sábado, 27 de enero de 2018

Grupo de familia

Por Daniel Link para Perfil

Una amiga me pregunta desde Nueva York si estoy siguiendo el “caso Turpin”, el matrimonio que mantuvo en cautiverio inhumano a sus trece hijos. Le contesto que nunca entenderé la vida norteamericana y que lo que más me sorprende es la indiferencia de la familia extendida. La abuela y las tías de esos chicos hacía años que no tenían contacto con ellos y sólo veían alguna ocasional foto en las redes sociales.
“Mirá si tu mamá”, le digo a mi amiga, “va a no saber algo de tu hijo”. “No sé cómo hacer para que no me llame todos (subrayado) los días”, me contesta.
Casi al mismo tiempo, mi hija me manifiesta su preocupación por su asistente doméstica, que no le contestó un mensaje y había tenido problemas con uno de los padres de sus hijos. Le escribo al hijo mayor, a quien cada tanto le compro entradas para ver a River. Me dice que cree que está bien, aunque la noche anterior él durmió en casa de su novia. Le pido que me tenga al tanto. Me doy cuenta de que la red de contención excede, en nuestro caso, incluso los vínculos sanguíneos.
Yo no sé qué sabe mi familia extendida de mi vida, pero seguramente mucho más de lo que yo les digo. No me importa, porque entiendo la familia primaria pequeñoburguesa como una pesadilla que se nos impone, como bien demuestran los vástagos de los Turpin: una cárcel de la que no conviene huir para formar una nueva. Mejor es recuperar las relaciones extendidas, la parentela. Podrá resultar tedioso, pero al menos el clan es antiedípico, y menos putrefacto.




