sábado, 30 de abril de 2011

Piedra libre

por Daniel Link para Perfil



Los fonemas, determinó el príncipe Nikolái Trubezkói en sus elegantes Principios de fonología (1939), son las unidades lingüísticas mínimas (aquellas cuya variación determina el cambio de sentido): en “casa” y “cosa” es evidente que la variación entre a y o produce un cambio de sentido.

Como los alfabetos son limitados en sus signos, y convencionales (es decir: arbitrarios), muchas veces sucede que un mismo fonema se escribe de diferente modo. Es lo que sucede con “campo”, “Clarín”, “Carrió” y “Cobos”, que escriben diferente el mismo fonema que suena en “Kirchner”, “kantiano”, “kermés” y “paka-paka” o en “quepis” (como la Academia recomienda escribir kepis) y “quilombero”.

En efecto, c-k-q son transcripciones gráficas del mismo fonema (oclusivo velar sordo) /k/.

La letra k aparece raramente en palabras castellanas e indica invariablemente términos adoptados por préstamo o cultismo en los últimos dos siglos.

Por ejemplo, “Kirchner” viene del alemán y “paka-paka” de una variedad de quechua, que no es una lengua, sino un grupo lingüístico que agrupa a varias lenguas incomprensibles entre sí. El complejo quechua es tan diverso como pueda serlo la rama romance de las lenguas indoeuropeas: francés, castellano, catalán.

La escritura quechua es una invención política muy tardía (entre 1939 y 1954): la grafía k, pues, es totalmente arbitraria, como la expectativa de considerar al quechua una lengua única. Le pregunto a Marta qué quiere decir “pakapaka”. Me contesta: “No sé, yo soy de Cochabamba, eso debe ser de Cuzco”.

La cifra total de hablantes de las diferentes variedades de quechua se estima hoy entre 7 y 10 millones. En Argentina son sólo algunos miles. La Wikipidiya (wikipedia en quechua, variedad “franca”, imperial) informa que “Paka-paka icha pakakuna nisqaqa wawakunap pukllayninmi, tukuy Tiksimuyuntinpi runakunap riqsisqanmi”. O sea: jugar a las escondidas, el juego del escondite. En quechua santiagueño, “Pakay” es ocultar, esconder, encubrir, “Pakakuy”, ocultarse, taparse la cara y “Pakará”, un árbol de copa extendida en amplia sombrilla, también conocido como timbó. En otras variedades, “Pakacuna” quiere decir escondrijo; “Pakaicuna”, encubrir; “Pakaskka”, oculto. “Paka” puede significar ingle o entrepierna y por eso “Paka usa” designa a la ladilla o piojo del pubis. Juego se dice “Pujllay”.

Hay palabras castellanas que vienen del quechua, como cancha (“kancha”), cóndor, (“kuntur”), china (“china”, ‘hembra de los animales’, ‘sirvienta’), vizcacha (“wisk´acha”).


viernes, 29 de abril de 2011

Monarcas

por Pola Oloixarac para Quimera

Los últimos días del verano porteño trajeron una de esas noches-diamante que son varios libros en sí mismos. En el noble recinto donde una vez recitara su poesía Federico García Lorca, se casaron Dañel Link y Sebastián Freire, en tuxedos impecables; podían adivinarse los aleteos, las batallas de bibliografía comentada, cataratas de tinta futura intentando descifrar la distribución de las mesas. Buenos Aires era Venecia, en los ojos cerúleos de Edgardo Cozarinsky encendidos bajo el antifaz; era la república amorosa de Won Kar Wai, en las paredes endiabladas de rojo barroco. Sé de algunos fascinerosos que merodeaban a Beatriz Sarlo con la oscura intención de morderle las perlas y verificar su autenticidad; no obstante, el clima de decoro y glamour se mantuvo intacto en el birreinato del Plata, donde Beatriz y Josefina Ludmer ejercen su majestad. La elegancia black-tie de la fiesta transmitía el mensaje moral: que los siglos de esponsales entre sexos diferentes no habían sido más que un pasaje, la pupa previa a la aparición sagrada, inolvidable, de la mariposa auténtica. Estábamos, después de todo, en el Salón Imperial del Club Español: una justa metáfora del lugar de la literatura argentina según sus hacedores.
Durante días, los mundanos departamentos de Spanish en Stanford, Birkbeck College y Harvard, desde donde escribo estas líneas, no tuvieron otro tema de conversación (¿qué se puso Ariel Schettini?). Al son de la melodía inmortal de Las gatitas y ratones de Porcel entraron los novios: se besaron sobre el escenario, y Dañel desplegó su abanico negro para cubrir otro beso. Se abrió el telón de terciopelo y vimos a Mario Bellatin, Pantócrator, portador de la Escrituras, seguido de una corte de princesas (Gaby Bex, Ale Ros et al.). Mario leyó su Epístola y extendió su garfio mágico portando sendos anillos para los novios. Un San Sebastián penetrado por las flechas comandaba el altar; al son de “La Pulpera de Santa Lucía”, jóvenes faunos en moñito y zungas negras coparon la pista.
Es sabido que la musa de Borges fue la Enciclopedia Britannica pero su verdadera suerte literaria fue tenerla cerca a Victoria Ocampo, que organizaba las mejores fiestas. Ningún tándem compuesto por humanos supo destronar esa dupla; con todo, no cabe duda de que el peronismo (agrupación literaria en la saga de Boedo) hizo suya en la últimas décadas la corona de autor posmoderno argentino más leído; un destino exagerado, en tanto su única aspiración es pertenecer al ensayismo social. Este linaje sólo podía darse terminado con la aparición de una reina. Es Dañel, de la prosa hija de Barthes (y del brazo de Freire, dibujante de luz), que sabe conducir los hados empíreos y subtérranos (su Montserrat es imprescindible para comprender el afterlife de los fantasmas de Borges) y que, a golpe de abanico, como la Pulpera, transmite el don de la vocación de la voz (¿puede haber algo más hermoso?) a cícladas de jóvenes: él, que, como Tiresias, ya fue y vino entre los cromosomas.

miércoles, 27 de abril de 2011

JAPÓN en la 37.a Feria Internacional del Libro de Buenos Aires

Del 20 de abril al 9 de mayo de 2011, la Embajada del Japón participará de la 37° Feria Internacional del Libro de Buenos Aires en los stands* N° 317 y 319, ubicados en el Pabellón Azul.

Día del Japón


Haiku. Oficio de vivir, oficio de poeta,


Conferencia a cargo del escritor y poeta Alberto Silva, doctor en Letras por la Universidad de París.

Día: viernes 29 de abril de 2011, 17 hs.

Lugar: Sala Victoria Ocampo, 37.a Feria Internacional del Libro, Predio Ferial, Av. Sarmiento 2704, Ciudad A. de Buenos Aires.

(Se pueden solicitar invitaciones para acceder al día de Japón en la Feria, sin cargo.)

Informes: (011) 4816-3111, centro-info@japan.org.ar

Haiku. Oficio de vivir, oficio de poeta

El haiku es una de las raíces más vigorosas del árbol de la literatura japonesa. Su carácter peculiar consiste en presentarse, de forma indisoluble, como poesía y como experiencia. Arte poético de calidad, el haiku designa, a la vez, un estilo de vida. Esta doble condición explica que, desde sus comienzos en el siglo XVI, haiku y zen hayan sido entendidos como ámbitos colindantes y de alguna forma co-extensivos. Hoy como ayer, haiku es el modo de llamar a un arte retórico peculiar que llega a ser, además, un medio eficaz para percibir, disfrutar y celebrar cada instante. Desde hace algunas décadas, el haiku japonés traspone las fronteras del archipiélago y no sólo es disfrutado por extranjeros, sino también escrito en diversas lenguas de Occidente.


martes, 26 de abril de 2011

Para el bronce



lunes, 25 de abril de 2011

¡Un médico a la izquierda!

Sobre House yo ya dije todo lo que podía. Ahora me arrepiento de algo que deslicé: "yo seguiré viendo House". Ya no hay necesidad, me abstengo para siempre.
Sus peores vicios (que eran todos y nada había en la serie que escapara al vicio y al error) han sido resueltos con maestría y elegancia en Monroe, la nueva serie de la BBC que tomó el toro por las astas y decidió reparar lo irreparable.
¡Una deconstrucción! (no, che, estamos hablando de gente british, enemiga de la filosofía continental, un poco más de respeto). Es una serie episódica (y como tal, terminará cansándome). Pero es un ejercicio tan fino de lectura de la chatarra norteamericana que parece un ejercicio de estilo.
En primer lugar, Monroe está protagonizada por el extraordinario James Nesbitt, a quien habíamos ya celebrado en el papel doble de Jekyll y Hide en Jekyll (no encuentro registro de mis observaciones sobre esa serie, lo que me parece raro: seguiré buscando).
Monroe no es un clínico de diagnóstico sino un neurocirujano brillante (no es adicto a los calmantes, a diferencia de House, pero sí al tabaco). La mitad de los rasgos desagradables de House los ha conservado. La otra mitad han pasado a su colega la Dra. (cardiocirujana) Jenny Bremner, lo que vuelve un poco más dinámica la "lucha interior", tan insoportable en House y tan divertida en Monroe porque supone un contrapunto entre diferentes caracteres, ninguno de los cuales es totalmente insoportable como sucede en el antecedente princetoniano.
El amigo de Monroe (el único, como en el caso de su predecesor lisiado), es su anestesista. Monroe es misántropo y psicópata, Bremner es fría y resentida.
Los diálogos (entre ellos y con los demás) son precisos y se sostienen en un ritmo narrativo impecable, hasta el momento.

La relación con los internos es, como en House, un festival de descalificaciones, injurias y burlas de todo tipo. Pero nadie supone que ésa sea la forma correcta de introducir a los jóvenes en la práctica médica, y tampoco se sostiene el convencimiento en los poderes mágico-chamánicos del doctor.
Monroe tiene una vida privada complicada: una hija muerta (en una operación de cerebro, fijate vos), un hijo que estudia filosofía y una esposa que lo ha abandonado porque no lo aguanta más.

