran apenas las cuatro de la tarde.
Comimos rápidamente y abandonamos el proyecto de caminar a la vera del río porque no queríamos perdernos un instante de la fiesta que se avecinaba. En efecto, cuando llegamos, los más pintorescos y característicos personajes de este tipo de eventos estaban ya bastante entonados a fuerza de cerveza (litros, literalmente, son los que por hora consume una persona en estas latitudes):


Foto: Sebastián Freire

Digo mal, porque pareciera que estoy muy familiarizado con "este tipo de eventos" y lo cierto es que, con la sola excepción de alguna excursión antropológica que alguna vez realicé de la mano de Pablo Pérez, no soy muy ducho en la materia.
"Parece San Francisco en los años ochenta", dijo Dieter, nuestro amigo. Aunque tampoco podría validar el aserto, me pareció que sí, que había algo de anacrónico en la uniformidad enfática de los participantes de la fiesta. Era como el desembarco masivo de naves provenientes de un planetoide aparte, lo que se veía en la esquina de la Fuggerstrasse y la Weiserstrasse donde se concentraba el grueso de la concurrencia, alrededor de los tenderetes de herramientas, utilería y trajes (finalmente, otro mercado) que la concurrencia gustaba de exhibir.
Tomamos, naturalmente, cerveza, esperando que cayera el sol, al borde de la improvisada pista de baile en la que especímenes de diversa procedencia nacionalitaria (los había alemanes, naturalmente, pero también ingleses, italianos, brasileños y.... argentinos) y una variopinta escala etaria (desde los setenta años hasta los veintipico) comenzaban a sacudir el esqueleto con esos movimientos espasmódicos tan típicos de los europeos del norte ("ése", me dijo S., "parece un Michael Jackson descompuesto", y tenía razón). Comprobamos que no es lo mejor que puede sucederle a nadie bailar (bien o mal) con vastos segmentos de la anatomía expuestos a la intemperie y la curiosidad del prójimo (pero tal vez se trata de un prejuicio "latino" más que acarreamos por el mundo). Nos felicitamos por habernos dejado crecer el pelo para distinguirnos más y mejor entre la muchedumbre interminable de cabezas calvas y rapadas que son el grado cero del reconocimiento entre esta gente. Dedujimos (y nuestro amigo compartió nuestra certeza) que gran parte de los concurrentes no deberían ser habitantes de Berlín porque, aunque se trate de una sociedad desinhibida capaz de tolerar y, aún, patrocinar, encuentros de tan elevado tenor sexual en la vía pública, no es fácil andar aireando el culo si uno supone que la Tante Trudi, el jefe de la empresa para la que uno trabaja o los alumnos del colegio a los que les enseñamos las sutilezas de la historia prusiana pueden vernos: una fiesta organizada, más bien, para la vasta comunidad leather distribuida por las ciudades y los pueblos alemanes y un puñado de extranjeros. Un poco provinciano tal vez, y de ahí la superabundancia de pintoresquismo.
A una hora previamente determinada la música cesó (habíamos ya bailado lo nuestro siguiendo una música que un dj pasaba con prolijidad burocrática y sólo eso), los tenderetes se levantaron y en pocos minutos la calle adquirió su aspecto de costumbre (con la excepción de alguna que otra botella de cerveza accidentalemente rota, no quedaron demasiados rastros de la ordalía previa, porque, con buen tino, los bartenders cobraban rigurosamente las botellas, que había que devolver, por lo tanto, para recuperar los euros a los que las tasaban).Son muy frecuentes mecanismos semejantes en la sociedad alemana para involucrar (compulsivamente) al ciudadano medio en el cuidado del medio ambiente y la vía pública. Es un método, y en verdad funciona.
Fuimos a comer (¡eran ya cerca de las diez de la noche y ahora todo el movimiento se trasladaría a los calabozos, discotecas, dark rooms y laberintos en los cuales, se suponía, la fiesta adquiriría su verdadera proporción orgiástica). Eran casi las diez, pero en varios lugares nos dijeron que ya habían cerrado la cocina. Finalmente recalamos en Rastätte Gnadenbrot, un comedero que nos había recomendado Silvia F. noches atrás, donde el método para obtener el pedido era tan complejo que tuvimos que buscar asesoramiento. El pedido uno lo hacía en la caja. El camarero llevaba las bebidas a la mesa pero uno se buscaba el pan, los cubiertos y la ensalada (si quería). Cuando el pedido estaba listo, avisaban por medio de una luz roja que titilaba en la mesa que uno ocupaba. Uno debía ir a buscarlo. Al terminar la comida, debía volver a pagar en la caja. Propina, por supuesto, no hay que dar, lo que vuelve al lugar, ya de por sí barato, baratísimo, y donde se come sensiblemente mejor que en cualquiera de los fast food a los que estamos acostumbrados. Otra manera de involucrar a la ciudadanía en los métodos más adecuados para gastar pocos euros y pasarla, como se dice, bomba. Rodeados como estábamos de estrellas del porno leather, nada podía estar más cerca de la felicidad.
Nuestra noche terminó allí, porque estábamos ya cansados de tanto caminar, danzar, revolver tenderetes (en el mercado) y reconocer entre la concurrencia (en la fiesta) a nuestros amigos de Buenos Aires (¡estaban todos, en sus versiones leather alemanas!). El más desnudo de todos, el que caminó por todas partes y bailó apenas con una minúscula tanga de cuero y un par de borceguíes como único atuendo fue "un Jorge Telerman" (tan exacto era el parecido).
Cuando abandonamos el barrio, vimos a algunos nalgudos subirse a los taxis, igual de ligeros de ropa como los habíamos visto llegar. Me dio aprensión ver gente prácticamente desnuda ocupando el transporte público.

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