sábado, 20 de enero de 2018

Un hombre de conciencia


Un hombre de conciencia

por Daniel Link para Perfil

Patricia Walsh y yo sabíamos que, en algún momento, deberíamos explicar la página que, deliberadamente, incluimos en Ese hombre y otros papeles personales. Corresponde a una anotación que Rodolfo Walsh hace el domingo 19 de febrero de 1961, mecanografiada (aparentemente se trataba de tres folios, de los que falta el primero).
La semana pasada Guillermo Piro me mandó un correo electrónico alarmado, porque en Twitter se asociaban dos nombres de diferente categoría con abrumadora certeza: “Walsh, pedófilo”.
Me acordé inmediatamente de esa página que incorporamos al libro que recopila los restos de escritura que consiguieron salvarse del secuestro y el asesinato de Rodolfo Walsh.
El fragmento (destinado a ser literatura por un conjunto de marcas que así lo explicitan), se complementa con el cuento inconcluso, fechado el 6.3.65, “Adiós a La Habana”, también en el libro.
“Mi última noche en La Habana fue misteriosa. Me sobraban cincuenta pesos y me puse a pensar en Ziomara con su cintura tan fina y su rostro oscuro hierático”, escribe Walsh y .
cuenta haber concurrido al Music-Box, donde Ziomara no estaba. En su lugar, se pone a conversar con “Zoila Estrella”, una muchacha que “tenía 16 años y era muy bonita”. A ella no le gustaba ejercer la prostitución, pero su madre no podía darle cobijo porque trabajaba de criada. Sus seis hermanos tampoco le daban nada sino que, por el contrario le pedían. Walsh escribe: “Yo he leído estas cosas, pero igual era espantoso, y tenía muchas ganas de acostarme con ella”, con Soy la Estrella (así transcribe Walsh ese nombre inverosímil).
Ya en el hotel, Zoila confiesa que está embarazada. El narrador reflexiona: “Hay pensamientos de placer en la maldad, coger a una niña embarazada de 16 años, empujar hasta el fondo y sentirse un maldito, que se joda, jodámonos todos”.
Según el relato, naturalmente, no hay consumación del acto sexual, sino que el personaje “se cobra” los diez pesos que ha pagado “retándola, suavemente, como corresponde a un señor”. “Yo le daba consejos, tienes que ir a la Federación de Mujeres, tienen que atenderte, no puedes hacer más esto, te pones en peligro, comprometes al hombre que se acuesta contigo –eso no, dijo con orgullo–, y era un objeto de horror”.
“En la esquina le dije: «Si pudiera ayudarte, te ayudaría, pero no puedo darte más que un consejo, no hagas más esto»”. “«Usted es un hombre de conciencia», dijo, y me puso la mano en alguna parte del brazo y se fue, un objeto de horror”.
Lo que Walsh subraya en ese fragmento, que puede tener sustento biográfico o no, es precisamente el ser “un hombre de conciencia”. La frase se repite dos veces, sin mayor necesidad.
Lo que habría que discutir no es si Walsh fue un pedófilo (queda claro que, en este fragmento de escritura, que él no se acostó con la chica de 16 años embarazada sino que le indicó una salida diferente) sino si su conciencia del horror (es lo otro que se repite) era la adecuada para la circunstancia en la que el personaje se ve envuelto.
Me resulta difícil entender el odio y la ignorancia con la que ese texto ha sido manipulado para convertir a Walsh en algo que no fue. Basta con leer una sola página de su obra para entender lo que quiso decirnos.
Y sin embargo, las bestias, ciegas, escribieron “Rodolfo Walsh, asesino y pedófilo” en un monumento en La Plata en 2014 y, desde entonces la especie, falsa, malintencionada, psicótica, no ha cesado de multiplicarse sin que nadie lea la página que acabo de glosar.
En su papeles, Walsh cuenta varios encuentros con putas de La Habana, pero ninguno lo enfrenta a “un mundo que se cae” como éste que no se concreta, pese a los dictados del cuerpo, porque la conciencia manda.
Como editor de ese libro no esperaba algo semejante. Sí, por cierto, que se comprendiera que ese “hombre de conciencia” tuvo que convivir en Cuba con un cuerpo que le dictaba: “Me gustaría ir a Bahía y ser un negro. Trabajar con los negros y coger con las negras y aprender a cantar y a bailar”.
Que bufen los eunucos de la ultraderecha. Walsh, eso es un gran escritor, nos sigue interpelando. Eso sí: lean, che.



jueves, 18 de enero de 2018

Yo no tengo twitter, porque...


El texto original, editado por mí, dice:

 
19 de febrero, domingo.1

“Serio, eh. Tipo que se pone, pa-pa-pa y había que hacerle las cosas.”
“Él entró en la famosa compañía de Indias, usted sa­be, ésa que tiene miles de años”
(frases oídas en un ómnibus.)