¡Ah, las locaciones! El hospital donde trabajan Bremner (la actriz es divina, pero su personaje ostenta una cara de culo abigarrado y apretado que hay que entender como un mérito actoral) y Monroe (¡bañate, sucio!) es precioso y dan casi ganas de pedir a gritos una intervención quirúrgica cualquiera para poder contemplar más de cerca esos azulejos negros y azul oscuro, verdes pizarra, todo castaño.
Por supuesto, Monroe no descansa sobre el disparate teórico de que la medicina es infalible una vez realizado el diagnóstico: Monroe y Bremner tendrán que enfrentar más de un fracaso (más de una muerte). La jefa de diagnóstico y derivación (los pacientes les llegan a estos amargados como corresponde, es decir: ya diagnosticados) sufre un accidente cerebrovascular que tal vez (estamos viendo) le impida continuar con el ejercicio de la medicina. Por supuesto, Monroe la consuela de la mejor manera posible.
Los casos son todos ellos interesantes y, lo que es más importante: justificados. Acá no le abren la cabeza a nadie para ver qué onda, sino porque hace falta. E incluso, a veces meten la pata.
Ayer dimos por triunfadora a la colonia (la enormidad del atrevimiento, sin embargo, vuelve insignificante ese percance). Hoy hay que volver a aplaudir la sabiduría metropolitana (ah: ya está en línea el primer capítulo de esta temporada de Doctor Who!).


domingo, 24 de abril de 2011

sábado, 23 de abril de 2011

La infancia conectada

por Daniel Link para Perfil

Un amigo me pide ayuda para mover una biblioteca de lo que fue su antiguo estudio y que ahora se transformará en el cuarto para el bebé. Pasa a buscarme con su auto nuevo, un modelo familiar gigantesco que parece un transatlántico. Curiosamente, cuando me siento a su lado, no tengo lugar para las piernas y, cuando quiero correr el asiento para atrás, me advierte que no voy a poder hacerlo porque está la silla para el bebé ("por eso tuve que cambiar el auto", agrega).
La monstruosidad que reposa en el asiento trasero ocupa más de la mitad del espacio disponible. Al lado, unas bolsas que no entran en el baúl, donde se guarda el carrito de paseo de la criatura.
Llegamos a la casa de mi amigo y movemos la biblioteca a su nuevo lugar. El bebé se ha despertado recién de la siesta en su mecedora vibratoria, desde donde nos mira. ¿Vibra? Habitualmente sí, pero ahora se le han acabado las pilas. Otro tanto sucede con el móvil gigantesco instalado sobre el moises, un dispositivo que gira, brilla y canta (o emite melodías) en cuanto el bebé comienza a llorar.
Hasta ahora, el bebé dormía cerca de la cama de sus padres, pero han decidido mudarlo y, por lo tanto, han encargado en Europa un baby call con video, que les informará no sólo si el bebé se despierta y llora, sino qué movimientos realiza y, eventualmente, si un secuestrador se apresta a llevárselo para siempre.
Semejante despliegue tecnológico me marea un poco y me hace pensar en los miles de millones de niños que crecieron sin ninguna de esas herramientas. El cuco, los atentos oídos de los padres, y una precaución generalizada servían para alcanzar el umbral de adultez que, intuyo, este bebé no alcanzará jamás del todo.

(anterior)


jueves, 21 de abril de 2011

La dipsómana

En una remota playa de la costa atlántica, donde un grupo de esforzados ha decidido extender el verano hasta donde sea posible (es decir: hasta el domingo de pascuas) dos jóvenes se entretienen antes del almuerzo tomando una limonada de jarra y mirando, en la laptop, catálogos de pantalones (o zapatos).
De pronto, llega una mujer en su cincuentena, con un niño de entre cuatro o cinco años de la mano. Mira alrededor, como buscando sitio, y le dice a su pequeño acompañante (por cuyo futuro empezamos a temblar): "¡Mirá qué rico clericó!"

(anterior)

miércoles, 20 de abril de 2011

¡Sensacional!



lunes, 18 de abril de 2011

Post-Lost



Después de la postmodernidad, llegó la postautonomía y, con ella, el postcine e, incluso, la postelevisión. Y todo sucede a mi alrededor, como un torbellino que me arrastra. Pero: ¿Post-Lost?
Así como lo oyen (bah: como lo leen).
La serie se llama Outcasts y, como es británica, la primera temporada de ocho capítulos ya terminó. ¿Habrá otra? No creo que para nosotros (o para nadie, porque la BBC parece haberla cancelado, así que este post será un festival de spoilers).
Como en Lost, hay un grupo de gente varada en un lugar remoto. En este caso no es una isla, sino un planeta (la humanidad, se nos dice, ha perecido enteramente, aunque es probable que sea todo mentira porque, como en Lost, a la gente le encanta decir las cosas a medias, guardar secretos, tergiverssar y dar a entender lo contrario de lo que verdaderamente sucede).
Aunque son muchos más que los de la isla, como en Lost, los varados (o colonos, o lo que se prefiera), son un ejército de reserva de personajes secundarios y nada más. Como en Lost, viven precariamente (aunque hace quince años que están en ese planeta inhóspito y misterioso que han llamado Carpathia), como si fueran villeros supertalentosos.
Por fuera de los límites de la ciudadela circulan, como en Lost, "otros". Pronto se sabrá que son unos clones que salieron mal (medio rebeldes, o medios infecciosos) y los echaron a la mierda (bah: los iban a matar pero después uno se apiadó). Desde ahí, los clones amenazan a los habitantes de la ciudad, que tienen un presidente medio nabo y un ¡consejo de administración! incompetente integrado por extras que no pueden decir palabra.
Del planeta no saben nada. Se han instalado lejos del agua (como en Lost) y no se entiende por qué. Están lejos de la playa, porque la suponen radioactiva. Como en Lost, van apareciendo de la nada personajes que estaban en otra parte (nunca más lejos que una caminata de un día). Como en Lost, hay visiones de personas muertas y perros labradores (vivos o no). Como en Lost, las mujeres no quedan embarazadas, lo que pone en riesgo la supervivencia de la especie.
Como en Lost, hay fuerzas misteriosas: hacia el final de la primera temporada se sabrá que son los nativos del planeta, dispuestos a eliminar a los humanos y su soberbia colonizadora. Como en Lost, hay personajes de una maldad mayúscula e incomprensible. Como en Lost, se trata de la guerra y de las comunidades (imposibles).
A diferencia de Lost, a nadie le importa nada lo que a esta gente le pasa. ¿Cómo puede ser? Es que, a diferencia de Lost, Outcasts es totalmente previsible (¡es post-Lost!), no está bien actuada, los personajes son en un noventa por ciento desagradables y bloquean todo proceso de identificación primaria, el relato es burocrático y moroso, pero carece de intensidad (lo que bloquea los procesos de identificación secundaria), en fin: por una vez, ganan los norteamericanos.
¿En qué cabeza cabe amplificar Lost y llevarla al espacio y al año 2040?
Obviamente a nadie y la serie empezó con 4.5 millones de espectadores y terminó con 1.56. Me hubieran preguntado a mí y les ahorraba unas cuantas libras, che. Pusimos lo mejor de nosotros, pero al final tuvimos que verla en fast-forward. ¿O se creían que, ahora, nos podían encajar cualquier verdura?

domingo, 17 de abril de 2011

Otro cuento del tío

por Daniel Guebel para Perfil

El sábado por la tarde suena el timbre de mi casa. Salgo. Es un albañil, o al menos, viste sus ropas. Me dice que está trabajando por la zona junto a una cuadrilla y me pregunta si no quiero que arregle los baldosones de la vereda, ya algo levantados por las raíces de los árboles. Primero le digo que no, luego le pregunto por el valor del trabajo, me lo dice (pongamos equis), acepto.
Entro a casa, sigo trabajando. Escucho el ruido de los martillazos sobre las lajas, sé que falta poco para arrepentirme. Al rato, suena de nuevo el timbre. El albañil me dice que hace calor, me pide agua. Le acerco una jarra llena de agua helada. Agradece y sigue. Entro en mi casa. Al rato, el timbre. El albañil me avisa que en el golpeteo descubrió un viejo caño de desagüe en el que ya penetraron las raíces de los tilos, y se ha aposentado el barro. Además, el zanjón está inundado por la rotura del caño, y me dice que si no lo arreglo me va a entrar humedad en la casa. Miro el caño, le digo que por la ubicación debe corresponder a la casa de la vecina, me asegura que no, siempre mirándome a los ojos, me dice que es el caño de desagüe pluvial de mi terraza. Le digo que no y señalo la bajada verdadera, a dos metros de distancia del roto y descubierto.
Me asegura que no, que es otro, el segundo, y que hay que cambiarlo. De golpe, el albañil no es uno, ha venido su jefe, dos más, uno de ellos autotitulado plomero, y el valor de la reparación se ha multiplicado por cuatro (pongamos zeta).
Vacilo entre echarlos y reparar eso, discuto el presupuesto, no bajan mucho, acepto. Entretanto, el jefe me pide ropa usada, “tengo seis hijos”, busco en mi placard y le doy remeras, un par de zapatillas. Cuando han terminado, salgo a buscar la jarra y el vaso. “¿No me los regala, que es mi cumpleaños?”, dice el jefe. Ya sólo quiero que se vayan. Hay una reparación precaria, fea y mal hecha de los baldosones, un caño seguramente mal conectado.
Me dicen que al día siguiente haga correr el agua en mi terraza para destapar el caño. Los escombros se apilan en la vereda.
Dicen que los pasarán a buscar el lunes. Sé que el lunes, como efectivamente hice, tendré que palear toda la basura, juntarla en bolsas de albañil. Pago. Al rato sale mi vecina a la calle. Observa que han roto parte de su vereda para sacar un caño de su casa que por supuesto estaba anulado hacía años. De hecho, el agua acumulada en el zanjón debió de haber salido de la jarra que sirvió como regalo de cumpleaños.

