por Daniel Link para Perfil
El populismo se entiende, en general,
como una forma política caracterizada por la irrupción de grupos
que son incorporados a la política partiendo la vida comunitaria en
dos polos antagónicos: el pueblo y las élites poderosas. La
bibliografía especializada distingue entre populismos de derecha y
de izquierda, incluyentes o excluyentes, según las variaciones
específicas en los cortes que el discurso populista propone.
Desde el punto de vista discursivo, el
populismo ha sido caracterizado como demagógico porque apela a
prejuicios, miedos y esperanzas para ganar el apoyo popular.
De modo que uno de los aspectos
esenciales de los populismos sería su relación con la verdad.
El asunto fue trabajado con su habitual
delicadeza por Michel Foucault en sus últimos cursos, donde analizó
la figura retórica clásica de la parresía y del parresiasta como
figura de la democracia. En
sus lecciones del Collège de France, Foucault precisa: la
adulación al pueblo o al tirano «es la sombra misma» de la
parresía,
«su imitación turbia y mala». Frente al coraje de decir la
verdad, tenemos el decir falaz de los demagogos, que saben que sus
palabras no son ciertas, pero que las utilizan para regalar los
oídos del pueblo y ganar su confianza. Ya lo había señalado
Aristóteles: «El demagogo es el adulador del pueblo».
La
dimensión que introduce Foucault es más dramática cuando afirma
que el parresiasta, porque dice lo que considera verdadero, se pone
en situación de riesgo. No basta con decir la verdad sino que hay
que ponerse en riesgo al hacerlo, creer que se está diciendo la
verdad (comprometerse con ella) y, finalmente, obligarse a ese acto
arriesgado, querer decir la verdad, a toda costa, porque de ese modo
se ayuda a otras personas.
Argentina,
cuya relación con el populismo ha sido larga e intensa, abunda en
parresiastas: La Sra. Cristina Fernández y la Sra. Lilita Carrió
son dos figuras que juegan con el convencimiento propio de sostener
la verdad, y con el riesgo que ello entraña.
Por
eso es importante no confundir la parresía con la adulación y al
parresiasta con el vulgar demagogo. En este caso, quien habla puede
estar diciendo una verdad o no (después de todo, la democracia debe
garantizar el acceso a la palabra de cualquiera), pero está
esencialmente adulando a su auditorio. Es el caso penoso del Sr.
Javier Milei.
¿Cuáles
son sus sencillas verdades? Las que sean, no lo ponen a él en riesgo
alguno, sino todo lo contrario, porque él sólo dice su verdad para
poder atarl electores a su carro. Para eso, Milei usa la ignorancia
de su público. Es muy fácil decir que la “casta política” es
responsable de todos los males argentinos. Muy diferente sería
proponer una administración que pudiera prescindir de la burocracia.
Esa utopía anarcocapitalista jamás podrá ser cumplida y Milei es
consciente de ese hecho.
Podríamos
discutir el pago de asesorías para los parlamentarios. Pero aún si
pusiéramos en esos lugares a los más nobles y sabios de nuestros
ciudadanos, ¿podrían prescindir del consejo preciso de asesores en
materia económica o constitucional para ejercer su representación?
Es como si yo debiera abstenerme de pedir bibliografía para hablar
de temas que desconozco.
El
populismo de derecha, que se ha convertido en una amenaza real del
régimen democrático, lucra con la necedad (ignorancia y terquedad)
de aquellos a quienes se dirige: dice las turbias palabras que quieren
escuchar y que los medios reproducen porque es como revelar secretos
de alcoba, asuntos que sirven para vender mayonesas, maquinitas para
afeitarse y tampones.
Que
Milei hable con violencia no es casual: él sabe que la parresía,
porque es un compromiso a todo o nada con la propia verdad, supone
traspasar el umbral de las buenas formas. Pero en su caso es una
impostura porque sabe bien que no corre ningún riesgo al hacerlo y
que si llegara al gobierno (no lo permita el Destino trágico
argentino) sería incapaz de gobernar democráticamente según su
credo.
Nada
hay de extraordinario en la irrupción de Milei, a cuya sombra no se
aglutinan nuevas formas de acción política, sino las más
flamígeras espadas de la desigualdad estatizada y una ética del puro resentimiento.