Por Daniel Link para Perfil
Nunca supe bien qué entender como
“vacaciones”, porque mi trabajo es bastante fluido en cantidades
y se distribuye parejamente, sin distinción de estaciones. Ahora
mismo, cuando se supone que debería estar disfrutando de un merecido
descanso, sé que tengo que preparar las clases que tendré que dar
este año, decidir a qué congresos asistiré y a cuáles no,
involucrarme o no en proyectos editoriales que, por más interesantes
que sean, tal vez me quemen la cabeza cuando llegue el momento de
llevarlos a cabo. Además, mis emplazamientos laborales me impiden
considerar ciertas actividades asociadas con el relax veraniego como
tales: leer, para mí, es un trabajo, que disfruto mucho, pero
trabajo al fin.
¿Qué serían unas buenas vacaciones?
¿Un corte radical con la vida cotidiana tal como la sobrellevamos el
resto del año? Una empresa semejante implicaría abandonar todos mis
hábitos (los buenos y los malos) e irme solo a alguna parte (a la
vuelta de la esquina, aunque fuera). Pero soy gregario y necesito de
la manada. ¿Experimentar cosas nuevas? En algún viaje he visto cómo
las personas se entregan a actividades insensatas como el snorkeling,
que yo detesto. Siempre prefiero, en vez de intentar hacer algo para
lo cual no tengo ninguna disposición y ningún afecto, quedarme en
el barco, charlando con la tripulación, para quienes el snorkeling
es un trabajo.
A lo mejor a mucha gente le pasa lo
mismo y no encuentra la manera de salirse de si durante una semana o
dos, para ver qué pasa: olvidar los titulares de los diarios, las
obligaciones cotidianas, los afectos más sólidos, las expectativas
de los demás.
Había una obra de teatro y película
que se llamaba La fiaca: nos alertaba sobre el peligro de no
poder salir de estado de atonía existencial. Tal vez por eso no
vacaciono del todo: me da miedo no poder volver. No, me da miedo
saber que a nadie le importaría demasiado mi defección.
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