domingo, 22 de marzo de 2020

Diario de la peste, día 4

(anterior)

Ayer empezó la primavera en el hemisferio norte: ojalá les sirva. Acá empezó el otoño y el roble empezó a descargar sus bellotas sobre el techo de chapa de la galería. El repiqueteo, que a veces se convierte en tiroteo, parece remedar el ritmo de las muertes informadas en el mundo. 
Deberíamos aprovechar la circunstancia para pedir estadísticas de las muertes totales y no las que tienen una sola causa, la pandémica.
Aprovecho para limpiar la pileta de hojas y bellotas, dado que empezamos el otoño con 30 grados y un sol radiante. Barro los caminos de laja. Vierto microbios en los inodoros para que limpien las cámaras sépticas y los pozos. Tiendo la ropa a secar.



Como hemos acumulado comida, no hace falta que cocinemos todos los días, salvo por antojo. El miércoles próximo tendremos que ir de compras, pero ahora ya me dan más miedo las fuerzas de seguridad que el virus.
Circulan dos videos particularmente horribles: un policía amedrentando a dos adolescentes (de un modo que, apenas dos semanas atrás se habría considerado violencia de género y abuso de poder) y una patrulla de gendarmería propalando la banda de sonido de La purga. El segundo video causó indignación. El primero, no.
El lockdown argentino se vuelve salvaje: miles de personas detenidas en operativos policiales sin ton ni son. Un caso tristísimo: el de un pintor de brocha gorda que volvía de trabajar. 
En otras partes, las cosas no funcionan así. Me escriben desde Alemania:

Acá por suerte es un lockdown civilizado: podemos salir, andar en bici, en Berlín dejaron abiertas las librerías. Cuestión de ganar tiempo para que haya testeo masivo y más oxígeno y terapia intensiva. Las fuerzas armadas dan apoyo. Los hospitales alemanes están empezando a recibir pacientes franceses e italianos.

Me pregunto qué es lo que se pretende salvar. ¿La vida? ¿La vida de quienes? ¿La vida como qué? ¿La vida cultivada (la de los maestros y profesores)? ¿La vida como soporte biológico de órganos a ser donados? ¿La vida como fuerza de trabajo? ¿La vida como mecanismo de reproducción biológica? ¿La vida de los contribuyentes?
En la última entrega de la polémica que lo tuvo como objeto (y como chivo expiatorio), Giorgio Agamben había señalado precisamente eso: 

Es evidente que los italianos están dispuesto a sacrificar prácticamente todo, las condiciones normales de vida, las relaciones sociales, el trabajo, incluso las amistades, los afectos y las convicciones religiosas y políticas frente al peligro de enfermase. La vida desnuda —y el miedo a perderla— no es algo que una a los hombres, sino algo que los enceguece y separa. Los otros seres humanos, como en la pestilencia descripta por Manzoni, son ahora vistos solamente como posibles untadores que hay que evitar a cualquier costo y de los cuales es necesario tener distancia al menos de un metro. 

Desde otras perspectivas teóricas, otros y otras señalaron lo mismo. Es el caso de Judith Butler:

Por un lado se nos pide secuestrarnos a nosotros mismos en unidades familiares, espacios de vivienda compartidos o domicilios individuales, privados de contacto social y relegados a esferas de aislamiento relativo, por el otro, nos enfrentamos con un virus que cruza las fronteras rápidamente, ajeno a la propia idea de territorio nacional. ¿Cuáles son las consecuencias de esta pandemia para pensar sobre la desigualdad, la interdependencia global y nuestras obligaciones de uno hacia otro? El virus no discrimina. Podríamos decir que nos trata de manera igualitaria, nos coloca igualmente en riesgo de enfermarnos, de perder a alguien cercano, de vivir en un mundo de amenaza inminente. Por el modo en que se mueve y golpea, el virus demuestra que la comunidad humana es igualmente precaria. Al mismo tiempo, sin embargo, el fracaso de algunos estados o regiones para prepararse por anticipado (los Estados Unidos son quizás el más notorio miembro de este club), el refuerzo de las políticas nacionales y el cierre de fronteras (a menudo acompañado de una xenofobia en pánico), y la llegada de emprendedores ávidos de capitalizar el sufrimiento global, todo esto testimonia la velocidad con la cual la desigualdad radical -que incluye el nacionalismo, la supremacía blanca, la violencia contra las mujeres, queers y personas trans-, y la explotación capitalista encuentra formas de reproducirse y fortalecer sus poderes al interior de las zonas de pandemia. Esto no debería sorprendernos.