*

De vuelta en la ciudad terrible, Montevideo 1009, ga­tos y goteras.2 Mi última noche en La Habana fue misteriosa. Me sobraban cincuenta pesos y me puse a pensar en Ziomara con su cintura tan fina y su rostro oscuro hierático. Su cuerpo era espléndido, largas piernas africanas y caderas hechas para moverse incansablemente, Solamente sus pechos eran algo blandos, las { }, los pechos blandos. No hay putas como las de La Habana, el último esplendor de un mundo que se cae. Casi todas son suaves y calladas y parecen comprender, son tristes pero saben sonreírse desde adentro. Por lo menos Ziomara sabía. Usan falsos nombres espléndidos, Ziomara, Estrella. (Pupé se ha senta­do frente a mí, a través de la redonda mesa de vidrio, y cose, casi impidiéndome escribir con su presencia; pero tengo que hacerlo, el mundo en cierto modo es duro, yo lo sé.)
Fui al Music-Box y no la encontré, como no la había encontrado las tres veces anteriores, cuando tuve que salir con María y con Reina. Al salir, una discutía con un borracho, pero su voz me alcanzó cuando me iba, ven acá, por qué te vas. Le pregunté por Ziomara, dijo que tal vez estaba al lado. No estaba. Al volver, el borracho se había ido pero ella estaba y la invité a tomar un tra­go. Se llamaba Estrella, Zoila Estrella aclaró ante mis du­das. Tenía 16 años y era muy bonita. Pidió un vermú. Estaba resfriada, dijo que era una sinusitis y tenía que operarse pero no lo haría, porque tenía miedo a las ope­raciones, y además tomaba no sé qué cosa. (“Yo cosien­do y mi esposo trabajando”, dice Pupé a alguien que la lla­ma por teléfono. “Randolfo está en sus asuntitos”. Es Rogelio, quieren saber si voy a trabajar en Usted o en Che.) A mí esto no me gusta, dijo, pero tengo que hacerlo, porque si no tendría que vivir con mi madre, y no puedo por­que ella trabaja de criada. “¿Y tus hermanos?” Ellos no me dan nada, me piden. Tenía seis hermanos. Yo he leí­do estas cosas, pero igual era espantoso, y tenía muchas ganas de acostarme con ella. “El Miusic [sic] ya no es lo mismo, desde que lo reformaron”, dijo. “Estuve en el Apache y después volví aquí, pero no es lo mismo”. En efecto, no era lo mismo. Había olor a pis –lo noté por primera vez– y sólo dos o tres mujeres más, una de ellas borracha. “Qué nota3 tiene”, dijo Estrella, y se reía con Sergio. Le pregunté si quería salir conmigo y dijo “Si usted quiere”, dijo. “Tengo que pagar la salida”. Le di diez pesos. “Sergio, mi cartera.” Sergio le cuchicheó al­go al oído. No reparé en las miradas porque siempre era igual, uno salía y los demás se daban vuelta para mirar. Me quité los anteojos como siempre, tuve las mismas ideas de siempre –por ejemplo que mi calva era incon­fundible. (“Esta ciudad paró de crecer cuando se dio cuenta de donde estaba, se paró de horror; este clima, esta ciudad endemoniada; no como París, que se paró en el XVII, de autocomplacencia. Yo creo que ésta es la ciudad más peligrosa, porque está poblada de demonios Buenos Aires.” Pupé se ve como Colette, pero sola, no por­que sea solitaria, sino porque se quedó sola; entretanto acumula experiencia, se goza –dice–, en la vida de la pareja.) Pero qué importaba mi calva, yo me iba. Una vez me había visto Jardines y no me había delatado. ¿Torvamen­te puro, Jardines? (“Vos no sabés el placer con que la gente te escucha”, dice Pupé. No, no sé. Según Elina, todos me odian, me ponen en tela de juicio. Según Benicio, todos me quieren. “Uhh, Walsh”, hace un gesto hacia arriba con la mano, “la altura del respeto”.)
Soy la Estrella dijo que ella prefería el Ariete, no el Rex, usted sabe, una se acostumbra. El sereno soñolien­to cobró los dos quince, por un rato. Entonces estába­mos en la pieza, qué linda cara. Por favor, no me aprie­te la cintura, estoy de siete meses.4
Yo no me había fijado en el saco de cuero con que se tapaba. Le dije, pobrecita, eres valiente, pero debo ha­ber cambiado de cara. Tenía el vientre abultado. Hay pensamientos de placer en la maldad, coger a una niña embarazada de 16 años, empujar hasta el fondo y sen­tirse un maldito, que se joda, jodámonos todos. Pero “usted es un hombre de conciencia”, me dijo bastante más tarde cuando ya estábamos en la calle.
Cerraba los ojos y no esperaba nada. Creo que yo hu­biera podido, al principio. Hasta que la acaricié entre las piernas (ella me tocaba suavemente el cuello, rítmicamente, con los ojos cerrados) y sentí esa humedad, ese horror, y las asociaciones, el chico que se movía y pa­teaba en el vientre de Elina, qué hay detrás. Entonces el pito, perdón, se me encogió como un pequeño telescopio y quedó a un costado blandito y sin vida. Pero después nuevamente hubiera5 podido, porque ella olía bien, y tenía un perfil tan nítido y puro del hombro, y unos de­dos tan suaves, y la cara dormida, pero no decía nada, no decía dame la lechita ay papi ay dámela, como decía Carmita en cuatro patas sobre mí, con ese animal exta­siamiento. (Sí, yo sé, pero después corrijo.) Y le dije: ¿Estás segura que no te hará mal? Y me dijo: No, no es­toy segura, y ahí se acabó todo. Me cobré6 los diez pe­sos retándola, suavemente, como corresponde a un se­ñor. Le dije que se podían morir, ella y el chico. Pero, dijo, tengo que comprarle una canastilla. Nos vestimos tan rápidamente, yo le daba consejos, tienes que ir a la Federación de Mujeres, tienen que atenderte, no puedes hacer más esto, te pones en peligro, comprometes al hombre que se acuesta contigo –eso no, dijo con orgu­llo–, y era un objeto de horror.
En la esquina le dije: “Si pudiera ayudarte, te ayuda­ría, pero no puedo darte más que un consejo, no hagas más esto”.
“Usted es un hombre de conciencia”, dijo, y me puso la mano en alguna parte del brazo y se fue, un objeto de horror.
Después fui a la ruleta, y por primera vez gané vein­te pesos –con lo que recuperé el dinero gastado en esa última, misteriosa noche en La Habana– y se los rega­lé a Pupé, mi esposa (¿“Flores para su esposa”?) para que se comprara un prendedor.
Otro día hablaré más de esto.