Dicen que...

.. En 1989, respondiendo a una encuesta de la revista Espacios de la UBA sobre la literatura y la crítica en la Argentina, Daniel Link decía que la clase era el lugar de todos los intercambios. Años después invertiría la dirección del mismo razonamiento e insinuaría así una estrategia bidireccional o enrulada, cuando tituló Clases un libro entero de lecciones de crítica literaria y de crítica política de la cultura: ahora el resultado publicado de la “investigación”, y sobre todo el lector de libros de crítica universitaria, eran el laboratorio donde el trabajo de las clases previas era puesto a prueba y a la vez el terreno al que esa práctica vocal, presencial e institucional era enviada por escrito (Link, 2005). En sí mismo el procedimiento no tenía tanto de novedoso, pero la política de la crítica a que se jugaba en el momento en que lo hacía representaba un desafío ‐¿cuánto hacía que, para la crítica más leída, los libros de lecciones eran una antigualla políticamente incorrecta que además casi nadie recordaba?‐. Sobre el asunto, me escribía Link hace unos meses: “Nunca me arrepentí de haber hecho libros escolares porque me parece que en relación con ese sujeto [secundario o medio] se juegan la nobleza y la eficacia de una práctica (al menos en estas latitudes)”.

Miguel Dalmaroni. "La crítica universitaria y el sujeto secundario. Panfleto sobre un modo de intervención subalterno", para El toldo de Astier. Propuestas y estudios sobre enseñanza de la lengua y la literatura, 2: 2 (La Plata: abril de 2011)

sábado, 16 de abril de 2011

Citizen Moriguchi



Por Daniel Link para Perfil


Kokuhaku (Tetsuya Nakashima, 2010), cuyo título en inglés es Confessions, fue seleccionada por Japón como candidata al Oscar como Mejor Película en Lengua Extranjera en la 83ª Edición de los Oscar. Había ganado en los rubros Mejor Película, Mejor Director, Mejor Guión y Mejor Editor en la 34ª entrega de los premios de la Academia Japonesa. Hollywood, sin embargo, no la entendió y decidió no ternarla.

En consecuencia, la extraordinaria película de Nakashima ha perdido toda chance de ser distribuida en Argentina, un país dominado (en lo que a gustos cinematográficos se refiere) por un provincianismo igualmente obediente de los mandatos de los festivales europeos (cuyas grillas suelen anticipar la de nuestro querido BAFICI) y los de los canales de distribución norteamericanos.

Hace unos días, le pregunté a uno de los programadores más finos y menos complacientes de los festivales cinematográficos argentinos si había visto la película y no sabía de qué le estaba hablando. Localicé un cinéfilo en Adrogué que la había visto. Me dijo que “la fotografía es muy buena, pero todo lo demás (historia, trama, pero sobre todo el mensaje) me pareció horroroso, nefasto... Esta película le vendría como anillo al dedo a más de un político argentino”.

Me sorprendió el comentario, porque ciertamente no imagino cómo una historia de niños psicóticos asesinos y maestras extraviadas y vengativas podría servir de fundamento a cualquier forma de política, pero no quise entrar en una discusión que involucrara la edad de punibilidad (algo que la maestra desquiciada que protagoniza la película enarbola todo el tiempo) y la de consentimiento, porque me pareció que el tema de Kokuhaku no era ése, sino los seísmos que se producen cuando dos culturas se tocan.

En películas anteriores como Shimotsuma monogatari (Kamikaze girls, 2004), una comedia bizarra y un poco abrumadora, Nakashima ya había investigado el punto de sutura entre Oriente y Occidente: la protagonista, una adolescente teñida de rubio que viste exclusivamente trajes de estilo rococó y se dedica al bordado como actividad principal, se encuentra con una coetánea motoquera, punk y evidentemente lesbiana. En ese revoltijo insoportable, parecía, Nakashima encontraba los materiales para reflexionar sobre la cultura actual (quiero decir: japonesa).

Kokuhaku lleva más lejos el asunto, tratándolo ahora con una seriedad que quema. La película (basada en el best seller de la bellísima Kanae Minato) comienza con la última clase que la profesora Yuko Moriguchi dará a sus alumnos antes de las vacaciones de primavera. No volverá a las aulas, y como despedida revela a sus alumnos de 13 años que su hija de 4 años no murió ahogada accidentalmente sino que fue asesinada por dos de los alumnos que están en esa aula (ella dice). Y como la ley protege a esos niños asesinos, la “ciudadana Moriguchi” ha decidido hacer justicia por mano propia.

Ya ese ininterrumpido monólogo de media hora (jamás el cine mostró una clase de escuela con la inteligencia, la paciencia y la sagacidad de la que hace gala Nakashima) habría bastado para considerar a Kokuhaku como una obra maestra (la sociabilidad del aula, el cansancio de los adolescentes, sus ausencias, los gritos). Pero no conforme con eso, Nakashima (según el modelo de Citizen Kane, que había usado ya en Kiraware Matsuko no isshô -Memories of Matsuko, 2006), mediante sucesivos testimonios, completa el rompecabezas de unas conciencias averiadas y se hunde en los delirios de venganza e indiferencia por la vida que tensionan al límite una película que no desdeña ni el psicologismo más barato ni el abuso de la cámara lenta, porque lo que le importa subrayar está en un más allá de la conciencia y de la técnica: en sus cimientos.

Lo que a Nakashima le interesa es el contacto de “lo japonés” (si se nos permite la pereza intelectual) con Occidente: Moriguchi supervisa un programa nutricional (leche), la Biblia que ha leído un personaje clave de la historia (ya muerto) ocupa un lugar fundamental en los ideales de “redención” (noción cristiana) que persigue la “ciudadana Moriguchi”; la banda de sonido repite obsesivamente las más mórbidas canciones de Radiohead (Last Flowers); etc...

Kokuhaku no es agitprop, es arte. No protesta por la inadecuación de la legislación, brinda testimonio del abandono en esos bordes o fisuras en los que la Ley se declara ausente, porque la cultura misma se ha desbaratado al chocar con otra placa que le ofrece resistencia. Por lo mismo, no tiene horizonte de reconocimiento: ni Hollywood, ni el BAFICI.

viernes, 15 de abril de 2011

El oso y las formas


Foto: Sebastián Freire

El mito de la caverna

Por Daniel Link para Soy


Más allá de las variantes culturales (que la antropología urbana no cesa de investigar), también pueden interrogarse los aspectos éticos de la aparición de una forma de vida que apenas si ha alcanzado la madurez: el oso, la cultura úrsida.


Cultura Debo a la conjunción de una película y una cita filosófica el impulso para emprender esta indagación. La película se llama Bearcity (2010, escrita y dirigida por Douglas Langway) y combina idénticas dosis de estupidez y dogmatismo para exponer algunas características de la comunidad úrsida norteamericana (el lugar de aparición de la especie) en clave Sex and the City: cuatro amig@s que exponen sus problemas sentimentales. Todos los años y como tradición de la cultura úrsida, se celebra en San Francisco el IBR (International Bear Rendezvous), que dura un fin de semana durante el cual se eligen a Mr. Bear International, Mr. Cub Internacional, Mr. Daddy Internacional y Mr. Grizzly Internacional (ver más abajo el vocabulario). La película imagina un festival similar, Bearcity, en el neoyorquino bar Eagle, donde se dan cita todas las variedades úrsidas.
La comunidad úrsida es una subcultura dentro de la comunidad gay. En Buenos Aires, la asociación Osos de Buenos Aires organiza actividades dirigidas a quienes con sus principios se identifican.

Un vocabulario

Úrsidos: género de la familia de mamíferos del orden de los carnívoros, de gran tamaño, generalmente omnívoros (salvo el ursus maritimus o polar, que por razones obvias, es totalmente carnívoro) y plantígrados (como el hombre, apoyan la planta entera de los pies al caminar). Las patas traseras están dotadas de cinco dedos. Se mueven con un caminar pesado, tienen orejas cortas y cola rudimentaria y carecen de los colmillos característicos de la mayoría de los carnívoros. Son de hábito solitario y no territoriales y pueden ocupar gran variedad de hábitats. El acoso de los seres humanos los han confinado a las zonas más apartadas y salvajes de las montañas, los bosques y las regiones árticas. Muchas especies se han extinguido. Algunas especies actuales son: el polar, el pardo (y la subespecie gris o grizzly), el negro americano (o baribal), el tibetano o negro asiático, el malayo, el bezudo, el ucumarí (o de anteojos), el único de Sudamérica (desde Bolivia y los Andes peruanos, colombianos y ecuatorianos hasta parte de Venezuela y Panamá), y el Panda (que no es propiamente un úrsido).

Oso (ingl. bear): hombre maduro de complexión fuerte o gruesa, con barba y generalmente con vello en el cuerpo.

Oso Pardo (ingl. grizzly bear): hombre robusto que puede tener panza sin ser gordo ni gigante. Muy velludo y de pelo oscuro.

Cachorro u osezno (ingl. cub): joven con contextura y atributos de oso.

Oso polar (ingl. polar bear): oso maduro con los cabellos y el vello prácticamente blancos.

Papá oso (ingl. daddy bear): oso que siente atracción por los cachorros.

MusculOso (ingl. muscle bear): musculoca peluda y de barba recortada.

Cueroso (ingl. leather bear): oso que viste, gusta del cuero y practica el bondage.

Electroso (ingl. electronic bear): oso que gusta de la música electrónica y el clubing.

Cazador (ingl. chaser): alguien que siente atracción por los osos sin identificarse con los estereotipos físicos de oso o de cachorro.

Quedada: encuentro organizado de osos, por lo general a lo largo de un fin de semana.

Jack Radcliffe: estrella del porno gay osuno.

Gordito (ingl. chubby o chub): hombre obeso, generalmente sin vello corporal.

Lobo (ingl. wolf): hombre de complexión normal y velludo.

Nutria (ingl. otter): hombre pequeño o delgado y velludo.

