por Beatriz Sarlo para La Nación
Cristina Fernández habría indicado a sus colaboradores inmediatos que será a través de ella, y de nadie más que ella, que se tramitarán las relaciones con el Partido Justicialista. El mensaje es nítido. Hará lo que hizo Kirchner. Sin embargo, queda abierta la duda: ¿es capaz de cumplir esa decisión? ¿Están dadas las condiciones, no las previsibles de acompañamiento afectivo lejano, sino de apoyo político real?
La sucesión es un tema clásico. En La toma del poder de Luis XIV (título que orienta sobre la tesis del film), Roberto Rossellini presenta algunos episodios fundamentales en el camino recorrido por un muy joven rey para enfrentar la muerte de Mazarino, impedir las intrigas de su madre y ser reconocido por la nobleza como la efectiva fuente de poder. La película de Rossellini es un tratado de historia y un capítulo de filosofía política. Todavía ilumina la construcción de un dirigente.
Mi único heredero es el pueblo, dijo Juan Perón. La cuestión de la herencia se resume en la transferencia de poder. Como Duhalde en su momento, Kirchner fue un especialista en el Poder. No un aventurero, sino un audaz que no perdió de vista ese centro ígneo de la política. El aventurero juzga mal sus propias fuerzas y se larga a la contienda en inferioridad de condiciones, confiado en que un súbito cambio le permita alcanzar objetivos que, incluso, pueden alterarse sobre la marcha. Aun en el escenario de su mayor derrota, cuando se votó la resolución 125, Kirchner no se condujo como aventurero, sino como sectario, llevado por su aislada terquedad hasta un punto donde contradecía sus propios intereses. Esa fue su noche negra. Me atrevería a decir que fue la única, excepto la demudada noche de 2009 cuando tuvo que reconocer que no había ganado las elecciones de medio término.
En otros episodios Kirchner tuvo más suerte. Para la ley de medios encontró apoyos ideológicos en Proyecto Sur y el Partido Socialista, que aceptaron el argumento ad hoc de que se estaba reemplazando un engendro de la dictadura y de que la nueva ley fortalecería el pluralismo de voces (algo que siempre le importó mínimamente y siguió sin importarle). La ley de medios sería estupenda si no estuviera pletórica de disposiciones que aseguran organismos de aplicación controlados por el Poder Ejecutivo o sus eventuales aliados. No hay buena ley, por otra parte, que sostenga una vendetta.
El viejo topo de la historia, como le gustaba decir a Marx, no trabaja para convertir las transgresiones en virtudes; la imagen representa el proceder subterráneo de fuerzas que, de pronto, emergen. Habría que evitar la confusión, para quitarle al adjetivo "transgresor" su discutible aura revolucionaria. En realidad, los grandes revolucionarios o los reformadores profundos no son recordados por sus transgresiones. La ideología rock ha transferido a la política una palabra que ni siquiera creo que describa del todo bien las vanguardias estéticas.
Kirchner fue un político arriesgado que hizo dos aprendizajes que su sucesor o sucesora tiene por delante: moderar su primer movimiento de construir al costado del Partido Justicialista y, segundo, comenzar a conocerlo hasta su fondo mismo. Admitamos, si se quiere, que el partido no le gustaba a Kirchner, pero adquirir ese conocimiento en el cuerpo a cuerpo de la política le dio un liderazgo que no tenía cuando llegó a la presidencia. Su originalidad fue ésa, en verdad bien peronista. Perón decía que era imposible hacer política sólo con los "buenos" y la cofradía de los "malos" variaba según las circunstancias. Kirchner tragó sapos y los hizo tragar; se abrazó con gente que había despreciado y que quizá continuaba despreciando en secreto; humilló y palmeó el hombro de los humillados.
Todo el mundo sabe que Cristina Fernández sintió profunda antipatía, en el nivel de la sensibilidad, por ese mundo respecto del que se considera intelectualmente superior y estilísticamente distante. Una princesa peronista que hizo leyes cuando fue senadora, ama la escena internacional y lee algunos libros. Bueno, ahora tendrá que hacerlo en el tiempo libre que le dejen Moyano o Cariglino.