1 Se trata de un original mecanografiado, aparentemente de tres fo­lios (por la numeración), de los que falta el primero. La fecha (1961) y los números de página están manuscritos. La hoja 2, sin embargo, dice 2 a máquina.
2 En el margen, como término de una flecha, manuscrito: “Adiós a L. H. como símbolo”. Ver, más adelante, la reconstrucción de este re­lato.
3 “nota”: borrachera.
4 Esta última frase, escrita en rojo; “usted es un hombre de concien­cia”, más abajo, subrayado del mismo color.
5 Tachado: “querido”.
6 Subrayado manuscrito del autor. En el margen, signo de pregunta “¿”.


sábado, 13 de enero de 2018

La página blanca

Por Daniel Link para Perfil

Nunca supe bien qué entender como “vacaciones”, porque mi trabajo es bastante fluido en cantidades y se distribuye parejamente, sin distinción de estaciones. Ahora mismo, cuando se supone que debería estar disfrutando de un merecido descanso, sé que tengo que preparar las clases que tendré que dar este año, decidir a qué congresos asistiré y a cuáles no, involucrarme o no en proyectos editoriales que, por más interesantes que sean, tal vez me quemen la cabeza cuando llegue el momento de llevarlos a cabo. Además, mis emplazamientos laborales me impiden considerar ciertas actividades asociadas con el relax veraniego como tales: leer, para mí, es un trabajo, que disfruto mucho, pero trabajo al fin.
¿Qué serían unas buenas vacaciones? ¿Un corte radical con la vida cotidiana tal como la sobrellevamos el resto del año? Una empresa semejante implicaría abandonar todos mis hábitos (los buenos y los malos) e irme solo a alguna parte (a la vuelta de la esquina, aunque fuera). Pero soy gregario y necesito de la manada. ¿Experimentar cosas nuevas? En algún viaje he visto cómo las personas se entregan a actividades insensatas como el snorkeling, que yo detesto. Siempre prefiero, en vez de intentar hacer algo para lo cual no tengo ninguna disposición y ningún afecto, quedarme en el barco, charlando con la tripulación, para quienes el snorkeling es un trabajo.
A lo mejor a mucha gente le pasa lo mismo y no encuentra la manera de salirse de si durante una semana o dos, para ver qué pasa: olvidar los titulares de los diarios, las obligaciones cotidianas, los afectos más sólidos, las expectativas de los demás.
Había una obra de teatro y película que se llamaba La fiaca: nos alertaba sobre el peligro de no poder salir de estado de atonía existencial. Tal vez por eso no vacaciono del todo: me da miedo no poder volver. No, me da miedo saber que a nadie le importaría demasiado mi defección.



