Thure von Uexküll (Mendoza, 1949)
Hace unos días, comentaba con una amiga directora de teatro el conjunto de reglas que, mucho más allá de mi deseo, me impiden ver ciertas películas y me obligan a ver otras: según una regla, tengo que ver todas las películas en las que actúa Cate Blanchet; según otra, no puedo ver ninguna película en la que actúe Leonardo Di Caprio. La lista es larguísima e incluye, además de nombres propios, categorías (“monjas”, “asesinos seriales”, “mafiosos”) y lenguajes (“francés”, “coreano”).
Estupefacta, mi amiga consideró que mi repertorio de reglas (totalmente asistemáticas, como corresponde, y muchas veces imposibles de ser cumplidas: El aviador) suponían una “actitud religiosa”. Me negué a aceptar su desencaminada hipótesis, porque sé que, en todo caso, se trataría de una “actitud ética” (las reglas sólo son válidas para mí y carecen de todo afán imperialista o universalizante). Y lo que está en juego en mi repertorio de reglas nada tiene que ver con ninguna categoría trascendental sino con la inmanencia absoluta, eso que reconocemos como “una vida” (la mía propia). Algo parecido le sucede a
Parafraseo: Si lo que yo soy, o más bien “mi vida”, no respondiera a un repertorio de reglas, “aquí iba a estar yo”, interrogando la vida en la literatura o la literatura en la vida, de acuerdo con la amable sugerencia de los organizadores de esta mesa*.
*
He dicho “vida”, he dicho “lenguajes” y he dicho “reglas”. Podría haber dicho también “juegos de lenguaje”, para poner precisamente de relieve que hablar un lenguaje forma parte de una actividad o de una forma de vida. Como el lenguaje es pura falta (falta en su lugar) y, por eso mismo, una pura potencia de desidentificación, será siempre difícil establecer correlaciones entre juegos de lenguaje y formas de vida sino es, precisamente, en relación con un proyecto ético según el cual la vida y la literatura, entendidas en su inmanencia absoluta, son un continuo de materia viviente, una “forma-de-vida” portadora última de la soberanía.
No tanto un arte que transgreda las reglas de la enunciación, sino un arte que las identifique allí donde se emplazan, donde trazan el arco mágico de lo decible y lo indecible, del murmullo y del silencio. La regla no delimita tanto una manera de vivir sino una vida inseparable de su forma. Tomar a la vida desnuda separada de su forma, en su abyección, por un principio superior (la soberanía o lo sagrado) es el límite del pensamiento de la transgresión, lo que lo vuelve inservible para nosotros: una vida desprovista de su forma se vuelve objeto de recodificaciones cada vez más abstractas en identidades jurídico-sociales (el elector, el trabajador por cuenta propia, el periodista, el estudiante, el seropositivo, el travestido, la estrella del porno, el padre, la mujer).
¿Me permitirán que relea en alta voz un poema de Juanele que plantea el alcance de una ética semejante?
Fui al río...
Fui al río, y lo sentía
cerca de mí, enfrente de mí.
Las ramas tenían voces
que no llegaban hasta mí.
La corriente decía
cosas que no entendía.
Me angustiaba casi.
Quería comprenderlo,
sentir qué decía el cielo vago y pálido en él
con sus primeras sílabas alargadas,
pero no podía.
Regresaba
-¿Era yo el que regresaba?-
en la angustia vaga
de sentirme solo entre las cosas últimas y secretas.
De pronto sentí el río en mí,
corría en mí
con sus orillas trémulas de señas,
con sus hondos reflejos apenas estrellados.
Corría el río en mí con sus ramajes.
Era yo un río en el anochecer,
y suspiraban en mí los árboles,
y el sendero y las hierbas se apagaban en mí.
Me atravesaba un río, me atravesaba un río!
¿Qué le costaba entender al poeta, Juanele? ¿No dice que no hay distancia entre el río y él, entre la materia de la tierra y su propio cuerpo? ¿No es esa epoché de la distancia, esa inmersión en la potencia de la autoctonía (no “mi tierra, sino “La Tierra”) el satori que ilumina el regreso? ¿No hay en la repetición final “me atravesaba un río, me atravesaba un río” como un éxtasis de lo que fluye (el propio cuerpo) hacia la nada? ¿Y no es ese ritornello el mejor homenaje a la materia viviente indivisible, a la forma de vida: esa renuncia al ser, ese abandono de la angustia humana en favor de las orillas trémulas de señas a la hora en que las brujas salen a barrer el cielo con sus escobas espolvoreadas con carbones molidos, con materia estelar?
¿Tendremos que recurrir a la palabra de los sabios para comprender lo que los poetas han sabido desde siempre y para siempre, que “No sólo el arte no espera al hombre para comenzar, sino que podemos preguntarnos si el arte aparece alguna vez en el hombre, salvo en condiciones tardías y artificiales”.[1]?