Sistema Natural de Clasificación de Osos (ingl. The Natural Bears Classification System, NBCS): sistema creado por Bob Donahue y Jeff Stoner durante el fin de semana de Acción de Gracias de 1989, mientras almorzaban en un Wendy's de Boulder (Colorado) como sistema "increíblemente científico" para la clasificación de osos. Como ambos tenían intereses en astronomía, adaptaron un sistema de clasificación de estrellas y galaxias, considerando grados de aparición (o no) de determinados atributos, como la B (para "barba") seguida de un numeral del 0 al 9; f (por fur, el vello corporal), seguido de una cantidad de signos "+", etc. Un marcador típico sería el de los propios autores del sistema: Bob Donahue, B5 c+ f s-: w t- r k?; Jeff Stoner, B6 f+ w sv w r+ k(+?).


Ética La cita la que aludí es de Giorgio Agamben y está en la página 94 de su libro Profanaciones: “la subjetividad se muestra y resiste con más fuerza en el punto en que los dispositivos la capturan y la ponen en juego. Una subjetividad se produce donde el viviente, encontrado el lenguaje y poniéndose en juego en él sin reservas, exhibe en un gesto su irreductibilidad a él. Todo el resto es psicología, y en ninguna parte de la psicología encontramos algo así como un sujeto ético, una forma de vida.”
La gordura (o la falta de ella) es un problema político en la comunidad úrsida, algunos de cuyos miembros consideran que la estilización del sobrepeso constituye una forma de autoindulgencia para con los propios trastornos alimenticios y sus consecuencias sobre la salud. Otros, por el contrario, consideran discriminatorio el rechazo de los obesos (su exclusión, por ejemplo, en los eventos de MusculOsos).
Incluso, se ha señalado un leve racismo en la comunidad úrsida, dado que la predilección ordenada alrededor de los cuerpos hirsutos inclina la balanza racial hacia quienes genéticamente están predispuestos a esa proliferación (los "caucásicos" o con mayor precisión celtas, mediterráneos, semitas, etc.) y traza un límite prácticamente infranqueable para los descendientes de pueblos originarios de América, negros y asiáticos, entre otros.
Tratándose de la ética, cada cual sabrá a qué atenerse y con qué comprometerse, por supuesto. Para alimentar un necesario debate, Soy ofrece dos posiciones de reconocidos ursólogos (uno norteamericano, el otro italiano).

El oso de la revolución está hibernando

Entrevista de Little Prince(ss) a Les Kirk Wright
(trad. D.L.)

Feo es bello: sería díficl pensar un oxímoron más contradictorio y más potencialmente revolucionario en lo se refiere a los juegos de poder en los que se funda el régimen de belleza. En el reino tiránico del rey “En Peso” y de la reina “Depilación”, ser orgullosamente gordo y peludo (ser fabulosamente feo) podría significar llevar adelante una lucha de liberación antropológica. Por otro lado, si se acepta el lugar común de que “gustos son gustos”, la definición de “feo” se torna ofensiva y políticamente incorrecta: el feo pretende ahora la certificación ISO de belleza y la canonización como “diversamente bello”. ¿Por cuáles de esas avenidas transitará el movimiento úrsido norteamericano, donde nacio y donde, tal vez, hoy agonice? Para contestar esa pregunta, nadie mejor que el erudito Les Kirk Wright, autor de The Bear Book: Readings in the History and Evolution of a Gay Male Subculture (1997) y The Bear Book, 2 (2001), curador de Bear Icons, y director del The Bear History Project.

¿Cuáles son las raíces de la subcultura úrsida? ¿Cómo sucedió que los hombres gordos y peludos se volvieran sexy?
En los años ochenta, los homosexuales comenzaron a hablar de sí mismos y de otros gay usando el término "oso" a manera de broma. En mi primera investigación he recogido muchas historias que muestran cómo sucedio eso en muchas partes de los Estados Unidos. Pero los osos dieron vida a una verdadera y específica identidad definida en un momento y un lugar precisos: los años ochenta en San Francisco.

¿Por qué?
En primer lugar, seguramente la epidemia de SIDA desempeñó un papel importante. Teníamos miedo a tener relaciones sexuales. Teníamos incluso miedo de que la misma comunidad gay colapsase y desapareciera. Algunos homosexuales creyeron (teniendo en cuenta el factor de desgaste físico propio de la enfermedad) poder evitar el SIDA engordando. Ser gordo podía verse como un sinónimo de salud.
En los años ochenta, como dije, en las grandes ciudades norteamericanas, los bares se vaciaron, los saunas cerraron sus puertas: los gays dejaron de tener sexo. Más adelante, en el medio de ese proceso de terror, los gays empezaron a mirar fuera de sus propios refugios antiatómicos.

Pero, ¿por qué en San Francisco?
En San Francisco, ese deseo de apertura se manifestó de varias maneras: el Lone Star fue el primer "bar de osos" que abrió en South of Market. En comparación con los numerosos locales leather (y los saunas, ya cerrados), allí se veían todo tipo de homosexuales, y eso marcó la diferencia. Luego, comenzaron a difundirse las fiestas sexuales privadas, con ingreso por invitación, sistema en el que tuvo un increíble suceso el grupo "Abrazo de oso". Richard Bulger tuvo olfato suficiente como para empezar a publicar una revista (al comienzo, apenas un fanzine fotocopiado) con avisos de contactos y fotos de desnudos que no se correspondían con el clásico canon de belleza gay, "joven y flaco". Como muchos homosexuales no podían encarnar ese ideal (o incluso se burlaban de él), el rechazo colectivo del "Castro clon" consolidó el ideal comunitario. Hubo una dimensión política en ese rechazo, aunque muchos osos hoy se rían de eso.
Hay que añadir a toda esta combinación de elementos, el nacimiento del ciberespacio. Internet no existía todavía, pero la casualidad quiso que hubiera un montón de osos trabajando en Silicon Valley, experimentando con el correo electrónico. Comenzaron a comunicarse entre si. El resto es historia...

Volvamos a esa dimensión política que mencionó antes. ¿Podemos considerar la estética úrsida como políticamente revolucionaria y subversiva?
La estética úrsida, para usar su expresión, tiene potencia subversiva y revolucionaria. En la comunidad gay masculina existe una corriente submarina, una ley no escrita según la cual más sexo se tiene cuanto más bello se es. Y cuanto más capital sexual, tanto más capital social.
En pocas palabras: el gay feo no tiene, no debería tener y no merece tener relaciones sexuales. Los gays "feos" tienen un capital sexual bajo y, por lo tanto, merecen un capital social bajo. Son, o deberían ser, débiles y marginalizados en todos los sentidos. Desde este punto de vista, podría decirse que la estética úrsida ha tenido algún efecto subversivo.

Tal vez tuvo ese efecto en el pasado, pero hoy no parece tener mucho...
Desafortunadamente, esta potencialidad quedó en gran parte sin explotar. Diré, en cambio, que en el interior de una sociedad dominada por la clase media, el efecto de la estética gay, en general, ha adquirido un matiz conservador. Y, por lo tanto, la mayor parte de quienes se identifican como osos probablemente no defiendan sino su derecho a participar del hiperconsumismo gay de clase media.

Pensando en el "Sistema Natural de Clasificación de Osos", ¿no hay un riesgo de excesiva formalización, un deseo de llegar a un standard de belleza osa?
Bob Donahue y Jeff Stoner fue ideado como broma. Usaron el sistema de clasificación de estrellas para ridiculizar el modo absurdo en que los gays se tratan unos a otros como objetos. Pero todo ese espíritu camp está hoy ausente de la comunidad úrsida. En resumen, al igual que los gays en general, los osos han adoptado los íconos que los medios de comunicación fueron capaces de venderles (Jack Radcliffe fue el primero en encarnar el nuevo canon de belleza osa, en sus películas porno de mercado específico).

¿Cuál es la relación entre ser un oso y la masculinidad?
Si utilizamos la palabra en su sentido más antiguo y generalizado, los "osos" son hombres que exhiben con orgullo los caracteres sexuales secundarios de los varones adultos: el pecho ancho, la fuerza física, una copiosa cantidad de pelo en el cuerpo, típico de ciertos grupos étnicos (celtas, mediterráneos, semitas, por ejemplo), la tendencia a engordar, especialmente con el envejecimiento. La masculinidad lleva consigo los aspectos impícitos del rol masculino, que varían de cultura a cultura.
A partir de la Edad Media, y por efecto directo de la acción de la Iglesia Católica, la atracción de un hombre por otro fue interpretada como "afeminamiento". No hay ninguna correlación natural entre esas dos cosas, pero es una verdad cultural de antigua data.

Hecha esta importante aclaración sobre la masculinidad, ¿que podemos decir de la relación con la cultura úrsida?
Si volvemos a los ochenta, vemos que los primeros osos eran con frecuencia obreros u hombres disgustados con la cultura gay urbana, dominada por los valores de clase media. O venían de la comunidad leather o eran camioneros, cowboys, motoqueros, obreros de la construcción. Abrazaron con alegría el nuevo credo de la revista Bear: "la masculinidad sin adornos". Eran gays "naturalmente masculinos". Lo nuevo fue que, con excepción de la comunidad leather, hasta entonces no se había desarrollado un discurso sobre la masculinidad (el ser "hombres") dentro de la comunidad gay.
Conviene aclarar dos puntos: no todos los osos eran "naturalmente masculinos" y, como la masculinidad no sino una forma de interpretar un rol, tampoco hay nada "natural" en la masculinidad. La "hipermasculinidad", el afeminamiento y la masculinidad "típica" son todas interpretaciones (más o menos deliberadas o inconscientes). Y aquí entramos en lo irresoluble: ¿se nace o se hace? Pero eso es otra historia...

