sábado, 29 de octubre de 2022

Procastinar, nunca

Por Daniel Link para Perfil

Después de haber estado ausente un mes de mi casa pero, sobre todo, de mi mesa de trabajo, la primera semana se me va siempre en resolver los asuntos atrasados (empezando por los trescientos correos acumulados en la bandeja de entrada).

La segunda empieza ya con una agenda normalizada pero en un registro vertiginoso, que no me permite pensar demasiado: actúo antes de que el mundo se me venga encima.

Para que no me queden cosas en el tintero haré de esta columna un compendio de columnas posibles, para poder luego pasar a otra cosa.

Me entero de que a alguien se le ocurrió “penalizar” a quienes usan una prepaga más allá de la obra social que les tocó en suerte. El asunto cae en el olvido rápidamente porque es una estupidez, producto de una ignorancia supina. La mayoría de los trabajadores tienen libertad de elección de obras sociales (muchas de ellas asociadas con prepagas). No sé quién más, además de los docentes universitarios, carecemos de ese privilegio relativo, pero privilegio al fin. Me doy cuenta de que la mayoría de la gente (incluidos los parlamentarios) también actúan sin pensar: ¿será que estuvieron de viaje? ¿O viajaron sus asesores? No es raro que el país se derrumbe, con el escaso nivel de reflexión que se nota en todo.

Empezó Gran Hermano. No voy a verlo, aunque hayan contratado al Poder Ejecutivo para que le haga campaña de promoción.

En cambio, sí vi Argentina, 1985. La película no está mal, en el registro en el que se instala. Pero tampoco está demasiado bien. Una sóla escena me conmovió (y no diré cuál). Me hace ilusión ver a Mariano Llinás recibiendo el Oscar a mejor guión, porque él me cae bien.

Volví justo para el cumpleaños de mi nieta, que tiene ya cinco años y escribe instrucciones para encontrar tesoros. Le traje de regalo una cometa multicolor y una valijita hermosa de legos (lo único que conseguí que no respondiera a la odiosa manía de la franquicia y la mercadotecnia). Ella estaba todavía fascinada con otros regalos: vació la valija de legos y la usó para guardar sus sets de maquillaje. Cuando me contó que le habían regalado también una barbie, casi me da un ACV. Volví a verla el fin de semana pasado, y ella me mostró el teléfono celular que había armado con los legos. Me sentí aliviado.

Mi hijo se especializa en software para satélites. Es como una parte de mí que yo nunca hubiera podido desarrollar. Me quejo de los algoritmos, de google maps, en fin, de la inteligencia artificial y él toma partido contrario. Le digo: ¿no viste Terminator, no viste Matrix? Se ríen de mí, como si estuviera hablando de neorrealismo italiano.

En noviembre estaremos presentando tres libros: un Pasolini y el tercer mundo, intervención colectiva de la que participó Ana Amado, entre otras estrellas, y a quien le dedicaremos la presentación, el Epistolario entre Enrique Pezzoni y Raimundo Lida (cartas entre 1947 y 1972), con edición de Miranda Lida y prólogo mío y, a la distancia, mi Autobiographie d'un lecteur argentine, como Gallimard llamó a La lectura: una vida...

 

sábado, 22 de octubre de 2022

Huella de carbono

Por Daniel Link para Perfil

Una amiga de Berlín es lo que se llama “persona pública”. Debe ser muy cuidadosa en la adecuación de lo que dice y lo que hace, porque en ese ajuste se fundamenta su ética y su imagen pública. Por supuesto, es una abanderada de las causas ecológicas, vegetarianas, antibelicistas, etc.

Lejos de la facilidad (tan argentina) de declamar una cosa y hacer todo lo contrario, sus convicciones la obligan a decisiones complejísimas. Por ejemplo: tiene que viajar desde Berlín hasta Avignon, en el sur de Francia. Como no quiere que su viaje sume carbono a una atmósfera ya suficientemente enrarecida y ante la inminente escasez de combustibles que se avecina en Europa, elige viajar en tren. Tarda 16 horas en llegar y otras tantas en volver (en un vuelo directo en avión hasta Marsella tardaría 2 horas más una en transporte público).

¿Por qué tanta diferencia? Bueno, allí es donde lo personal se intersecta con las políticas públicas. Mientras los demás países se dedicaban a trazar líneas ferroviarias de alta velocidad (TGV, AVE), Alemania prefirió apostar a subsidiar a las empresas aeronáuticas para favorecer la movilidad intraeuropea. Un tren de alta velocidad no es sólo una máquina potente sino que requiere de trazados lo más rectos posibles para poder acelerar hasta 300 kms/h. No habiendo hecho ese trabajo, con todo lo que implica (compra de terrenos, expropiaciones, etc.), hoy Alemania carece de trenes de alta velocidad.

