martes, 18 de enero de 2005

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Leí Las noches de Flores en un rapto, como me sucede siempre con las novelas de César Aira. Y, como me sucede con todas las novelas de César, el interés que siento por esa máquina narrativa supera siempre al juicio de valor que puedo emitir sobre el resultado. Naturalmente, soy obediente de las instrucciones que César suministra sobre el funcionamiento de esa maquinaria: como buen constructivista, insiste en que nunca hay que anteponer el juicio sobre los resultados a la observación sobre el proceso.
Habría que poner Las noches de Flores junto con La villa y todas esas novelas que hacen de Flores un universo entero. Como en las anteriores (podría revisar mi biblioteca para dar cuenta de todos los títulos, pero a esta altura del partido importa poco), en Las noches de Flores Aira vuelve a hacer pasar por su barrio todos los pormenores de "la realidad" (incluida su habitual preocupación por "la representación") y de "la fantasía". Esta vez es el turno de la "crisis argentina", los chicos que hacen delivery en moto, los secuestros extorsivos, las fundaciones que auspician arte conceptual (digamos, de paso, que el artista suizo Andreas Dobler existe "de verdad"), la policía y los fiscales y, en una de esas piruetas caprichosas y casi siempre admirables, la presencia del Mal.
Mientras otros escritores se entregan con disciplina tediosa al rescate de alguna historia del pasado (es decir: pre-digerida), César sigue insistiendo en hacer una literatura de lo in-mediato (sin que por eso podamos confundirla con literatura "testimonial"). Fue el primero en hablar de las empresas privatizadas, la vida de las discotecas, los fast food. Ahora, es el primero en pensar un argumento alrededor de la "vida moderna" (entendiendo por "vida moderna" lo que vimos por televisión hasta antes de ayer).
Siempre es difícil detectar en qué momento las novelas de Aira, que empiezan con gran parsimonia, enloquecen. En Las noches de Flores creo que eso sucede en la página 77: "Rosa se dio cuenta de que, además, Aldo se volvía un peligro. Eso no era una revelación; ya lo había venido pensando desde el episodio de Jonathan. Estas ideas que le oía la llevaban a la convicción: debía librarse de él. Es decir: debía matarlo. No había otra solución". Léase todo lo previo teniendo en cuenta esas frases a ver si hay algo en la trama que indique una resolución semejante. Yo creo que no.
A partir de ahí la novela, que venía siendo un prodigio de observaciones agudísimas, entra en esa zona de insensatez que es lo más característico de Aira (aquello por lo cual sus novelas son amadas y odiadas). En el fondo, es siempre el mismo recurso pedagógico: "Ofrezco pinceladas sobre el presente ("El pintor de la vida moderna") como anzuelo para cándidos. Una vez que he atrapado a los lectores, los llevo a donde yo quiero: la literatura en su estado más puro".
Por supuesto, no es que postule que César se plantee esta estrategia consciente (cínicamente), pero no hay otro modo de entender las rupturas que permanentemente amenazan sus relatos. De hecho, lo que se lee en la solapa como resumen del argumento es exactamente la parte más superficial de la novela, lo que (se supone, aunque no haya forma de demostrarlo) desencadena todo el delirio que sobreviene a partir de la página 77. Aira no se limita a ser un enemigo teórico del realismo. Actúa en su contra, y con las mismas armas.
Las noches de Flores
, sin ser una de sus "obras maestras", se deja leer con gran placer y, al llegar a la última página sentimos que hemos participado de un milagro que, no por repetido, hay que dejar de agradecerle. Personalmente hubiera preferido que Rosita no fuera (intempestivamente) ciega, o que el choque del hijo del fiscal no hubiera empantanado el relato. Pero César no corrije y es probable que ni siquiera relea lo que ha escrito. Para eso, él lo sabe, estamos nosotros.

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