¿Entonces un oso podría ser "maricón"?
Desde mi más íntimo punto de vista, la definición de oso sigue siendo fluida. Cualquiera puede autoidentificarse como oso, y excluir de su (auto)definición aquello que no considera sexualmente deseable. Lo que, en todo caso, debemos preguntarnos, porque eso apunta directamente a "las reglas de la masculinidad", es: ¿quiénes carajo son esos que establecen qué es masculino y qué no? ¿Hay diferencias entre los osos europeos y americanos?
Hice una pausa en mis investigaciones del mundo úrsido entre 2003 y 2010, así que soy como Rip Van Winkel o la Bella Durmiente: me despierto después de un largo sueño y me encuentro frente a una comunidad que encuentro difícil de reconocer. ¿Los osos europeos, y los osos en general, han abrazado la transformación de la sociedad en el mismo sentido consumista que su contraparte norteamericana? Eso también yo quisiera saberlo...

Fuera de las jaulas

Por WARBEAR para Noirpink Modello Pandemonium

WARBEAR (así, todo en mayúsculas) es el nombre artístico (o nombre de batalla) de Macarone Francesco Palmieri, Master en Antropología Cultural por La Sapienza, quien se ocupa de cuestiones de género y estudios queer<, sexualidad y pornografía (su ensayo “21st Century Schizoid Bear: Masculine Transitions Through Net Pornography” fue incluido en la popular antología C’Lickme, disponible en internet). Como activista queer ha fundado E.U.RO (Epicentro Ursino Romano), cuyo eslogan es “Iguales a ninguno”. Artista polifacético, “El ano es una cicatriz abierta” es el título de una de las más recordadas performances (Berlín, 2009) de WARBEAR.

Un lugar común que serpentea en el movimiento gay occidental desde los años ochenta hasta hoy se refiere con inexactitud a la homomasculinidad y cómo ésta se representa en la subcultura de los osos. La falsificación histórica quiere que el oso sea un hombre que hace de su "natural masculinidad" (compuesta de pelo, barba y panza) el punto de ruptura respecto del panorama gay dominante. Pero desde una perspectiva de género y queer, se revela hasta qué punto la "naturalidad" es una categoría artificial y de poder.
La comunidad úrsida nació en los Estados Unidos hace poco más de treinta años como afirmación de un deseo de masculinidad nueva que superase el estereotipo leather/ sm, por un lado, y la sedimentación, a lo largo de 15 años de movimiento gay, del arquetipo que se deducía de la estética dominante, juvenilista y andrógina.
La no pertenencia se volvió matemática de conjuntos, incorporando a todos aquéllos que no daban con el modelo y que vivían al margen de cualquier espacio social –de las discotecas neoyorquinas de los años setenta a los bares gay, pasando por las fiestas sexuales leather).
La comunidad úrsida nació, así, usando como símbolo el ícono del oso como animal norteamericano que unía fuerza y dulzura en una dialéctica de liberación.
Hoy, décadas después, con una historia de riquezas humanas, clubes sociales, fiestas, revistas y encuentros internacionales, la comunidad úrsida está bien lejos de ser aquel espacio integrativo e independiente que representaba. Lejos de la nostalgia de un pasado libre y natural.
La estereotipización del lenguaje ha producido la enésima identidad funcional al mercado gay, donde los confines entre lo que está dentro y fuera, el justo modo de aparecer, vivir y comportarse, se transforma en un instrumento banal de mercadotecnia.
Basta tomar una persona cualquiera de género masculino (biológico o no, existen los "Transosos"), ponerle una camisa a cuadros, jeans Carhartt y borcegos Caterpillar (chaleco de cuero opcional), dejarle crecer la barba, tatuarle una zarpa de oso en el brazo y hacerlo engordar un poco. He ahí un “Mac Oso”: un belloso precocido listo para funcionar como combustible de la máquina-mercado del entretenimiento ursino.
Pero no durmamos sueños tranquilos, porque debajo del spleen ruge la revuelta. En el incontrolable placer de la espera, listos para alimentar el deseo sublime de animales que maldicen el reino de los cielos.

miércoles, 13 de abril de 2011

Invitación

Kamikaze girls

martes, 12 de abril de 2011

Invitación

RANDOM HOUSE MONDADORI

Invita a la presentación del libro

Castelo

Diario de un ironista

de

Daniela y Carla Castelo

Presentarán: Adriana Varela, Orlando Barone y Adolfo Benjamín.

Músicos invitados: Juanse, Iván Noble, Gillespi, Samalea, Fabián Zorrito Von Quintiero y Pilo.

Jueves 14 de abril – 19:00 hs

Soul Café – Baez 245

Una conversación incesante

Veinte, treinta, mil años después de aquel encuentro, Roberto Jacoby volvió a cruzarse con Edgardo Cozarinsky, esta vez en un casamiento y, como lo sobresaltó su forma de mostrarse en una fiesta que no era de disfraces, recordó deberle una réplica, que vino a su boca desde el fondo de los tiempos:

"Edgaaaardo como estás, te reconocí por el antifaz."

(anterior)

lunes, 11 de abril de 2011

Inauguraciones





domingo, 10 de abril de 2011

Anclaje y relevo

Los sueños de Leia

por Daniel Link

A los ocho años, cada vez que se ponía a dibujar, Leia Organa entraba como en trance y, después, cuando veía lo que había “salido”, se preguntaba si acaso estaba hechizada o tal vez en trance hipnótico. ¿Qué eran esos mundos y esos soles que acudían a ella como por encantamiento?

Poco era lo que Leia conocía del mundo e, incluso de Aldera, la ciudad donde vivía: su padre, Bail, que le había procurado la mejor educación posible, no quería perderla de vista ni un instante.

Para Leia no hubo nunca visitas a Grieta o Terranium, ni campamentos de verano, ni temporadas en las playas de Alderaan, ni fines de semana en la campiña… ¡ni siquiera fiestas fuera del palacio en el que vivía, donde todas sus amigas y amigos eran sometidos a tales protocolos de seguridad que, luego de sortearlos, ya prácticamente tenían que volver a sus casas (igualmente palaciegas)!

Por supuesto, Leia jamás había subido a una nave y le habían señalado que esos pasatiempos no correspondían a personas de su clase, cuyo destino, para bien y para mal, estaba ligado al gobierno (es decir, a la representación parlamentaria, el complot y la defensa de intereses abstractos que, aunque se los repitieran, ella no terminaba de entender).

¿Entonces, por qué se descubría dibujando una y otra vez los mismos planetas, dominada por un fuego interior que la dejaba exhausta después de esas sesiones rabiosas? ¿Eran esos continentes apenas entrevistos, esos planetas de hielo y esos gigantes gaseosos rodeados de collares de piedras algo que tenía que ver con su futuro o con su pasado?

¿Y por qué su padre se entristecía cada vez que ella le mostraba uno de esos dibujos y le preguntaba qué querían decir, si esos mundos tenían efectivamente un nombre, si su vida estaba atada al de esas tierras desconocidas, si podría ella alguna vez visitar esos dominios remotos?

Como las mismas figuras acudían a su mano (sin que ella se lo propusiera) una y otra vez, Leia comenzó a sospechar que tenían que ver con su destino: se volvió una niña caprichosa y un tanto agria, que pedía con modales rudos excentricidades como ¡un caballo!

En Alderaan no había caballos (eran una especie exótica), pero su padre decidió importarlos para su principessa. Caballitos blancos como los de sus dibujos, pero también unicornios de mundos más lejanos, cuadrillas de briosos corceles árabes capturados en el confín de la vía láctea, centauros de los mundos metamórficos. A Leia, que amaba a esos animales, nada parecía satisfacerla, sin embargo. “¡Y no me digas princesa!”, le gritaba a su padre. “¡Yo no soy ninguna princesa!”.

No entendía la manía de todos los demás habitantes de palacio por llamarla de ese modo: ella no era una princesa porque su padre no era un rey: había sido senador y ahora era representante virreinal del gobierno central. Ella habría de seguir sus pasos pero, por razones que ignoraba, el título (inadecuado a su condición social) le resultaba intolerable, como una herida abierta en su costado.

Leia sospecha, a sus ocho años, que como aquel Luis XIII del que alguna vez le han hablado, que tiene la edad de la especie, tiene por lo menos doscientos cincuenta mil años. Algunos años más tarde los habrá perdido, no tendrá más que veintitrés años, se habrá vuelto un individuo, no más que una representante de Alderaan ante el Senado Imperial, atolladero del que tal vez no pudiera salir nunca.

Los años pasaron y Leia, ya senadora, se volvió cada vez más rebelde y taciturna (“La princesa no ríe, la princesa no siente; la princesa persigue por el cielo de Oriente la líbelula vaga de una vaga ilusión”, cantaban los bardos y repetían los aldeanos). Dejó de dibujar y, salvo las salvajes cabalgatas a las que se entregaba en los recesos parlamentarios en los bosques privados del palacio, dejando a los animalitos exhaustos y con el corazón a punto de estallar, no parecía haber otra cosa que calmara sus ansias de exterior, incomprensibles incluso para ella, que quiere ser golondrina, quiere ser mariposa, tener alas ligeras, bajo el cielo volar.

Una tarde se demoró más de lo previsto por el protocolo palaciego en un claro del bosque, donde su caballo quiso detenerse para reponer energías comiendo de alguna de las ocho mil clases de hierba que los antiguos (y ya extintos) habitantes de Alderaan, los killiks, habían cultivado.

Mientras se mojaba el pelo en la fuente cercana para recomponer los rodetes con los que ordenaba su cabellera indómita (los siete peluqueros contratados por Bail para el cuidado de su cabeza habían ya renunciado a los complicados arreglos previstos desde antaño para las personas regias, porque Leia odiaba esas torres endurecidas con polímeros que la obligaban a caminar tiesa como una estatua viviente), una fabulosa tormenta se desató en pocos segundos.

