sábado, 29 de junio de 2019

Himnos del setenta

Por Daniel Link para Perfil

Los rigores de la vida laboral o el azar (quién lo sabe) me llevaron a escuchar “Libre”, la canción del malogrado Nino Bravo lanzada en 1972.
Como una cosa lleva a la otra, recordé que el mismo año, Joan Manuel Serrat lanzaba “Para la libertad”, basada en un poema de Miguel Hernández, a quien le dedicó un disco. Los dos habían triunfado casi al unísono en Buenos Aires (Serrat en Sábados circulares, Nino Bravo en Canal 9), lo que les permitió catapultarse a la fama hispanoamericana.

Si se comparan las libertades del catalán y del valenciano se comprenden las tensiones de los años setenta.
En “Para la libertad” el cantante se coloca, en primera persona, respecto de un anhelo, “la libertad”, en relación con el cual se enumera lo que se hace. En nombre de la libertad (ausente, no vivida, anhelada) se sangra, se lucha, se sobrevive y, sobre todo, se muere. No importa, porque la libertad hará nacer de la “carne talada” nuevos brazos y nuevas piernas. Es una canción no del militante, sino del combatiente (Miguel Hernández lo fue) que sabe que va a morir o a sobrevivir muerto-vivo al fascismo, pero que de todos modos está dispuesto a dar batalla porque lo que queda, una chispa de vida, no sólo alcanza para alimentar el anhelo de libertad, sino que es precisamente el fundamento mismo de la emancipación: la vida se ha vuelto el más allá de la subjetividad, disloca el campo de su conciencia, vacía su interioridad, reorganiza sus políticas. La vida como exceso que renace de todo tropiezo.
Eso es un himno de los años setenta (las canciones que todes cantábamos con convicción). Y en todo el mundo la palabra “libertad” sonaba con el mismo temblor en todas las gargantas: en Joan Baez, en Lucio Battisti (“Il mio canto libero”).
Nino Bravo también canta un himno, pero lo hace desde una posición exterior. Divide las estrofas y va alternando el relato de la situación del que se cree libre y su canto mismo (el del otro, no el suyo). En tercera persona: tiene casi veinte años, está cansado de soñar, piensa que la alambrada sólo es un trozo de metal, se marchó cantando una canción (¿cuál? Probablemente “Para la libertad”) y no escuchó la voz que le llamó... Le cagaron a tiros. Quedó en el suelo con el pecho ensangrentado. 
En primera persona: el canto del liberado. ¿Desde dónde surge ese canto? ¿De un más allá de la vida? ¿Es el canto de aquel que se siente liberado por la muerte de las cadenas de la vida? “Yo soy libre” cuando he dejado de ser. No cuando mi ser se funde (para la libertad) en un pueblo que falta. No cuando declino los rigores de la sujeción y la subjetividad y devengo uno con lo viviente, sino cuando el ser directamente cesa. 
A la inmanencia de “Para la libertad” (la vida llama a la vida), la trascendencia de “Libre”: sólo el Más Allá nos libera. 
Elija Usted su himno.


miércoles, 26 de junio de 2019

Dicen que...

