domingo, 17 de enero de 2010

La presentación del arte

por Daniel Link*, para Perfil Cultura

Sergio Di Nucci me regala un libro que acaba de publicar (Los nuevos museos. Sus esplendores y miserias, Ediciones FADU/ Nobuko, 2009), mientras en París provoca controversia la decisión del Musée d'Orsay (dedicado al arte europeo de 1848 a 1914) de alquilar (en todo o en parte) sus colecciones como fuente de financiamiento de las obras de remodelación que encara. En Buenos Aires comenzará a dictarse este año una Carrera de Posgrado en Curaduría de Artes Visuales en la Universidad de Tres de Febrero, con diploma de especialización y de maestrado.
Pareciera que, en relación con el el arte, ya no preocupa tanto cómo hacerlo (porque el arte, lo sabemos desde Duchamp, desde Kafka y desde Warhol, puede ser cualquier cosa) sino cómo mostrarlo.
En todo caso, las instituciones especializadas en la exhibición de arte (los museos, galerías, atelieres, etc.), consideran que el montaje ha pasado a formar parte del acontecimiento artístico en si mismo. Tal vez sea así o tal vez no. Lo que en todo caso se deduce de los debates y las interrogaciones a las que obligan la “nueva museología” o, más pomposamente, los New Museum Studies, es la necesidad de una crítica específica que tome ya no al arte como objeto, sino a los procesos de exhibición o “relatos curatoriales” en los que “el arte” se constituye como objeto de la mirada (una cierta mirada).

Pienso en mis últimas experiencias en museos y me asaltan preguntas suficientemente complejas como para intentar contestarlas de una sola vez, pero que, en todo caso, merecen plantearse en todas sus implicaciones, porque, bien miradas, permiten desplegar un conjunto de hipótesis sobre el arte, la cultura y sus complejas relaciones.
La palabra “curación”, en castellano, proviene de la italiana cura (y ésta, a su vez, de la cura latina o de la más antigua coera o coira). La traducción más adecuada para el “a cura di” que suele leerse tanto en las antologías, las ediciones críticas y también en las muestras de arte (o en las películas, donde hasta la música ha sido “curada”) sería “al cuidado de”, porque cura significa “sollecitudine, grande ed assidua diligenza, vigilanza premurosa; assistenza; grave e continua inquietudine” y, por extensión, “affare, negozio, ufficio e tutto ciò che sollecita e richiede vigilanza”.
Lo primero que habría que preguntarse es, por lo tanto, de dónde nace esa intranquilidad en relación con las artes, que las vuelve objeto de una inquietud grave y continua. Se trata, sin duda, del sentido: de darle sentido a aquello que parece no tenerlo o de encontrar el sentido que se sospecha oculto. La curaduría es la persecución del sentido del arte y, por lo tanto, subsidiaria de la pedagogía.
Pero nosotros, sudamericanos, sabemos que curare bien puede implicar la asistencia o la vigilancia apremiante, pero también la muerte: el curare es un veneno que produce parálisis progresiva y finalmente un colapso cardíaco. Como en el caso del pharmakon griego (a la vez medicamento, droga y veneno), creo que hay que sostener esa ambigüedad constitutiva de un término no del todo adecuado porque, tal vez, tanta diligencia termine paralizando al arte (al que siempre pensamos como una potencia de desintegración, incluso cuando mejor creía alabar las cosas de este mundo).
Acaba de terminar (el pasado 13 de enero) en el museo Guggenheim de Nueva York una retrospectiva monumental de Vasili Kandinsky (1866-1944), precursor de la abstracción y uno de los grandes favoritos del museo, fundado en 1937.