Pero no era un trastorno atmosférico lo que se había formado sobre la cabeza de Leia, sino un astuto dispositivo que camuflaba el aterrizaje de una flotilla de naves totalmente desconocidas para la joven senadora que, desde que se había hecho cargo de las funciones oficiales para las que había sido educada, demostró una predilección irresistible por los diferentes modelos de aeronaves, sus propiedades físicas y mecánicas, su potencia y su rango de autonomía. Pero no, Leia nunca había visto ni oído hablar de naves como éstas, que parecían obra de civilizaciones mucho más estilizantes que la ya de por sí educadísima sociedad de Alderaan (sede de una de las más famosas universidades del Universo entero y tierra de filósofos y artistas reconocidos hasta en los más recónditos rincones de la galaxia), aunque le recordaban a los peces luciérnaga que nadaban por los ríos de plata en tiempos de los killiks.

Para sorpresa de Leia, de la nave nodriza bajó una comitiva: doce dignatarios acompañados por cien negros con sus cien alabardas, un lebrel que no duerme y un dragón colosal. Luego de las presentaciones de rigor, le confiaron las razones de su visita (que le rogaron mantuviera en el más estricto secreto): venían desde la cuarta luna del planeta Yavin a encomendarle una misión que ella (y sólo ella) podría cumplir con éxito: llevar unos documentos secretos al exoplaneta Tatooine, donde los esperaban, en la nave diplomática Tantive IV, que ponían a su disposición y que estaba pertrechada para su partida inmediata.

Si todo salía bien, le dijeron para despejar las dudas que pudiera tener (ignoraban que Leia, en cuanto había visto la flota, había recuperado de un solo golpe los mundos dibujados de la infancia y sólo quería partir), salvaría a Alderaan de la destrucción y conocería “al feliz caballero que te adora sin verte, y que llega de lejos, vencedor de la Muerte, ¡a encenderte los labios con su beso de amor!”.

Ajena a toda forma de romanticismo, Leia apenas si escuchó las últimas palabras. Subió a la Tantive y, una vez que estuvo en el espacio exterior, dibujó en su bitácora algo que al instante supo que era un campamento de rebeldes en el que ella, tal vez, encontraría las respuestas sobre su vida que tanto tiempo había estado buscando.


Las ilustraciones de Jill Mulleady forman parte de la muestra (y el libro) Cachorros. Obras de infancia.

Preguntan si...

Cuadernos de Plata: una intervención


Entrevista de Matías Raia a Daniel Link para Golosina caníbal


¿Cuál es la propuesta de la nueva colección "Cuadernos de plata"?

La colección “Cuadernos de plata” tiene dos niveles de intervención (que, naturalmente, se intersectan entre si).

Por un lado, se trata de una intervención editorial: una vez que hemos aceptado la reproducción digital como modo legítimo para la distribución de información, para las prácticas pedagógicas, para la lectura, ¿qué papel debería cumplir el libro?

Como sabemos sobradamente, las transformaciones técnicas nos obligan a pensar no sólo en el modo en cómo definen los bordes, los umbrales de mutación y los pliegues de la cultura en su totalidad, sino en las estrategias de supervivencia para aquellas prácticas y objetos que consideramos que pueden (y deben) integrarse en un nuevo régimen de producción y distribución de conocimiento. El libro y la edición de textos ocupan un lugar central en estas interrogaciones.

Hasta ahora las opciones han sido dos: la paranoia mecánica de las corporaciones del concepto (que se comportan como la policía del discurso que Foucault alguna vez imaginó) y la algarabía anárquica de los partidarios del dominio público.

Por fortuna hay editores sensibles a las demandas del presente y que aman los libros, como Edgardo Russo, que fue capaz de entender todo lo que estaba en juego.

El “texto pelado”, muchas veces, puede encontrarse en formatos digitales (a veces, en versiones muy corruptas; a veces, en ediciones controladas) pero, en todo caso, esa proliferación (que es, de por sí, provechosa) no admite competencia editorial alguna. Es por eso que los textos que participan (o participarán) de este formato se presentan en ediciones cuidadas (muchas veces, en nuevas traducciones) y con el valor agregado de una contextualización, una explicación de sus alcances y una discusión de sus premisas y sus implicancias, lo que devuelve al libro algo de su singularidad irrepetible.

Por otro lado, se trata de una intervención teórica y pedagógica. No se pretende imponer una teoría (una versión del mundo) por sobre otra, sino de ponerlas a disposición de las audiencias más vastas que se puedan concebir. No necesariamente los estudiantes universitarios, pero sí los curiosos, los preocupados, los insatisfechos (esa clase de lectores que, imaginamos, incluye a los estudiantes pero que los excede). Lo que Cuadernos de plata dice es que no se puede atravesar la selva de signos que es nuestro presente sin mapas y sin herramientas adecuadas: la teoría es eso y en esos usos sostiene su grandeza.

Vuelvo a la sagacidad de Edgardo Russo, que se (me) preguntó: ¿qué necesita la gente leer y no encuentra en librerías? Hagamos eso.


La entrevista completa puede leerse acá.



sábado, 9 de abril de 2011

Conexiones nerviosas

Por Daniel Link para Perfil

Estoy en San Martín y Viamonte, en una reunión de trabajo. Tengo que estar en Puan y Pedro Goyena a las 19.00, de modo que programo la alarma de mi teléfono molecular para que me avise a las 18.00. Como considero (equivocadamente) que tengo tiempo suficiente, decido tomar los trenes subterráneos, sobre todo porque todavía no conozco la combinación entre las líneas B y H.
Camino por San Martín hasta Corrientes, doblo hacia la derecha hasta la estación Florida, bajo las escaleras, hago la cola para adquirir mi boleto (observo con estúpida satisfacción que mucha gente usa ese sistema de prepago llamado Monedero que no supone descuentos sobre el valor de los pasajes). Compro mi boleto y, después de un par de intentos fallidos, consigo pasar a través de los molinetes atiborrados de personas apuradas (es la temible “hora pico”).
Cuando llego al andén, el tren ya se está yendo y aprovecho los 3,15 minutos de espera para examinar el boleto: pasé a las 18.12 por el molinete, que estampó la leyenda “Boleto con subsidio del Estado Nacional”. Llega el tren, atestado. Comienzo a transpirar copiosamente (en la línea B no hay aire acondicionado). Me bajo en Pueyrredón y combino con la línea H. La estación es preciosa, amplísima y cuenta con aire acondicionado. Pero yo estoy todo transpirado y temo que me haga mal (a la noche, en efecto, estaré tiritando). El tren recién se fue y tengo que esperar 6.30 minutos. Se ve que hay pocas formaciones y las frecuencias (anunciadas en las pantallas) son caprichosas y disparatadas (A: 3,30; B, C, D: 3,15; E: 5,30; H: 6,30). Al menos tengo lugar para sentarme. Me bajo en Humberto Primo para combinar con la E. Cuando llego al andén, corriendo, el tren ya cerró sus puertas. Aquí espero 5.30 minutos (aunque sé que ya no llego: cinco cuadras a pie me separan de mi destino final). El tren viene atestado y vuelvo a transpirar (en la línea E tampoco hay aire acondicionado). Me bajo en José María Moreno porque ya no aguanto más. Tomo un taxi. A las 19.08 consigo llegar a mi destino: más de una hora después de haber emprendido la excursión, empapado, estrujado y de mal humor. Nadie puede jactarse de estar resolviendo ningún problema de transporte en Buenos Aires.

viernes, 8 de abril de 2011

La humanidad, bajo sospecha

Mientras se desarrolla la primera temporada de Being Human (versión norteamericana) sin nuestra compañía y, sobre todo, sin nuestra aprobación, la tercera temporada de Being Human (versión british) ya ha terminado.
Seguramente habrá una cuarta, porque las cosas han quedado planteadas como para que así sea, pero, ¡cuidado!, señores de la BBC: han tensado demasiado la cuerda melodramática y mejor sería volver al tono original, mucho más poético, más filosófico, más gracioso.
Todo se ha vuelto asfixiante en esta comunidad de los que no tienen comunidad, sobre todo porque (aunque viven en un bed & breakfast, un lugar de paso) han hecho casa: los perros se embarazan, el fantasma y el vampiro se emparejan, bla, bla, bla.
Haber partido de la monstruosidad para llegar a esto es desaprovechar las posibilidades de una trama que, antes, había demostrado su capacidad para sortear con éxito los lugares comunes del género.
En esta temporada, Being Human se volvió.... un poco densa, como Mitchel, el vampiro sexy (ya sabemos que los vampiros tienen esa tendencia a aburrirnos con sus tercas moralidades). Creo que los guionistas se dieron cuenta del error en el que habían incurrido y por eso, en el último capítulo, alerta de spoiler, George mata a Mitchell.
Lo que se anuncia, a través de la presentación de uno de "los antiguos" es el comienzo de la era vampírica, la proliferación de fantasmas y, naturalmente, el parto de Nina y su camada de bebés-lobo (los primeros, dicen, de la Historia). No sé qué esperar (dudo, dudo mucho de esas promesas), pero, por si acaso, me pongo a releer todo Lacan ya mismo.

jueves, 7 de abril de 2011

Cuando dos culturas se tocan...


continuará...

miércoles, 6 de abril de 2011

Una de tres

Me meso el cabello (con dificultad, porque lo llevo corto), me rasgo las vestiduras, echo espuma por la boca, gruño y lanzo imprecaciones al Altísimo: ¿cómo es que alguien osa dudar de mi capacidad de scouting televisivo?
Soy un soldado de reconocimiento, y así como Endgame (de la que sigo enorgulleciéndome) he localizado otras cosas de las que no he dicho nada porque me dan vergüenza.
Por ejemplo, The Borgias (3 de abril de 2011), la serie dirigida por Neil Jordan y que es tan aburrida que parece una producción de HBO. "¡Y qué esperabas -me dirán mis enemigos- si está protagonizada por Jeremy Irons!". Es verdad, el dato no es menor: hay muchas (demasiadas) secuencias que incluyen al más desagradable de los "buenos actores" (o al mejor de entre los "actores desagradables"), que hace caras indescifrables pretendiendo que su personaje tiene una dimensión y una profundidad (ya sé, nociones asquerosas de por si) que el guion le ha negado.
En mi descargo, diré que en el cast estaba también Derek Jacobi (mi desconocimiento de la historia italiana me impidió predecir que su personaje muere durante el primer episodio).
Yo descubrí Endgame y Los Borgia, y es tan mala, tan ignorante y tan desagradable la segunda, con su fruición por la ropa y los escenarios húngaros, que casi me hace olvidar la alegría por la primera.
Descubrí también Hyperdrive (2006-2007), una sit-com británica futurista de la que no esperaba demasiado porque tenía sólo dos temporadas y nadie se tomó el trabajo de subtitularla en castellano. No es una gran serie (lo reconozco después de haber persistido durante tres episodios), pero sirve como backup cuando hemos agotado todo lo demás y en la televisión antigua (la programada por los canales) ya no hay nada (es decir, casi siempre). Hyperdrive cuenta las aventuras de un grupo de tarados encantadores que recorren el universo en una nave en misión de negocios (para defender los intereses del Imperio Británico).
Seguiré desbrozando el jardín postelevisivo (u
na flor, un yuyo malo y un injerto que no prendió son los tesoros que comparto), aunque se burlen y nieguen mi capacidad exploratoria.