-->

viernes, 12 de enero de 2018

Tus zonas erróneas


por Daniel Link para Soy



Hay conceptos aberrantes, tanto por la relación sintáctica que establecen con otros conceptos, como por lo que presuponen a propósito del mundo: por lo general, cualquier entidad sustantiva seguida del calificativo “gay” debería someterse a interrogación, en el peor de los casos, o a huida hacia otra parte, en el mejor de ellos.



Zona gay Las zonas urbanas definidas como gay o “barrio gay” (se trate del barrio de Chueca de Madrid, el Castro en San Francisco, Boystown en Chicago, el Marais de París) presuponen una densidad mayor de integrantes de la comunidad LGTBQ+, lo que a la larga desarrolla una infraestructura pensada en relación con los consumos específicos que quienes la integran tienden a sostener: peluquerías, tiendas de mascotas, ropa de exquisita factura (y precios reducidos), suplementos dietéticos, restaurantes veganos, proveedores de drogas de diseño, etc.

Entendido como un mercadillo de vanidades o de complementos identitarios, el barrio gay constituye, para el turista apurado, un faro que lo orientará durante los dos o tres días de los que disponga. Más allá de ese lapso, el barrio revelará su monotonía y sus manías pero al menos tiene esa función específica que no se le puede negar. Hay aberraciones mayores.



Playa gay El concepto “playa gay” es el más aberrante de todos porque ningún espacio público debería aceptar menos que todas las combinaciones posibles. Además, si una playa se puede identificar como “gay”, habrá otra que podría identificarse como “straight” y, llegado el caso, sancionar comportamientos que no respondan a las características de la amanezada y amenazante comunidad heterosexual.

La playa, ese espacio liminar abierto a la nada de las mareas cambiantes gobernadas por la luz neutral de la luna, no puede ser otra cosa que el abandono de toda pretensión. En las playas nudistas (así definidas sencillamente por una regla vestimentaria) o naturistas (que supone una comunión vinculante con el paisaje) suelen confundirse los límites entre lo gay y lo straight porque la loca estará siempre deseosa de desviar su vista del horizonte hacia un pedazo de carne oscilante, pero eso no determina absolutamente nada, ni sobre las identidades ni sobre los deseos, de modo que es mejor abandonar todo veredicto antes de ser víctima de ellos. O, incluso mejor: acechar entre los arbustos que, hasta donde se sabe, todavía no han recibido el ofensivo calificativo de “bosquecito gay”.



Resort gay La montaña mágica de Thomas Mann es el modelo de la sociabilidad en espacios cerrados. En el caso de los hoteles, los resorts o los cruceros gays, esos espacios se convierten directamente en concentracionarios. La loca quiere encender su grindr y evaluar la mercadería cárnica a su alcance. Como por lo general el hotel o resort gay es el que llegó último a la repartija de tierras hoteleras, suele estar en espacios alejados de los centros vacacionales (se trate de Ibiza o la costa del Algarve portugués). Lo que la loca comprobará es que su grindr le muestra las mismas caras que tiene a su alrededor, sobre las que ya ha decidido que no merecen ni el saludo. Lo que queda es, pues, la desesperación o el contra-turno: hacer todo en los horarios diferentes al resto de los atrapados en ese falso espacio de relajamiento y relajo: comer en otra parte, ir a la pileta a otro horario, irse del bar cuando los demás llegan. Mi marido y yo hemos caído en esa trampa un par de veces (en Puerto Vallarta, en Ibiza) y nos hemos prometido que nunca más repetiremos. Demasiado cansador para quienes, como quería Oscar Wilde, sólo quieren pertenecer a un club que no los admitiría como miembros.

Se nos disculpará si alguna vez faltamos a esa íntima promesa: es que la loca, en el fondo, vive de ilusiones y le parece que en alguna parte, alguna vez, encontrará su sanatorio o su república de Saló, y que lo estarán esperando con una sonrisa y no con el posnet para cobrarle cada gesto amigable que le brinden.

