jueves, 18 de enero de 2018

Yo no tengo twitter, porque...


El texto original, editado por mí, dice:

 
19 de febrero, domingo.1

“Serio, eh. Tipo que se pone, pa-pa-pa y había que hacerle las cosas.”
“Él entró en la famosa compañía de Indias, usted sa­be, ésa que tiene miles de años”
(frases oídas en un ómnibus.)

*

De vuelta en la ciudad terrible, Montevideo 1009, ga­tos y goteras.2 Mi última noche en La Habana fue misteriosa. Me sobraban cincuenta pesos y me puse a pensar en Ziomara con su cintura tan fina y su rostro oscuro hierático. Su cuerpo era espléndido, largas piernas africanas y caderas hechas para moverse incansablemente, Solamente sus pechos eran algo blandos, las { }, los pechos blandos. No hay putas como las de La Habana, el último esplendor de un mundo que se cae. Casi todas son suaves y calladas y parecen comprender, son tristes pero saben sonreírse desde adentro. Por lo menos Ziomara sabía. Usan falsos nombres espléndidos, Ziomara, Estrella. (Pupé se ha senta­do frente a mí, a través de la redonda mesa de vidrio, y cose, casi impidiéndome escribir con su presencia; pero tengo que hacerlo, el mundo en cierto modo es duro, yo lo sé.)
Fui al Music-Box y no la encontré, como no la había encontrado las tres veces anteriores, cuando tuve que salir con María y con Reina. Al salir, una discutía con un borracho, pero su voz me alcanzó cuando me iba, ven acá, por qué te vas. Le pregunté por Ziomara, dijo que tal vez estaba al lado. No estaba. Al volver, el borracho se había ido pero ella estaba y la invité a tomar un tra­go. Se llamaba Estrella, Zoila Estrella aclaró ante mis du­das. Tenía 16 años y era muy bonita. Pidió un vermú. Estaba resfriada, dijo que era una sinusitis y tenía que operarse pero no lo haría, porque tenía miedo a las ope­raciones, y además tomaba no sé qué cosa. (“Yo cosien­do y mi esposo trabajando”, dice Pupé a alguien que la lla­ma por teléfono. “Randolfo está en sus asuntitos”. Es Rogelio, quieren saber si voy a trabajar en Usted o en Che.) A mí esto no me gusta, dijo, pero tengo que hacerlo, porque si no tendría que vivir con mi madre, y no puedo por­que ella trabaja de criada. “¿Y tus hermanos?” Ellos no me dan nada, me piden. Tenía seis hermanos. Yo he leí­do estas cosas, pero igual era espantoso, y tenía muchas ganas de acostarme con ella. “El Miusic [sic] ya no es lo mismo, desde que lo reformaron”, dijo. “Estuve en el Apache y después volví aquí, pero no es lo mismo”. En efecto, no era lo mismo. Había olor a pis –lo noté por primera vez– y sólo dos o tres mujeres más, una de ellas borracha. “Qué nota3 tiene”, dijo Estrella, y se reía con Sergio. Le pregunté si quería salir conmigo y dijo “Si usted quiere”, dijo. “Tengo que pagar la salida”. Le di diez pesos. “Sergio, mi cartera.” Sergio le cuchicheó al­go al oído. No reparé en las miradas porque siempre era igual, uno salía y los demás se daban vuelta para mirar. Me quité los anteojos como siempre, tuve las mismas ideas de siempre –por ejemplo que mi calva era incon­fundible. (“Esta ciudad paró de crecer cuando se dio cuenta de donde estaba, se paró de horror; este clima, esta ciudad endemoniada; no como París, que se paró en el XVII, de autocomplacencia. Yo creo que ésta es la ciudad más peligrosa, porque está poblada de demonios Buenos Aires.” Pupé se ve como Colette, pero sola, no por­que sea solitaria, sino porque se quedó sola; entretanto acumula experiencia, se goza –dice–, en la vida de la pareja.) Pero qué importaba mi calva, yo me iba. Una vez me había visto Jardines y no me había delatado. ¿Torvamen­te puro, Jardines? (“Vos no sabés el placer con que la gente te escucha”, dice Pupé. No, no sé. Según Elina, todos me odian, me ponen en tela de juicio. Según Benicio, todos me quieren. “Uhh, Walsh”, hace un gesto hacia arriba con la mano, “la altura del respeto”.)
Soy la Estrella dijo que ella prefería el Ariete, no el Rex, usted sabe, una se acostumbra. El sereno soñolien­to cobró los dos quince, por un rato. Entonces estába­mos en la pieza, qué linda cara. Por favor, no me aprie­te la cintura, estoy de siete meses.4
Yo no me había fijado en el saco de cuero con que se tapaba. Le dije, pobrecita, eres valiente, pero debo ha­ber cambiado de cara. Tenía el vientre abultado. Hay pensamientos de placer en la maldad, coger a una niña embarazada de 16 años, empujar hasta el fondo y sen­tirse un maldito, que se joda, jodámonos todos. Pero “usted es un hombre de conciencia”, me dijo bastante más tarde cuando ya estábamos en la calle.
Cerraba los ojos y no esperaba nada. Creo que yo hu­biera podido, al principio. Hasta que la acaricié entre las piernas (ella me tocaba suavemente el cuello, rítmicamente, con los ojos cerrados) y sentí esa humedad, ese horror, y las asociaciones, el chico que se movía y pa­teaba en el vientre de Elina, qué hay detrás. Entonces el pito, perdón, se me encogió como un pequeño telescopio y quedó a un costado blandito y sin vida. Pero después nuevamente hubiera5 podido, porque ella olía bien, y tenía un perfil tan nítido y puro del hombro, y unos de­dos tan suaves, y la cara dormida, pero no decía nada, no decía dame la lechita ay papi ay dámela, como decía Carmita en cuatro patas sobre mí, con ese animal exta­siamiento. (Sí, yo sé, pero después corrijo.) Y le dije: ¿Estás segura que no te hará mal? Y me dijo: No, no es­toy segura, y ahí se acabó todo. Me cobré6 los diez pe­sos retándola, suavemente, como corresponde a un se­ñor. Le dije que se podían morir, ella y el chico. Pero, dijo, tengo que comprarle una canastilla. Nos vestimos tan rápidamente, yo le daba consejos, tienes que ir a la Federación de Mujeres, tienen que atenderte, no puedes hacer más esto, te pones en peligro, comprometes al hombre que se acuesta contigo –eso no, dijo con orgu­llo–, y era un objeto de horror.
En la esquina le dije: “Si pudiera ayudarte, te ayuda­ría, pero no puedo darte más que un consejo, no hagas más esto”.
“Usted es un hombre de conciencia”, dijo, y me puso la mano en alguna parte del brazo y se fue, un objeto de horror.
Después fui a la ruleta, y por primera vez gané vein­te pesos –con lo que recuperé el dinero gastado en esa última, misteriosa noche en La Habana– y se los rega­lé a Pupé, mi esposa (¿“Flores para su esposa”?) para que se comprara un prendedor.
Otro día hablaré más de esto.