Con las chicas de esgrima la pasamos bomba

martes, 5 de abril de 2011

Invitación


Con textos de Daniel Link, Sylvia Molloy, Mario Bellatin, Ariel Schettini (entre otros)


lunes, 4 de abril de 2011

Think tank

sábado, 2 de abril de 2011

Una entrevista y un recuerdo

Elogio de la miniatura


Foto: Sebastián Freire

Entrevista de Daniel Link a Beatriz Sarlo para Ñ. Revista de cultura

Vuelven a librería los Siete ensayos sobre Walter Benjamin (Siglo XXI) de Beatriz Sarlo, ahora enriquecidos por Una ocurrencia que recupera algunas de las columnas casi secretas publicadas en su momento en la revista Viva. El libro (al mismo tiempo una extraordinaria y exquisita lectura de la obra del más grande crítico alemán, un análisis del presente y una indagación de la infancia de la autora) pretende salvar a Benjamin de las lecturas reduccionistas y paródicas de su obra. “La originalidad de Benjamin”, sostiene Sarlo, “se manifiesta en este trabajo de atrapar lo verdaderamente significativo en lo pequeño y lo trivial”. Sólo a partir de esos detalles podría reponerse una cierta idea de totalidad (descentrada, inorgánica, replegada sobre sí misma).


-A lo largo del libro, caracteriza el proyecto benjaminiano en relación con la totalidad: no se trataría de “reconstruir una totalidad perdida a partir de sus restos” sino de “trabajar sobre las ruinas de un edificio nunca construido”; no “una renuncia a la totalidad”, sino la “busca en los detalles casi invisibles”; no “una ruptura aliviada o celebratoria con la totalidad, sino una crisis de la totalidad que, al mismo tiempo, se mantiene como horizonte de las operaciones históricas y críticas”. ¿Por qué le pareció realizar esas precisiones? ¿Necesitamos hoy de alguna forma de totalidad (siquiera utópica) que oriente nuestra lectura del mundo?

-En los últimos treinta años se sucedieron la crisis, la descomposición final y el regreso inesperado de la idea de totalidad. Para poner un ejemplo de resurrección: Toni Negri la reintroduce como si nada hubiera pasado: el imperio es una totalidad-mundo; la multitud, su opuesto también total. Los jóvenes de la izquierda universitaria que lo leyeron la aceptaron como si ellos mismos no pensaran, al mismo tiempo, que la totalidad era un concepto que había caído en desgracia, porque se inscribía en la dominación filosófica burguesa: el Sujeto, el cogito, la dialéctica. En la actualidad, varias líneas del pensamiento ecológico sostienen una idea de totalidad a la vez natural y humana. Cuanto más romántica se vuelve la idea ecológica, más totalizante. Las frases que escribí y usted cita son la prueba de que yo estaba preocupada por la totalidad, de manera un poco contorsionada, con una distancia a la vez irónica y nostálgica. La olvidaba de modo explícito y, sin embargo, volvía porque necesitaba una totalidad, aunque débil, que permitiera explicar el presente. La idea de redención, que Benjamin nunca abandona, une los tiempos. Pasado, presente y futuro no son láminas independientes de experiencias irresponsables unas respecto de las otras, sino una continuidad sobre la que piensa que tenemos un deuda a pagar, una deuda con el pasado, una especie de culpa retrospectiva. El Benjamin mesiánico no puede prescindir de esa soldadura. Desde otro punto de vista, Benjamin está estéticamente alejado de una totalidad clásica. Eso lo demuestra en el Drama barroco, donde la alegoría moderna descuartiza los elementos que la vieja alegoría ordenaba. Y también en sus reflexiones sobre la imagen: ese congelado de incongruencias, la mirada de la Medusa que une y cristaliza. Creo que todo esto pasaba por mi cabeza cuando escribía esas frases. En cuanto a la necesidad de una totalidad: la crisis moderna de las religiones es el primer capítulo de una despedida y sucedió hace algunos siglos. De todos modos, es difícil la posición de quienes reconocemos que la totalidad es imposible y, al mismo tiempo, alguna forma de totalización hace que todo sea más soportable y también más explicable. Adorno pensaba que lo que había estallado no podía recomponerse, porque no era sólo el estallido de una idea del mundo sino de una subjetividad. La nostalgia no es por algo que puede recomponerse sino por algo que, con el capitalismo, se ha perdido para siempre.


-En “Postbenjaminiana”, considera que el videoclip y los cortos publicitarios son variedades de “postcine”. ¿No es también Histoire(s) du cinéma de Godard, con su perspectiva crepuscular y su dispositivo citacional un monumento postcinematográfico?

-Las Histoire(s) son un monumento al cine del pasado. Quizás eso justifique el adjetivo “crepuscular” que usted usa y que yo no me animaría a sacar. Mucho antes Godard, con esa capacidad inigualable que tiene para las frases, había dicho: “Aguardo la muerte del cine con optimismo”. Se la veía venir, incluso cuando todavía La aventura o Un condenado a muerte o Las vacaciones del señor Hulot se estrenaban en las grandes salas. Hoy sólo los cinéfilos miran films como esos. Ahora bien, las Histoire(s) son un monumento a algunas formas de la estética del cine; Godard elige los films para ponerlos en serie con la historia del siglo XX y de la producción de los estudios (cita a los productores, obsesivamente, como si en esos nombres pretéritos hubiera una verdad del cine clásico). En esto es perfectamente moderno, tal como se puede serlo cuando la modernidad ya es considerada un estilo histórico y no el nombre del presente. En ese sentido, si usted quiere, la perspectiva es crepuscular: Godard no se coloca bajo otra luz. En cuanto a la escritura con citas, es un rasgo que llega de más lejos, de los años pop, para mencionar sólo un afluente. Godard cita, en imagen y en diálogo, toda la cultura moderna a la que pertenece. La cita le abre el campo de sus grandes operaciones con la subjetividad: en lugar de “chica y chico”, “libro y libro”. O más bien, como en Une femme est une femme: la chica y el chico se leen libros. Cuando me refería al postcine quise ponerle un nombre a algo que ya no pertenece a este continente estético y que, leído según sus leyes, es incomprensible, cansador. La mayoría de los films del mercado son postcine y es suficiente mirar los trailers para escribir una tesis de doctorado sobre la idea que el mercado tiene de lo que un film debe prometer. El cine estableció relaciones entre el espacio de la representación y el tiempo de la representación. Su problema, como señaló Deleuze, fue el tiempo de la imagen y la imagen del tiempo. El postcine seguramente tiene otros problemas, pero no éste. La diferencia no pasa tanto por una política de citas sino por una hipótesis (varias hipótesis) sobre lo que se deja ver. En Chambre 666, Wim Wenders le pregunta a Godard (que había filmado un corto publicitario) sobre la corta duración. Godard responde más o menos así: “Después de tres minutos hay que empezar a pensar”. El cine disponía de ese plus de tres minutos, porque su unidad formal mínima no era el clip sino el plano.


- Este libro fue publicado por primera vez en 2000 y vuelve ahora con sólo un añadido, “Una ocurrencia”. Dejando de lado esa coda, ¿hay diferencias entre un texto y otro? No me refiero a enmiendas o arrepentimientos, sino al tipo de diferencias que señala Borges en “Pierre Menard, autor del Quijote”, ligadas con el tiempo y el contexto. ¿Las mismas palabras, diez años después, tienen el mismo sentido?

-Me es completamente imposible volver a leer este libro. Como si al patético y laborioso Pierre Menard le pidieran que analizara su propia escritura del Quijote. Cuando era muy joven, vi a un gran autor nacional corrigiendo una nueva edición de una novela suya; en ese momento juré que, si alguna vez yo escribía un libro, nunca, después de editado, lo volvería a corregir. Llevé esa promesa al extremo y ahora no puedo leer ningún libro que haya escrito. Mientras Siglo XXI preparaba las pruebas de página, yo simplemente contestaba las dudas de Caty Galdeano, la editora, pero no leía ni una palabra más que las tres o cuatro sobre las que me preguntaba por una errata o un descuido de puntuación. Creo, sin embargo, que estoy en condiciones de responder la pregunta sin leer Siete ensayos, recordando qué me llevó a escribirlos: una polémica a veces explícita con el benjaminismo de cátedra. Del mismo modo habría polemizado con un barthesianismo de cátedra. Benjamin o Barthes no admiten la normalización universitaria o, para decirlo con otras palabras, no viajan bien a la universidad si se quiere explicarlos como sistemas. Como sistema se puede explicar a Bourdieu, por ejemplo. También se puede explicar Foucault, aunque algunos usos de Foucault han sido por lo menos tan banales como los de Benjamin. Se puede explicar Adorno, que es muy intrincado. Jorge Belinsky me dijo una vez que Lacan es un autor difícil, pero que el verdaderamente difícil era Freud. Benjamin es también verdaderamente difícil. Yo habría preferido que Benjamin estuviera presente casi sin ser nombrado, como una especie de alusión permanente, una nota que resuena en diferentes alturas con volumen diferente, no una melodía continua más intensa de lo que Benjamin habría considerado deseable. Por supuesto, este libro indica que sucumbí a la idea de “explicarlo”, y que uno siempre comete los errores que señala en otros.