Ni la playa gay, ni el resort gay ni el barrio gay pueden entenderse como verdaderos espacios de circulación del deseo. Lo único que allí circula es una sociabilidad provinciana (Chihuaha) y un poco culpable, que sólo se anima a la plena exposición en ambientes protocolarizados.

Imaginen ahora una ciudad, en cuyo(s) barrio(s) gay las discotecas y bares gay dedican un fin de semana completo a despedir a quienes, el domingo por la noche, se embarcarán en un crucero (gay) que marca el fin del verano. ¿Puede haber ecología más horrorosa?

El mundo es otra cosa, y hay que ganárselo con cada gesto y cada capricho. Al terror de las sociedades capitalistas se le debe oponer el amor que no osa decir su nombre. Lo innombrable y los espacios sin predicado: a eso y sólo a eso deberíamos aspirar.



Cultura gay Por supuesto, la cultura gay, como megaespacio que incluye esos espacios, también participa del error conceptual y se construye con retazos no siempre interesantes de otras culturas: el culto de la juventud, la feminización o masculinización de los comportamientos (según las épocas: hoy se impone el “cero plumas” pero, al mismo tiempo, las drag queens causan furor), la tendencia a la descalificación del desemejante, la insostenible erotomanía (no hay persona que no se evalúe, en un primer término, como un garche potencial y que no sea condenada, consecuentemente al galpón del “lo odio porque me desea”). Justo es decir que la cultura gay se asienta en una alta cuota de desesperación y que, históricamente, ha conseguido incluso sostener momentos de heroísmo y combatividad sin los cuales nuestro presente sería mucho peor. Sea.

Pero muchas veces lo que hoy consideramos “cultura gay” es una mezcla indigesta e industrialmente producida de malosentendidos, algunos predicados arrojados como injurias sobre las cabezas de los disidentes de la heteronormatividad y otros asumidos con algarabía como nombres propios mal organizados en un espacio precario, saturado de apelaciones al reconocimiento y atravesado por algunas líneas de fuga.



El gay saber El saber gay bien entendido es otra cosa que la sumisión a patrones de conducta impuestos por una industria cultural más (pero, incluso, más perversa que ninguna). Por ejemplo, la loca visita el santuario de Fátima, y allí descubre que se venden almohadillas para atarse a las rodillas. Compra cuatro (porque tiene dos piernas, y sabe que gastará las almohadillas mucho más que cualquier piadosa señora portuguesa). Esa refuncionalización de un objeto (o de un espacio, o de un vínculo: por ejemplo, el matrimonial) es lo más característico del gay saber, que sabe encontrar en cualquier cosa un instrumento para el goce o, sin llegar a tanto, el placer atemperado.

Los espacios refuncionalizados son, propiamente, espacios otros: lugares que no son utópicos, porque están allí al alcance de la mano y que se prestan para usos aberrantes en relación con lo que la cultura ha previsto. Verse en un espacio otro es desconocer un poco lo que de uno se supone y se pretende.

Allí puede haber desvío, pero no error en el sentido antes enunciado, porque no hay verdad en el uso de las cosas sino eficacia. Lo gay, si conviniera sostener tal entidad predicativa, es del orden y el registro de lo intermitente: sucedió en el momento en que se obtuvo una cierta felicidad y adquirió los predicados de ese momento singular, un poco irrepetible. No es seguro que alguien pudiera replicar una experiencia tan evanescente. Es el planteo central de ese otro texto de Thomas Mann, La muerte en Venecia, que Visconti entendió perfectamente: nada más gay que una ciudad sitiada por la peste.

Contra la comodidad y la falsa sensación de seguridad de una zona gay (barrio, resort, crucero, playa) los espacios otros ofrecen el riesgo y la excitación de lo desconocido o de lo que puede cambiar para siempre nuestra propia percepción del mundo.