El último lector

por Carlos Acevedo para Palabra Pública

Sería conveniente empezar por las credenciales de Daniel Link, pero él mismo en este libro explica (en tercera persona) que se quedó con “catedrático y escritor”. Dice poco pero es suficiente, sucinto y limpio, como suele ser su prosa. Hay algo en la prosa de Link que podría tener que ver con esa definición: con enseñar, con redactar papers y, supongo, con presentar a tiempo formularios. En una época en la que el periodismo diario ha perdido su capacidad para hacer inteligible la realidad, Link hace un uso exquisito de las herramientas de la expresión escrita incluso para consignarle al lector datos que precisan de una explicación algo abstrusa, pero que con él nunca lo es. La generosidad y hospitalidad de la escritura de Link no es común o no, al menos, entre sus colegas académicos que han perdido la voluntad de comunicar o padecen de hacerlo única y exclusivamente para un círculo de iniciados o cercanos: entendidos. Exagero, pero si no existiese el peligro de que la expresión se leyera peyorativamente, llamaría la atención sobre su trabajo con el anacrónico “amena erudición”, pero estoy lejos de querer celebrar la existencia de este libro diciendo que es legible, apenas pretendo advertir que los prejuicios que podrían asustar a cualquier lector más o menos avezado frente a publicaciones de catedráticos son infundados. 
También sería conveniente empezar por el principio, pero tratándose de un libro recuperado —su primera edición es de 2002— elijo empezar por el final. El texto que cierra este libro, y que es la única novedad de esta edición, trata sobre Rodolfo Enrique Fogwill, y la addenda no parece caprichosa. La figura de Fogwill, por ejemplo, abre también la novela El amo bueno, de Damián Tabarovsky; además, sus novelas se reeditan, su poesía se reunió, se publicó un libro coral con testimonios sobre su persona y se ha informado debidamente que hay una biografía en preparación. No creo que sea una coincidencia. Estas apariciones de Fogwill, en el mercado y en los libros, hacen explícita una manera en que la literatura circula cuando signa con un nombre propio una política, un modo de hacer. En este libro, la aparición de Fogwill no es una figuración ni un souvenir, sino más bien un marco, un área de acción y movimiento, y también un modo de fijar un momento; o de fijar su importancia, la de Fogwill, en un momento (vital, también: las escasas tres páginas esconden más de dos décadas de una vida en común). El texto consigna afectos y melancolía y eso tiñe al testimonio de veracidad cuando señala que su protagonista es “el primer amigo que falta”. Que un texto sobre Fogwill, una de las figuras públicas más potentes (y temidas) por la amplitud y el valor (equívoco pero entusiasta) de sus movimientos e intervenciones en un campo literario como el argentino —que, por cierto, periódicamente nos regala estimulantes anomalías agrupadas bajo el rótulo de literatura—, donde las polémicas transitan por la academia, la prensa y el mercado, en parte por sus pluriempleados miembros, en parte porque se reconoce en el diálogo más o menos militante y casi siempre beligerante en torno a su propio funcionamiento. Cerrar un libro de las características difusas y extrañas de éste que ha recuperado Alquimia Ediciones con un texto sobre Fogwill también dice, o subraya, que el centro de la literatura argentina tiende, una vez más, a hacerse difuso, quizás en consonancia con la compleja situación económica y política actual en el país transandino; se trata de una crisis cuyas encarnaciones anteriores aparecen, sí, articuladas y pensadas en este libro. Los textos reunidos en este volumen gozan de una dimensión productiva que hace valiosa esta recuperación editorial no tanto por el testimonio que, en definitiva, otorgan, sino porque permite seguir pensando. Link, no sé cómo lo hace, es siempre contemporáneo (en el sentido que le otorga Giorgio Agamben al término).
María Moreno empezaba así un texto periodístico que ya ha cumplido once años: “Decir yo siempre estuvo de moda, un yo para cada sujeto, infinitos yoes para cada yo…”. Con eso imponía una cierta distancia respecto de lo que Alberto Giordano ha querido llamar “giro autobiográfico” y minaba el tópico de lo nuevo que le resulta tan caro al periodismo. Y aunque es evidente que ese siempre está cargado de desconfianza hacia las propuestas del mercado y las demandas académicas, la cláusula insiste en que lo que entendemos como literatura se ha de pensar desde la lectura y el tiempo —sobre este aspecto concreto recomiendo viva y alegremente la lectura de Panfleto, libro que recoge dos décadas de apuntes e intervenciones sobre género de la autora argentina— o desde el tiempo de la lectura. Esa desconfianza nos permitiría ver o entender hasta qué punto o en qué medida la primera persona, el uso de la primera persona, consigna algo más que narcisismo, algo más que coquetería o, ahora sí a secas, algo más. A Héctor Libertella le llamaba la atención que en castellano la primera persona “se armase con un elemento que conjunde y une, seguido de otro que disyunde o separa”, una precisión sausseriana que intenta señalar algo de lo que se pone en marcha al decir yo: ¿acaso la mera enunciación del pronombre admite la posibilidad de unir y separar a un tiempo? Pero ¿unir y separar qué? ¿La experiencia del discurso? ¿Lo real? ¿Lo imaginario? ¿Todo eso junto y a la vez? Y si es así y es todo eso junto, ¿cómo operaría esa distinción sausseriana a la hora de hacer públicos textos que es posible catalogar entre los géneros íntimos? ¿Qué es lo que separaría el “todo eso junto”? Que a estos escritos les ocupe consignar datos acerca de cómo y dónde se escriben y que incluso se detengan en cuáles son los motores de su existencia, de su escritura, subraya su interés como práctica literaria anclada a un tiempo, sí, pero en el caso de Link aparece también una cuestión decisiva: lo está diciendo todo (incluso que hay algo oculto en ese decir). Este libro es una pieza importante —quería decir decisiva, pero no me gustan las profecías— porque evoca y articula también un modo de leer. 