-En el último ensayo de aquel libro (el penúltimo de éste) señala que, en relación con algunas nociones benjaminianas, deberíamos “firmar el compromiso de no usarlas por un tiempo para darles la oportunidad de que se recobren”. ¿Hay condiciones hoy para una recuperación semejante? ¿Cómo evitar la “banalización indiferente”, en todo caso?

-La industria Benjamin no ha decaído por el momento. Pero tengo la ilusión de que en la universidad ya no se estudie un barrio o su representación literaria con el inexistente “método Benjamin”. Esas cosas ya no suceden, me parece. Hubo años en que a Benjamin se lo mencionaba para todo, como si de él pudiera destilarse un método, cuando todo el mundo sabe que es un escritor que se resiste a cualquier sistema de lectura o que los acepta todos. Por eso siempre me pareció tan inteligente el libro de Pierre Missac, que se ocupa de la forma en que Benjamin escribía. Adorno le reprochó a Benjamin no ser suficientemente “dialéctico”. Benjamin nunca fue suficientemente nada. Allí está su fascinación: en ese algo incompleto. De todos modos, dentro de diez años o menos, lecturas como la mía ya no pertenecerán al presente (casi con seguridad habrán pasado al olvido). La “lucha contra la banalización”, que es típicamente moderna, se pierde porque es una pelea contra el sentido común. Benjamin pasó de ser un difícil e intrincado, lateral y casi invisible amigo de Adorno al vengador del dogmatismo de la escuela de Frankfurt y la Teoría Crítica. Es mejor olvidar esas versiones.


-Leo en “Una ocurrencia”, agregado a esta edición, no tanto “un capricho” sino “algo que ocurre”, como si después de “Postbenjaminiana” e incluso después de “Olvidar a...”, Benjamin sucediera en otro registro (que ya no es académico, sino propiamente literario y aún, experimental: relacionado con su propia experiencia). Si en 2000, “los usos de Benjamin como teórico de un catecismo para aficionados a la ciudad moderna han llegado a su límite”, parece recuperarlo ahora como el Virgilio que la guía en los laberintos de su propia infancia...

-Recordé esos textos que había escrito en la revista Viva. Yo publicaba una columna semanal casi secreta y, al mismo tiempo, muy visible. Los intelectuales no la leían, pero la leía otra gente, desconocida, que probablemente no vuelva a leer una línea escrita por mí. Me gustaba mucho esa especie de secreto en la extrema visibilidad. Borges escribió: una luz que hace de máscara. Probablemente por eso, escribí en Viva artículos que hoy me resultan aceptables. Pude hablar de mí como si estuviera viajando por el extranjero y estuviera frente a personas que nunca más iba a encontrar. Ese espacio contradictorio, donde se cuenta un secreto que no es secreto, tiene algo de benjaminiano (su estadía en Ibiza, su viaje a Moscú) y creo que ofrece un lugar ideal para la escritura: escribir como si uno no existiera como lo que es, una rara experiencia de personalización despersonalizada. Por lo general, los lectores implícitos de lo que uno escribe son fantasmas que, por sobre el hombro, miran las pantallas donde van apareciendo nuestras frases. Adorno lo miraba a Benjamin, le criticaba sus inclinaciones, no le gustaba que fuera amigo de Brecht. Scholem le pedía que fuera un poco más judío. Benjamin aceptaba esas exigencias, a su manera, para obtener también otras lecturas de Adorno y de Scholem. Dependía de ellos porque pensaba (aristocráticamente, como solemos pensar los intelectuales) que sólo ellos estaban en condiciones de criticarlo. En cambio, los lectores radicalmente desconocidos, son pura fantasía, pura invención, no hay amenaza sino un placer un poco infantil que experimenta quien escribe, una travesura, el ejercicio de una libertad fuera de la mirada de los jueces. Por supuesto que su pregunta también sugiere un recuerdo mío de Infancia berlinesa. Y es así, el Benjamin del Tiergarten y de Grünewald, el chico que vive en esas casas sólidas del Berlín decimonónico. Nunca Benjamin fue más amable que en ese libro, como si la infancia dulcificara incluso sus terrores nocturnos, sus manías y sus desencantos.


Calcomanías

Siete ensayos sobre Walter Benjamin

Beatriz Sarlo

Fondo de Cultura Económica

Buenos Aires, 2000

96 págs. $ 8


por Daniel Link para Radarlibros (18.02.2001)


Los Siete ensayos sobre Walter Benjamin de Beatriz Sarlo que el Fondo de Cultura Económica incluyó en su “Colección popular” al filo del año pasado es un libro extraordinario por varias razones. En principio, porque es un libro inesperado. Si el estudiante universitario sabe que Sarlo es la más aguda interlocutora de la literatura argentina y el público de los grandes diarios argentinos está acostumbrado a sus intervenciones sobre política cultural y sobre la “cultura moderna” en sus formas más radicales, pocos son los que hubieran esperado una intervención teórica como la que puede leerse en estos ensayos sobre la obra de Walter Benjamin y su impacto en relación con la crítica literaria y los estudios culturales –cuyo auge en nuestro país la misma Sarlo se encargó primero de promover y, ahora, de desalentar: tanta es la banalidad en la que suelen incurrir.

La obra de Benjamin es uno de esos monumentos literarios de los cuales es difícil ponerse a hablar sin riesgo de quedar atrapado en cualquiera de las trampas que se multiplican en cada una de sus páginas. Es difícil colocar los textos benjaminianos en relación con los grandes paradigmas teóricos que dominan el pensamiento del siglo XX porque Benjamin deliberadamente elude toda ortodoxia, y ésa es una primera trampa. Mucho más difícil es, todavía, recuperar las afirmaciones de Benjamin (sobre la literatura, sobre la historia o la experiencia, sobre la vanguardia, la ciudad o las muchedumbres) para explicar el presente sin caer en la mera mímesis anacrónica o, incluso, en la distorsión de la palabra que se cita para adecuarla mejor al modo de ser de nuestra propia actualidad. Beatriz Sarlo, con una claridad de la que pocos exégetas benjaminianos pueden hoy hacer gala, consigue moverse en ese campo minado con la seguridad y la elegancia de quien combina la curiosidad y el respeto intelectual, la voracidad y la distancia crítica para salvar la integridad (es decir, la complejidad) del pensamiento que expone y dejar en claro, al mismo tiempo, la exaltada admiración que la mueve (“Nadie como Benjamin..., nadie como él..., nadie como Benjamin”, se lee en las páginas 28 y 29).

Es ya por todos conocidos el hecho de que los textos de Benjamin (como, por otro lado, el de ese otro gran observador del siglo XX que fue Theodor Adorno) hablan de fragmentos de la cultura y se escriben como fragmentos. El fragmento, dice Sarlo, es “representante de aquello que nunca podrá ser captado como totalidad orgánica, porque (Benjamin lo sabe) esa totalidad se ha perdido”. Y unas páginas más arriba: “Su mirada es fragmentaria, no porque renuncie a la totalidad, sino porque la busca en los detalles casi invisibles”. He allí, probablemente, la clave que permite relacionar a las tres Sarlos de la que antes hablábamos en una figura coherente: la que interpela a la literatura argentina, la que interpela a las políticas culturales y la que interroga la teoría para encontrar en ella las herramientas metodológicas que garanticen la eficacia y la consistencia de ese rompecabezas. No es que haya que renunciar a la totalidad, sino que hay que pensarla de un modo radicalmente nuevo. Se trata, claro, de la cultura de masas (y del lugar que en ella encuentran el arte y los intelectuales), pero se trata también de las formas en que, hoy por hoy, podrían pensarse políticas específicas para la literatura, el arte, la cultura, la ciudad, la vida. Lo que a primera vista podría parecer una mera preocupación metodológica (cómo dar cuenta hoy del sentido de los objetos culturales, con qué herramientas, en relación con qué horizonte), se revela propiamente como una pregunta política, en la línea foucoultiana de las “micropolíticas” y las “biopolíticas”. Tratándose de Sarlo la afirmación puede sorprender, pero hay que recordar que puesta a evaluar la producción intelectual de los años noventa, eligió ¿Qué es la filosofía? de Deleuze y Guattari y a Derrida, respectivamente, como el libro de ensayo y el autor de la década.

Hay que salvar a Benjamin, sostiene Sarlo, de las lecturas reduccionistas y paródicas de su obra: “la lectura de Benjamin ha producido una especie de erosión teórica que carcome la originalidad benjaminiana hasta los límites de la completa banalización”. Un poco por eso, ella misma elige –como antes él– esos objetos aparentemente pueriles que encierran “un contenido de verdad que libera energías revolucionarias”. Es que “la originalidad de Benjamin se manifiesta en este trabajo de atrapar lo verdaderamente significativo en lo pequeño y lo trivial”. Sólo a partir de esos detalles podría reponerse una cierta idea de totalidad (descentrada, inorgánica, replegada sobre sí misma, esquiva a las simplificaciones de la sociología).

Particularmente conmovedora es la lectura que hace Sarlo de ese “pasatiempo verdaderamente benjaminiano”: la calcomanía. Ciertamente, la obra crítica de Benjamin puede leerse en la clave de ese procedimiento infantil de dibujo ya preconstruido, pero es tan fuerte el efecto de verdad que procura encontrar allí Sarlo, que es imposible resistirse a la tentación de imaginar a la niña que alguna vez fue calcando dibujos en su cuaderno. ¿Cómo no iba la intelectual, años después, a rescatar esa misma manía para explicar la obra de uno de los teóricos que fundamentan sus observaciones sobre la modernidad y, al mismo tiempo, de manera indirecta, para sugerirnos una clave de lectura de sus propios escritos? Calcomanías: desde Escenas de la vida posmoderna hasta estos Siete ensayos sobre Walter Benjamin, una manera de entender la crítica de la cultura.