Si bien yo soy un fanático de los trenes per se, no podría seguir a mi amiga en sus convicciones. En Argentina, el peronismo (me disculparán la generalización, pero el de Menem fue un gobierno peronista) desmanteló completamente una de las más vastas redes ferroviarias de América latina que hoy es imposible de recuperar.

Por otro lado, el 8 de mayo de 2006, el Sr. Néstor Kirchner y el Sr. Ricardo Jaime firmaron la resolución 324, que lanzaba el proceso para la construcción de un “Tren Cobra” de alta velocidad entre Córdoba y Buenos Aires (con parada en Rosario), con una duración máxima de tres horas entre cabeceras y un costo aproximado de 4.000 millones de dólares.

En enero de 2008, la Sra. Fernández adjudicó la obra a un consorcio francés-español-argentino y el 26 de marzo del mismo año Martín Lousteau firmó la estructura financiera del proyecto que, por supuesto, quedó en la misma nada que el traslado de la capital.

El asunto perjudica a quienes necesitan medios de transporte eficaces y sustentables. Perjudica también la posibilidad de una ética ambiental.

 

sábado, 15 de octubre de 2022

Los pasos perdidos

Por Daniel Link para Perfil

En la última actualización de mi sistema operativo telefónico apareció una aplicación llamada “Fitness” que controla cada paso que doy y me informa de mis “logros” y “rendimientos” diarios.

Cada noche, el teléfono me felicita por haber superado en un 200 % los objetivos prefijados (algo que la aplicación hizo automáticamente), que tal vez sean los de un comatoso, minusválido o desahuciado.

Y, sin embargo, me doy cuenta de que empiezo a depender de la aplicación y, dado mi natural sedentarismo, empiezo a contar los pasos que doy dentro de mi casa, no sea cosa de que se me pierda algún movimiento decisivo para mi supervivencia y mañana rel celular me lo recrimine con la misma violencia de un personal trainer o un maestro de gimnasia.

Supongo que el carácter protésico de mi teléfono móvil está a la altura de los anteojos de leer, sin los cuales no funciona. Es decir: yo no puedo leer nada de lo que me dice, pero además él no puede reconocerme para abrirse a mi curiosidad o mi control. Últimamente he notado que, porque he cambiado el marco de mis óculos, desconfía de mi identidad y me pide que teclee el código.

Yo lo desprecio por estupideces semejantes y ahora planeo una venganza, digamos, monárquica. Cada vez que paso frente al televisor hay un episodio nuevo de La casa del dragón, donde hay rivalidades políticas y disputas sobre herencias fundadas en la genética. Me reconforta pensar que mis genes me salvarán de la decrepitud que me anuncia el celular, hasta que descubro que lo tengo en la mano y que he estado caminando y moviéndome frente al televisor con él. Debería tener un apple watch, pienso.


sábado, 8 de octubre de 2022

El gorjeo de los pueblos

por Daniel Link para Perfil

La semana que viene participaré de un Coloquio que reunirá a una notable tribu de especialistas en Pedro Henríquez Ureña, el dominicano que dictó exactamente hace cien años, en la ciudad de la Plata, la conferencia “La utopía de América”.

La efemérides no tiene sólo que ver con el pasado sino, sobre todo, con el futuro, y es por eso que nos pareció oportuno atravesar los desgarramientos actuales de las sociedades americanas con una pregunta sobre el sentido de nuestro estar en el mundo (americano).

Las circunstancias han querido que yo tenga que hablar en nombre de un colectivo, la Cátedra Libre de Estudios Filológicos Latinoamericanos “Pedro Henríquez Ureña”, cuyas tareas coordino en la UBA, por encargo del Consejo Directivo y con el patrocinio del ya casi centenario Instituto de Filología y Literaturas Hispánicas “Dr. Amado Alonso”. Tan señeros nombres, a los que se suman los de quienes me acompañan en la empresa, me obliga a todas las precauciones del caso, porque no puedo expresar sólo mis propias convicciones sino las de un grupo que se está constituyendo en relación con acontecimientos como este Coloquio.

En las últimas semanas hemos estado conversando sobre una serie de principios (que proponemos semanalmente a la discusión general) que orienten nuestro trabajo, nuestro pensamiento, nuestra imaginación. Copio aquí algunos.

La Cátedra Libre de Estudios Filológicos Latinoamericanos “Pedro Henríquez Ureña” se propone recuperar los saberes sobre los lenguajes, los textos y los acontecimientos de discurso acumulados durante el largo ejercicio de la filología novomundana como fundamento de una expresión.

Entendemos “expresión” como un conjunto de gestos (verbales, corporales, raciales, tonales) que caracterizan no sólo un determinado uso de tradiciones lingüísticas y culturales heredadas sino, sobre todo, una posición ante el mundo y la posibilidad de imaginar una “comunidad de destino”.