 

martes, 25 de junio de 2019

Che, che... Estamos tocando fondo...




sábado, 22 de junio de 2019

Televisión no lineal

Por Daniel Link para Perfil

Tenía ganas de escribir sobre los nuevos modos de consumo televisivo, que en jerga del ambiente se llaman “no lineales”, porque no suponen una programación día a día ni semana a semana, sino que permiten que el espectador vea según su propio ritmo lo que quiere ver.
Sea. Ya con esta innovación podríamos darnos por satisfechos, pero.... no. Siempre queremos más: por ejemplo, quisiéramos que la programación de Netflix no fuera tan mediocre, de una mediocridad tan alarmante como la complacencia de la crítica periodística que no deja de recomendar cada uno de los desatinos que la página o aplicación lanza día a día, semana a semana.
Naturalmente, una cosa son las cosas que Netflix aloja como archivo (digamos, por ejemplo, Lost, que acabo de ver nuevamente, esta vez en maratones exhaustivas) y otra cosa son las producciones de Netflix, incluso las más celebradas, que no son sino recombinaciones hechas a partir de restos del pasado. Ejemplarmente: Stranger Things, ese compendio de lugares comunes del cine de los años ochenta que la serie remixó sin gracia alguna. O el atrevimiento (y fenomenal fracaso) de Star Trek: Discovery, que introdujo tantos desatinos en el universo trekkie que al final de todo Spock tuvo que reclamar a la Federación una ordenanza que dijera: “de esto hay que olvidarse y quien quiera hablar de esto será acusado de alta traición”. ¡Ah, claro!
De las películas no digo nada, porque tienen una gran virtud: sirven para dormirse. No hay “producción original” de Netflix que se salve, hasta ahora, de la ignominia, la pereza intelectual, el burocratismo fílmico.
Amazon, en ese sentido, demuestra que no todo tendría que ser así. Fleabag (coproducida por Amazon y BBC Tres) es extraordinaria. The Marvelous Mrs. Maisel, también. Good Omens, también coproducida con la BBC, parece buena al principio pero después se revela como una porquería (la culpa es del libro en la que está basada). Transparent tiene un tono extraño, pero la serie no es del todo despreciable.
Estamos en los albores de un nuevo estilo de mirar televisión. Pero mientras la prensa especializada no abandone su complacencia para con las porquerías que se nos ofrecen, no habremos ganado demasiado salvo el derecho a revolver nuestra propia basura.
Una no va a rasgarse las vestiduras para apoyar a los gerontes de Hollywood, pero el futuro no puede ser más mediocre que el pasado, señores de Netflix. 


sábado, 15 de junio de 2019

Matungos de carrera

Por Daniel Link para Perfil

Se abrieron las gateras y los caballos salieron a paso cansino, tratando de convencer a los apostadores de que son caballitos de carrera cuando son matungos, psicotizados por tanto arrastrar el carro de la miseria.
¿Todos ellos? En realidad son tres, que pertenecen al mismo haras, cada vez más decadente.
Abandonemos la analogía: los animales no tienen la culpa del despropósito de los políticos que, no contentos con haber generado un 1989, ahora pretenden cocinarse un 2001. Sí, queremos gritar “Que se vayan todeeeeees”. El hastío que provocan las internas peronistas nacionalizadas ya no tiene límite en el cielo. Es verdad que el peronismo no es un partido, sino un movimiento y es verdad que los peronistas no son malos ni buenos, sino incorregibles. Pero también es cierto que en las alianzas que se lanzan a competir por una cuota de poder cada vez menos interesante hay mucho de vileza.
¿Podíamos temer más a alguien que al Sr. Macri? Sí: al Sr. Macri aliado con el señor Pichetto. La fórmula macedoniana podía resultarnos simpática, hasta que se reveló con toda su fuerza como el espejo deformante de la realidad: el peronismo está en todas partes, y su nombre es ya una anomia insensata que nada quiere decir, porque no tiene casi nada que decir, salvo el deseo de poder. Por eso, para eso, no hay fórmula peronista que no sostenga que se honrarán los compromisos. Del compromiso con los apostadores, perdón: con el electorado, ni hablar. Creen hacernos con su andar de matungos de carrera.


