domingo, 9 de enero de 2005

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Lo que emprendemos es una guerra.
Es hora de abandonar el mundo de los civilizados y sus luces. Es demasiado tarde para empeñarse en ser razonable e instruido, lo que ha llevado a una vida sin atractivos. Secretamente o no, es necesario volvernos totalmente diferentes o dejar de ser.
El mundo al que hemos pertencido no ofrece nada para amar además de cada insuficiencia individual: su existencia se limita a la comodidad. Un mundo que no puede ser amado hasta morir -de la misma manera que un hombre ama a una mujer- representa solamente el interés y la obligación del trabajo. Si se compara con los mundos desaparecidos, resulta odioso y se muestra como el más fallido de todos. En los mundos desaparecidos, fue posible perderse en el éxtasis, lo cual es imposible en el mundo de la vulgaridad instruida. Las ventajas de la civilización son compensadas por la manera en que los hombres se aprovechan de ellas: los hombres actuales las aprovechan para convertirse en los más degradantes de todos los seres que han existido.
(...)
Hay que llegar a ser lo bastante firme e inquebrantable para que la existencia del mundo de la civilización parezca finalmente insegura.
Es inútir responder a quienes pueden creer en la existencia de ese mundo y autorizarse en él: cuando hablan, es posible mirarlos sin escucharlos y, mientras se los mira, no "ver" sino lo que existe lejos detrás de ellos. Hay que rechazar el tedio y vivir solamente de lo que fascina.
Sería vano agitar e intentar atraer a ese camino a quienes tienen veleidades tales como pasar el tiempo, reír o volverse individualmente extravagantes. Hay que avanzar sin mirar atrás y sin tomar en cuenta a quienes no tienen la fuerza para olvidar la realidad inmediata.
La vida humana está excedida por servir de cabeza y de razón al universo. En la medida en que se convierte en esa cabeza y esa razón, en la medida en que se vuelve necesaria para el universo, acepta una servidumbre. Cuando no es libre, la existencia se torna vacía o neutra, y cuando es libre, es un juego. La Tierra, mientras sólo engendraba cataclismos, árboles o pájaros, era un universo libre: la fascinación de la libertad se ensombreció cuando la Tierra produjo un ser que exige la necesidad como una ley por encima del universo. El hombre sin embargo siguió siendo libre para no responder más a ninguna necesidad: es libre de parecerse a todo lo que no es él en el universo. Puede descartar el pensamiento de que él o Dios impide que el resto de las cosas sea absurdo.
El hombre se escapó de su cabeza como el condenado de la prisión. Encontró más allá de sí mismo no a Dios, que es la prohibición del crimen, sino a un ser que ignora la prohibición. Más allá de lo que soy, encuentro a un ser que me hace reír porque no tiene cabeza, me llena de angustia porque está hecho de inocencia y de crimen: sostiene un arma de hierro en su mano izquierda, unas llamas similares a un sagrado corazón en su mano derecha. En una misma erupción reúne el Nacimiento y la Muerte. No es un hombre. Tampoco es un dios. No es yo, pero es más yo que yo: su vientre es el dédalo en el que se ha extraviado, en el que me extravío con él y me recobro siendo él, es decir, monstruo.

Georges Bataille. "La conjuración sagrada" (1936) en La conjuración sagrada. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2003 (trad. Silvio Mattoni)

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