Cristina Fernández no tiene mucho tiempo y tampoco controla hoy la organización partidaria. Podría ganar tiempo si, superado el plazo del duelo, apareciera claramente como la única que puede llevar el justicialismo a la victoria, pero sería desplazada sin piedad si el garante fuera otro. Todos tienen cuentas pendientes para cobrarse. No es necesario dar ejemplos. Todos, en cada distrito y un par de hombres a nivel nacional, llevan en la mochila el bastón de mariscal (napoleónica frase que se repitió en el peronismo desde que el "gran mariscal" exiliado en Madrid comenzó a envejecer y él mismo creyó oportuno difundirla para amenazar a quienes no le eran leales y ganar a los jóvenes).
Un dirigente tiene éxito cuando sabe llegar al punto del camino en que sus ideas encuentran los apoyos que necesita. Kirchner no tuvo tiempo de fundar una organización transversal que lo liberara del aparato territorial justicialista. Entonces, por falta de tiempo, se propuso el asalto y la conquista de la organización. Sabía que la política no transcurría sólo en las pantallas de la televisión, ni en Twitter, ni en la blogosfera.
Sabía que para estar en esas pantallas es necesario ocupar antes algún estadio, o club, o escuela, o fábrica reinaugurada, rodeado de gente. Sabía que eso depende de la voluntad de los dirigentes que pueden movilizarla. Sabía que no son hombres de principios inamovibles, que en su gran mayoría no son de izquierda, pero que entienden los intercambios políticos, los favores, las presiones económicas, los chantajes, las recompensas, porque ellos mismos los ejercen hacia abajo, hacia sus bases y subordinados. No tenía una idea abstracta de la militancia. Hay que admitirlo: la gente que vive en Escobar, en Florencio Varela o en La Matanza no se hace presente en el centro de Buenos Aires como peregrinos medievales. La política puede pedir muchas cosas menos que los simpatizantes pertenezcan a una raza suprahumana que camina, cargando a sus hijos, sin beber y sin comer. Todo eso es organización y sólo una visión abstracta puede pensar que es posible prescindir de sus recursos. Hasta ahora Néstor Kirchner exigía a sus intendentes que aseguraran esa movilidad territorial. Ahora es Cristina Fernández quien renovará esa exigencia, cuyo cumplimiento es sólo una de las decenas de funciones de un partido, incluso en las épocas de descrédito de la política.
En los primeros días, cuando agradeció por cadena nacional, la Presidenta no dio signos de tener en mente estas elementales cuestiones. No había razón para exigírselo. Si vio trabajar a su marido, sabe que son un cemento necesario. Muchos se apuraron a diagnosticar que se iba a apoyar en su hijo, en La Cámpora y otros encuadramientos juveniles. Con sentido común, ahora se dice que la Presidenta abordará el peronismo estructural y profundo. Desde luego, tampoco es necesario predecir que descartará esos apoyos juveniles o piqueteros que le ofrecen una comunión tranquilizadora, especialmente necesaria como momento "ideológico" si una de sus tareas será la de pulsear en el territorio justicialista.
Imposible hacer una hipótesis. Esos dirigentes peronistas le resultan culturalmente ajenos. Al contrario, su marido tenía los modales que se estilan. Y, lo que es más importante, era el líder máximo pero no dejaba que hacia afuera se filtrara ningún signo de condescendencia. Hacia adentro ejercía la autoridad que se siente segura sin altanería.
¿Qué escuchará la organización cuando la Presidenta sostenga la necesidad de profundizar el modelo? Sin duda, su esposo sostuvo en el Partido Justicialista un modelo de supremacía política de corte absoluto, que no es el modelo del que se habla cuando se menciona el proyecto ideológico kirchnerista. El tradicional modelo territorial ha sostenido el proyecto. Ahora esa relación debe encontrar un nuevo punto.
Las tres gracias
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Mientras preparo un taller sobre el paso (siguiendo algunos motivos) de los
cuentos tradicionales, desde las lejanas cortes europeas a los libros que
hay...
Hace 2 semanas.
1 comentario:
Sarlo habla de política como si la hiciese. Su análisis es material, no ideal. Concreta, no abstracta. Real, no virtual.
Ahí la insalvable distancia que la separa del resto de la intelectualidad, K o no K.
Una analista de fuste. Con música, con lectura, con experiencia.
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