Nos situamos más allá de las cruentas dialécticas históricas (centro/ periferia; local/ global; autóctono/ cosmopolita, liberal/ populista) a las que nuestra vida común fue sometida. La “expresión” no es sólo asunto poético sino, sobre todo, una perspectiva teórica y política, un lugar de enunciación y de construcción de saberes.

Si la filología es una “ciencia de la vida”, lo es también de lo comunitario o, para decirlo rápidamente, de los pueblos. Entendemos “pueblo” no tanto como un conjunto de vínculos reificados sino (repito) más bien como una “comunidad de destino”. La filología trabaja para ese pueblo que falta.

Como esa falta sucede en el contexto de unas convulsiones que asociamos con la globalización nos es necesario situarnos en el mundo para definir nuestro(s) “mundillo(s)”. Ningún sectarismo, ninguna aduana, ninguna frontera. Nuestro mundillo y el mundo, que son ambos contrarios a los afanes homogeneizadores de la globalización se definen por una línea punteada que deja que todo pase de un lado al otro, sin adentro o afuera definitivo y duradero.

Imaginar ha tomado siempre como objeto lo ausente, lo que no está, lo que podría estar o ser, lo que interpela nuestro deseo. Pensar se relaciona por lo general con lo existente, pero nos parece que estamos en las condiciones justas para pensar lo que todavía no ha existido y forzar nuestro propio pensamiento para levarlo a lo desconocido: a otros lugares, a otras formas de organización (económica, social, erótica) de la vida en común, a un tiempo que sólo puede existir después de una discontinuidad: el día después de mañana.

Un haz de pensamiento es sólo eso: un manojo de briznas de sentido que nos vienen como herencia de la tierra mezcladas con otras briznas que decidimos incorporar de un presente que, aunque hegemónico, no debe entenderse necesariamente como enemigo. La utopía americana, porque así se llama, no puede terminar nunca de constituirse del todo: es un proceso constituyente, orientado por una idea cierta del Bien.

Escuchen, decimos, la expresión de un pueblo en falta y que usa como vehículos diferentes lenguas y diferentes tecnologías (desde el relato hasta el twitt, que en español significa “gorjeo”).

Como nos interesa el canto (una canción de cuna o una melancolía del terruño) es que queremos recuperar los saberes filológicos para mejor describir lo que nace, lo que vive, lo que todavía palpita.

sábado, 1 de octubre de 2022

Demasiado humano

por Daniel Link para Perfil

Estoy en un lugar al que se considera la cuna del capitalismo, pero como hoy el capitalismo es global, da lo mismo, es cualquier parte. La máquina capitalista ronronea o gruñe, pero está siempre ahí.

Hace unos días tuve una discusión con mi marido. Apenas llegados a la ciudad, salimos a hacer las compras. Él portaba su mapa de google, donde había identificado unos mercados. Se enojó porque yo hacía caso omiso de sus indicaciones. Había visto a un chico y un perro corriendo por un camino o pasaje y decidí seguirlos. Nos metimos en un laberinto de callejuelas desconocidas (mi marido seguía protestando: “no es así, no es así, hay que seguir las indicaciones del mapa”) donde pronto aparecieron personas portando bolsas repletas de víveres. Dos pasos más allá, estaba el supermercado del barrio. Dije “si hay un camino, es que lleva a alguna parte”.

Si me detengo en este pormenor es para subrayar que suelo desconfiar de las máquinas, aún de las que más admiro, como es el caso de googlemaps.

Soy prácticamente un ludita, incapaz de resignar sus capacidades de baqueano a la omnisciencia de un satélite.

Esta mañana (y si no importa el lugar preciso, tampoco importa el tiempo), apenas terminado el desayuno escuché un ruido del otro lado de la ventana de la cocina. El robot que corta el pasto se había activado y recorría con paso torpe el breve jardín del que disfruto. Entendí su fealdad: el robotito corta todo lo que tiene por delante: trébol, cardo, brote de rosa, deditos de príncipe. Cuando encuentra un obstáculo o un borde de material, retrocede y cambia de dirección, aleatoriamente. Los caminos que va trazando sobre el pasto son irregulares, como heridas (el pasto debe cortarse siguiendo paralelas). Además, hay pormenores del terreno que confunden sus sensores y se empaca y queda ahí, gruñendo como un animal amenazado, hasta que consigue retroceder un poco y, con las últimas fuerzas que le quedan, volver a su base con el pasto todavía desprolijo para recargar la energía dilapidada.

Cualquier chonguito cumpliría con mayor eficacia, sentido de belleza y en menor tiempo una tarea semejante, pero aquí se ha decidido desconfiar de la capacidad humana para realizarla. Me angustio un poco.