1 Se trata de un original mecanografiado, aparentemente de tres fo­lios (por la numeración), de los que falta el primero. La fecha (1961) y los números de página están manuscritos. La hoja 2, sin embargo, dice 2 a máquina.
2 En el margen, como término de una flecha, manuscrito: “Adiós a L. H. como símbolo”. Ver, más adelante, la reconstrucción de este re­lato.
3 “nota”: borrachera.
4 Esta última frase, escrita en rojo; “usted es un hombre de concien­cia”, más abajo, subrayado del mismo color.
5 Tachado: “querido”.
6 Subrayado manuscrito del autor. En el margen, signo de pregunta “¿”.


3 comentarios:

Laur dijo...

Twiter es horrible y ese es un pasaje terrible.

Linkillo: cosas mías dijo...

Y de una falsedad y una ignorancia superiores a todo lo conocido.

Unknown dijo...

Buenas.

Ni da calentarse, Daniel.
En el link de 3DGames que cita el twittero ese, yo soy uno (Uncle Roland) de los que le contesta al autor del thread -fijate para dónde derivó cuando le pedí el número de pégica y la citación bibliográfica correspondiente-.

No me extrañaría -de hecho ese foro terminó siendo un invernadero de fachos (con aval de los mods, hace varios años que dejé de concurrir seguido)- que tal vez sea el mismo user reeditando el mismo verso por TW. Pero, a diferencia de aquella vez, se tendrá a mano el extracto correspondiente para revolearselo al falsario, cosa que se agradece. Aunque me temo, en tiempos de posverdad, que a mucha de esta gente le importe poco, demasiado poco.

Salutes.