sábado, 8 de junio de 2019

Nombres y gestos impropios

Por Daniel Link para Perfil

Ya hablé aquí de Cecilia Bartoli, pero me quedé pensando en el barroco y su política de las apariencias. En su disco Sacrificium (2009) la Bartoli desempolvó de los archivos las partituras que cantaban los castrati, esas criaturas sobrenaturales que fueron llamadas a desempeñar roles soberanos. En los recitales de presentación de ese disco que arrasó en los charters, Cecilia Bartoli se viste de hombre, proponiendo un pliegue o un rizo barroco ya conocido por esa época de ingenios, equívocos, descentramientos y excentricidades. La voz inapropiada se liga con unos gestos inapropiados y reclama una política de los nombres inapropiados.
En las performances que hoy reconocemos como drageo o como crossplay se aúnan el uso de un disfraz o traje asociado con un nombre genérico (“hombre” o “mujer”) que recubre un cuerpo que desnudo se asociaría con el nombre paradigmáticamente opuesto, y el desempeño de una serie de gestos tradicionalmente asociados con el disfraz o traje que se viste (gestos ritualizados socialmente). El efecto de estos usos de gestos y ropajes es la interrupción del género como categoría continua y de ahí su interés para quienes vivimos atravesados por las políticas identitarias del siglo XXI.
Un caso bien documentado en los archivos es el de Eleno de Céspedes, quien nacida mujer en el siglo XVI decidió cambiar sus ropas y su nombre y vivir como un hombre en busca de una vida mejor. En 1587 le sometieron a juicio, luego de haber sido cirujano de la Corte madrileña durante varios años.
Más interesante por su alcance americano es el caso de la Monja Alférez. Catalina de Erauso fue bautizada como niña y educada en un convento como tal en su ciudad natal de Donostia-San Sebastián, vivió toda su vida adulta con nombre de varón. Después de servir a varios amos, y convencida de que “...era mi inclinación andar y ver mundo”, como escribe en su Autobiografía, la encontramos en América, primero como ayudante de comerciantes, luego como soldado de la conquista de Chile y en batalla contra los araucanos, donde ganó el grado militar de alférez. Más adelante, contribuye a reprimir el alzamiento de Alonso de Ibáñez en Potosí y lucha contra el pirata holandés Spilberg en las costas de Perú. En 1620, huyendo de uno de sus hechos sangrientos en el Cuzco, se confiesa con el obispo de esa ciudad, a quien revela su verdadero género.
Su vida dará un giro importante, pues pasará de la clandestinidad al público reconocimiento, y de ahí a la fama y a la exhibición más espectacular de su excentricidad. En Madrid conseguirá el reconocimiento y la recompensa a sus méritos militares, tramitando ante Felipe III y el Consejo de Indias un memorando que, aceptado, se tradujo en una renta vitalicia que le permitiría volver a América. Antes del regreso, Catalina visitará en Roma a Urbano VIII, quien, tras recomendarle el debido respeto al quinto mandamiento (non occides), le autorizó seguir viviendo con traje de hombre, pero dentro de los límites de la virtud.
Lope de Vega alertaba en su Arte nuevo de hacer comedias que: “Las damas no desdigan de su nombre,/ y, si mudaren traje, sea de modo/ que pueda perdonarse, porque suele/ el disfraz varonil agradar mucho”. Lope propuso su propio ejercicio de interrupción de género a partir de la figura de una tal María Pérez del siglo XII (previa a Juana de Arco) en La varona castellana.
El término (de alcurnia bíblica) me parece completamente apropiado para ese juego de máscaras. Disfrazada de varón, quien tuviera que interpretar a la varona debía citar el conjunto de gestos que la época asociaba con el nombre “hombre de batalla”, tal y como María Pérez los había desempeñado en su momento (como en la ópera, según un repertorio convencional de gestos).
Es el mismo proceso al que tuvo que someterse Marilina Ross en la película La Raulito (1975), dirigida por Lautaro Murúa. La actriz debía citar no los gestos de un hombre sino los gestos que previamente había citado una varona: María Esther Duffau (1933-2008), conocida como "La Raulito". Una semiosis infinita, la discontinuidad del género.