jueves, 3 de marzo de 2005

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"Donde hay poder, hay resistencia" quiere decir dos cosas al mismo tiempo: que siempre que haya un ejercicio del poder habrá, al mismo tiempo, una resistencia a la eficacia de ese poder (por la vía de la ascesis, sino por otras). Así interpretan el célebre apotegma foucaultiano los partidarios de las micropolíticas para justificar sus variadas militancias y para afirmar el carácter ciego del poder (ciego y sordo, se nos dice, a todo lo que se le opone y se le opondrá siempre, por principio). Sea. Pero también se puede leer en esa frase, sencillamente, que hay poder allí donde hay resistencia (y precisamente por eso). El poder se ejerce contra determinadas prácticas (determinados estilos, determinadas configuraciones ideológicas): precisamente aquéllas que han sido tipificadas (no importa cuan paranoico consideremos que es el poder en este punto) como peligrosas para el estado de las cosas de este mundo (lo que se resiste a la normalización). En esta segunda versión, el poder deja de ser ciego y se vuelve sabio (hay poder porque hay resistencia). Interrogando el ejercicio del poder se comprenderán las verdades contra las cuales su rabia se levanta.
La Iglesia fue y es sabia, en este punto, y por eso siempre condenó (y condenará) la homosexualidad como una práctica aberrante. Pero es precisamente por ese ejercicio (sabio) del poder que puede comprenderse la distancia ontológica entre la homosexualidad y, por ejemplo, el fetichismo de los zapatos (que, hasta donde yo sé, nunca fue condenado por la Iglesia, por más material genético que se hayan derramado a lo largo de los siglos sobre los tacos, los empeines o las suelas).
Como lo demuestra este San Sebastián pintado por Il Perugino (hizo otros dos), sólo hay dos cuerpos que importan: el cuerpo de la Sagrada Familia y el cuerpo homosexual (el cuerpo sexualizado por la vía de la ascesis): y ambos se (o)ponen en pie de igualdad. Cristo, María y San Sebastián, aunque sus miradas no se crucen (o precisamente por eso) representan las tres vías de la carne. ¡La Iglesia lo supo desde siempre! No fue, por lo tanto, por ignorancia que actuó, sino por pánico y maldad. Lo que los documentos de la Iglesia estigmatizan es lo que los artistas de la Iglesia celebraron: el placer de la carne, puro y absoluto; el amor inalcanzable (porque es socialmente imposible, pero también porque está más allá del afán reproductivo y en ese más allá se vuelve trascendente).
Sabemos por qué los artistas (desde Piero) acudieron una y otra vez a representar al mártir: sólo él les permitía estudiar la belleza del cuerpo masculino. Y si ese cuerpo se volvió el más sexy de toda la iconografía cristiana fue precisamente porque los artistas siempre supieron que no había otra celebración posible de las delicias de la carne sino ésa. Que mire el Niño a su padre (es su destino y es su cárcel), que mire María (con infinita melancolía) la Tierra hacia la que la mirada de esos dos complotados la expulsan. San Sebastián, en cambio, mira hacia lo alto: él comprende, desde el fondo de la tortura a la que lo condenan, que es a él a quien miran (¡a quien llaman!) desde el cielo. ¿Como no iba la Iglesia a abominar lo que, a todas luces, se salía de su esquema normalizador y sus fantasías de aniquilación? La Sagrada Familia, lo dice Il Perugino desde el fondo de los tiempos, no es nada sin San Sebastián: carece de sentido. Digan lo que se les dé la gana, asocien homosexualidad y exterminio cuántas veces quieran. La cosa ya fue escrita y esas imágenes no mienten: mejor, es elegir el cielo.

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