¿ No se deja leer, en ese misticismo juaneliano, una solución al enigma (Esfinge, Sibila) del fin de la historia y la supervivencia (cierta supervivencia) de lo viviente más allá de ese umbral de transformación de las cosas y desaparición de los sujetos? ¿No era Silvio Mattoni quien decía que
[l]a respuesta a esas preguntas que no tienen principio, la única pregunta sin origen porque genera al mismo tiempo la palabra y su muerte, el animal y su silencio, los sonidos impronunciables del agua o el aire, esa respuesta, decíamos, no puede ser una cosa ni un nombre[2]?
En otro poema (“Colinas, colinas...”), Juanele augura un mañana:
(…)
Otro será el paisaje mañana en las mismas líneas puras.
Cantará con un múltiple canto entre las casas próximas con mesas,
ah, seguras y con libros y músicas.
Como de la noche de su alma del sueño de los campos el hombre
extraerá toda la maravilla.
No más dividido, no, con el hermano, ni consigo mismo, ni con la
tierra, el hombre.
Uno consigo mismo y con el mundo para crearse sin fin en la gracia
más alta de la criatura,
y sonreír al rostro cejante de la sombra.
El poema (la “obra”) establece un nudo borromeo con la canción de la tierra y lo viviente entendido como una materia contínua. Y ahí, en esas incrustaciones, el imperativo ético del “no más dividido, no, con el hermano, ni consigo mismo, ni con la tierra, el hombre”. Esa proclama de indivisibilidad y hermanamiento es lo que Juanele escucha que la tierra canta y dice, aquí, allí, por todas partes, desde siempre. No un “mínimo de eticidad”[3], sino una ética total que sólo puede sobrevivir bajo la forma de una sensibilidad delirante (al mismo tiempo la tentación más terrible y la amiga más amorosa del poeta) en un más allá de los límites, en una exterioridad radical, un afuera donde la Tierra y la literatura hacen pliegue con la propia vida (y con la propia muerte).
¿No aludía a eso mismo Carlos Astrada en una fascinante lectura de Rilke, donde argumenta que
para Rilke, la única manera de existir auténticamente, o sea, de un modo personal, intransferible, es ahondar en la muerte propia, a la que se pliega la vida propia como el vestido al cuerpo, adoptando su forma. El cuerpo lleva el vestido, y este delata en cada pliegue la recóndita dinámica de lo que cubre y vela. Vivimos y existimos desde nuestra muerte propia, y ésta late y crece en nosotros. Ella nos pide que le seamos fieles, que con la pulpa y la sangre de nuestra vida (…) le demos plena realidad en cada uno de los instantes de vigilia telúrica de nuestra existencia”[4]?
Esa “vigilia telúrica de nuestra existencia” constituye el meollo mismo de la mística rilkeana y juaneliana. Sabemos ya de sobra que la “forma-de-vida define una vida en la cual sus procesos, actos y modos jamás son simplemente hechos sino siempre y antes que nada, posibilidades de vida, siempre y antes que nada, potencias y es precisamente ese punto de juntura entre naturaleza y cultura donde comienza y termina, nace y muere, lo literario.
*"La literatura y la vida", en el marco del IV Congreso Internacional de Letras organizado por la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA.
[1] Deleuze, Gilles y Guattari, Felix. Mille plateaux. Paris, Les Editions de Minuit, 1980, pág. 394.
[2] Mattoni, Silvio. “Preguntas a la alegría”, La voz del interior on line (Córdoba, Argentina: 3 de
setiembre de 2003). www.lavoz.com.ar/2003/0903/suplementos/cultura/nota187219_1.htm
[3] “Aproximación a la Obra de Juan L. Ortiz” , Cero, 3-4 (Buenos Aires: 1965), p. 12. Citado por Muschietti, Delfina. “Juan L. Ortiz, barroco de la levedad”, Hispanic Poetry Review, 5: 2 (Texas A&M University, USA: diciembre 2003)
[4] Astrada, Carlos. “La muerte propia”, La Nación (Buenos Aires: 14 de abril de 1940). Agradezco a Raúl Antelo esta referencia preciosa.
3 comentarios:
Justo entraba a tu blog para pedirte-¿exigirte?-que subieras tu escrito para el congreso. Y, Pum!, ya lo subiste: eso es anticipar el deseo. Justo estaba escribiendo algo para las jornadas de Barthes y tenìa algo que habìa anotado de tu texto pero no sabìa si eran fieles y querìa contrastar.
Tu texto es hermoso, hay cosas que decìs casi siempre pero hay algo nuevo, y que suma: el poema de Juanele y tu comentario; he ahì un punto de juntura prodigioso...
Anyway, se te espera la pròxima semana por acà en còrdoba...
P.D: Tengo varias preguntas sobre la discusiòn post-lectura de ponencias pero no vale la pena enunciarlas por aquì. Las postergo face to face...
Saludos...
Esencialmente, sos un liberal, Link. Tu matriz de pensamiento es liberal.
Para el otro anónimo: "I wish you had believed in me"
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