O de Santiago López Petit:


Permanecemos encerrados en el interior de una gran ficción con el objetivo de salvarnos la vida. Se llama movilización total y, paradoxalmente, su forma extrema es el confinamiento. “La mayor contribución que podemos hacer es ésta: no se reúnan, no provoquen caos”, afirmaba un importante dirigente del Partido Comunista Chino. Y un mosso que vigilaba ayer Igualada añadía: “Recuerde que, si entra en la ciudad, ya no podrá volver a salir”, mientras le comentaba a un compañero: “el miedo consigue lo que no consigue nadie más”. Pero la gente muere, ¿verdad? Sí, claro. Sucede, sin embargo, que la naturalización actual de la muerte cancela el pensamiento crítico. Algunos ilusos hasta creen en ese nosotros invocado por el mismo poder que declara el estado de alarma: “Este virus lo pararemos juntos”. Pero solamente van a trabajar y se exponen en el metro aquellos que necesitan el dinero imperiosamente. 

O de Bifo:


El efecto del virus no es tanto el número de personas que debilita o el pequeñísimo número de personas que mata. El efecto del virus radica en la parálisis relacional que propaga. Hace tiempo que la economía mundial ha concluido su parábola expansiva, pero no conseguíamos aceptar la idea del estancamiento como un nuevo régimen de largo plazo. Ahora el virus semiótico nos está ayudando a la transición hacia la inmovilidad.

O de



Vuelvo al asunto de la "vida" que pretende salvarse mediante políticas cuyo "único objetivo consiste en salvar el algoritmo de la vida, lo cual, por descontado, nada tiene que ver con nuestras vidas personales e irreductibles, que bien poco importan" (Bifo).


Byung-Chul Han ya advirtió que: 

tras la pandemia, el capitalismo continuará aún con más pujanza. Y los turistas seguirán pisoteando el planeta. El virus no puede reemplazar a la razón. Es posible que incluso nos llegue además a Occidente el Estado policial digital al estilo chino. Como ya ha dicho Naomi Klein, la conmoción es un momento propicio que permite establecer un nuevo sistema de gobierno.

y nos convocó en estos términos:

La solidaridad consistente en guardar distancias mutuas no es una solidaridad que permita soñar con una sociedad distinta, más pacífica, más justa. No podemos dejar la revolución en manos del virus. Confiemos en que tras el virus venga una revolución humana. 
 
En mi estado de whatsapp yo escribí, como protesta anticipada a los repetidos reclamos de la televisión y a la amenaza de la ministra de defensa: "Si declaran el Estado de Sitio, todes a la plaza". Muchos y muchas me escribieron un sencillo "?" como si no supieran de qué estaba hablando (¡en este país!).
Estaba diciendo: la vida no es un algoritmo, ni una abstracción, ni una cuantificación estadística. La vida (al menos la vida que nos importa) tiene predicados: es esta vida, es lo que queremos hacer, tales ilusiones, sueños, la forma de relacionarnos con los otros y el Otro. 
La vida que me interesa incluye a esos ciervos que tomaron las calles de Junín de los Andes, a los delfines en los puertos italianos, a los cisnes de Venecia, a los elefantes borrachos de China y a los jabalíes en las calles de Francia.
Pero también incluyea aquellos que, por decreto, han sido excluidos de la posibilidad de resguardarse. 
Por eso, pido que dejen de amurallar ciudades en mi nombre (ni Berni está de acuerdo), dejen de criminalizar a los cuentapropistas y a los adolescentes, dejen de perseguir a los solitarios que caminan por un parque, dejen de amedrentar a la ciudadanía. Si quieren encerrarnos a los viejos, háganlo: prefiero mi propio encierro que el encierro de toda la sociedad, en mi nombre.

(continúa)


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