Foto: Sebastián Freire

Desde 1959, el Guggenheim ocupa su edificio emblemático en la 89ª y la 5ª Avenida, diseñado por Frank Lloyd Wright como una rampa que desciende en espiral desde una sexta planta hasta la planta baja. La forma, pese a las críticas que recibió a lo largo de los años por parte de muchos artistas, fue copiada por varios museos del mundo (el Iberê Camargo de Porto Alegre, por ejemplo).
Con el tiempo y la masificación del turismo museístico quedó claro que iba a resultar imposible disponer en el Guggenheim la cantidad necesaria de ascensores para subir al público hasta el comienzo hipotético de los recorridos, y hoy las muestras se montan de abajo hacia arriba, con lo cual se contradice el sentido del diseño original. Como la rampa helicoidal tiene un declive bastante suave, la inversión del itinerario no resulta demasiado cansadora, pero de todos modos es curioso que en la ampliación de 1992 no se tuviera en cuenta esa necesidad (sobre todo en una ciudad muy acostumbrada al masivo tráfico ascendente: Empire State Building) y se decidiera subordinar una decisión estética a una imposibilidad técnica.
Las consecuencias son graves al menos en dos puntos: por un lado, se otorga a la obra expuesta un carácter “ascensional” que, a veces (en el caso de Kandinsky es muy claro), el arte moderno no sólo no necesita sino que explícitamente rechaza. El sentido de “elevación”, asociado al “progreso” de la obra, reinstala implícitamente en el arte las tendencias hacia lo “sublime” que precisamente el arte moderno (y, en particular, el arte modernista) trató de eliminar de su horizonte.
Por el otro, el público encuentra ante su mirada, en los niveles más bajos, los “borradores” o pretextos de la obra célebre: en el caso de Kandinsky, una serie de ejercicios fauvistas más bien intrascendentes, lejos de las tensiones entre lo orgánico y lo inorgánico que caracterizan su arte más celebrado.
Por puro capricho (o por respeto hacia el arquitecto), uno podría realizar el recorrido tal como el edificio reclama (y en contra del criterio expositivo). El resultado sería sorprendente porque vería, en primer término, aquello más característico de la obra asociada con el nombre propio del autor: puro Kandinsky y, luego, las tentativas, los avances y retrocesos para alcanzar esa pureza.
De hecho, lo que revelaría ese ejercicio de anacronismo es la peor de las desgracias que pueden afectar al arte: el evolucionismo. Presentada en orden cronológico, la obra parece un aprendizaje meramente técnico, un proceso acumulativo, sin que lleguen a percibirse los sobresaltos, las discontinuidades, los eternos retornos de lo mismo, los sueños recurrentes y las pesadillas del artista.
Un mero handicap tecnológico (la escasez de ascensores para movilizar a las muchedumbres) revela, en el Guggenheim, el cansancio que se desprende de una presentación rutinaria de los objetos artísticos, como si éstos sólo fueran el efecto de un cronología y no de mutaciones imprevistas.
La muestra fue curada por Tracey Bashkoff (por el Solomon R. Guggenheim Museum), Christian Derouet (del Centre Pompidou) y Annegret Hoberg (de la Städtische Galerie im Lenbachhaus de Munich) con la asistencia de Karole Vail y ninguno de ellos pudo imaginar mejor manera para presentar la obra de Kandiski que la progresión cronológica y el movimiento ascendente, esos lugares comunes de la chatarra cultural.


*Daniel Link es escritor y profesor en la Carrera de Posgrado en Curaduría de Artes Visuales de la Universidad Nacional de Tres de Febrero.

4 comentarios:

Fernando Glionna dijo...

En España, la "persecución del sentido del arte" está a cargo de un comisario (tan desacatado se encuentra el arte contemporáneo).

Cesar dijo...

Daniel, sigo siempre con mucha estima tus intervenciones criticas. He leido dos veces con atención tus observaciones sobre la muestra de K en el G. (que ví en París, en el Pompidou) y queria hacerte llegar algunas observaciones de un amateur del arte. Decís que la muestra de K. parece un “aprendizaje meramente tecnico (¿pero porque solo tecnico?), un proceso acumulativo” y en este sentido me parece que todo el conjunto de la obra de un artista debería ser visto como un aprendizaje (aunque no solo tecnico) en el se van representando (o imaginado si queres) las experiencias acumuladas. Después lamentás que no “lleguen a percibirse los sobresaltos, las discontinuidades, los eternos retornos de lo mismo” y en este sentido te pregunto y me pregunto como sería posible apreciar “los sobresaltos, las dicontinuidades y los retornos” si no los ponemos en relación con la cronología. En Agosto pasado fui a ver la colección de arte de la segunda mitad del siglo XX del MOCA en Los Angeles. Estaba ordenada sobre la base de “afinidades esteticas o temticas” asi que para apreciar los saltos y las discontinuidades confieso que tuve que mirar las obras en orden cronologico pasando de una sala a otra, ida y vuelta.Un sobresalto, una discontinuidad, un retorno son tales sobretodo cuando estan referidos a una linea cronologica. La progresión cronologica es sin dudas “un lugar comun de la cultura” pero cabe preguntarse si, para apreciar la pintura, no sea la mejor modalidad de acercarse a la misma. Justamente porque me interesan los saltos y las discontinudades en la historia del arte privilegio la cronología (y la evolución): solo así se entiende que K. fue un genio sobretodo porque fue uno de los primeros 8en orden cronologico) en perseguir la abstracción.
Saludos desde Roma
Cesar

Linkillo: cosas mías dijo...

César, yo no digo que así sea Kandinsky, sino que así aparece por la presentación. Yo habría invertido totalmente la cronología: el Kandinsky que conocemos (y que amamos) y, luego, hacia atrás, los momentos en que se constituyen como definitivos esos procedimientos. Para eso, con cincuenta cuadros alcanza. No hacen falta los trescientos que colgaron.

Viviana dijo...

Los guardias de seguridad de los museos son otro tema interesante a tratar...

Un saludo.