Falsa calma (Buenos Aires, Seix Barral, 2005, 224 págs. ISBN 950.731.463.6) de María Cristoff es un libro extraordinario por muchas razones, pero sobre todo por dos (tan básicas que a veces ni nos detenemos en ellas): está muy bien escrito y lo que dice es interesante.
Si es cierto, como reza su subtítulo, que se trata de "un recorrido por pueblos fantasmas de la Patagonia" mucho más cierto es que se trata de un libro que se obliga a brindar testimonio de una de las grandes paradojas del presente: sociedades aparentemente sin Estado, pero con cultura. Una cultura en la que apenas si alcanzan a vislumbrarse rastros de tradiciones previas a la marea de la cultura industrial: "Susana, gorda como una vaca, me recibió en todas estas casas en las que el lujo se demuestra y la armonía se sostiene comprando televisores. Rondando por estas dos mesetas -la de El Cuy y la de Somuncurá- he escuchado historias de personas que perdieron a sus padres en la infancia, que fueron arrancadas inmediatamente del campo en el que habían nacido y llevadas a vivir a cualquier otro lado en condiciones de esclavitud encubierta; historias de chicos de ocho años que todos los días hacen quince kilómetros en una bicicileta enclenque para llegar a la escuela rural con los mocos a la altura de la pera; historias de niñitas a las que los padres quisieron canjear por una punta de cabras, hartos de que el tío las violara. Todo eso he escuchado con Susana Giménez de fondo" (pág. 93).
Las comunidades que visita Cristoff apenas tienen relación con los aparatos de Estado (salud, educación, gobierno, comunicación, transporte) pero no han sido igualmente liberadas de las coacciones de la cultura industrial y sus mitologías. El resultado son estas construcciones paradójicas donde la sofisticación del discurso (muchos de los que cuentan sus historias, apenas escolarizados, no desdeñan las categorías más elaboradas de nuestra civilización, como "psicosis" o "Corte Suprema de Justicia") se pone al servicio de la trivialidad o la alucinación.
Falsa calma, así, puede leerse como uno de los libros que María Cristoff convoca para documentar lo que va contando: "como una crónica o como los apuntes para un tratado sobre las causas de nuestro fracaso nacional" (pág. 198). Extremadamente cuidadosa en la construcción de un punto de vista doble (el propio, el del entrevistado), Cristoff también se obliga a sostener, al mismo tiempo, el punto de vista desapegado, apático, de la crónica y el punto de vista patético del ensayo de interpretación nacional.
Pero además, y por sobre todas las cosas, Cristoff no es la extranjera que mira y registra: ella ha nacido en la Patagonia y a la Patagonia vuelve a buscar sino causas por lo menos un fundamento de discurso. Desde la primera hasta la última línea la narradora se muestra a la vez interior y exterior en relación con lo que va contando y es por eso que decide introducir la palabra de los otros mediante la más compleja de las técnicas narrativas: el discurso indirecto libre: "todo el tiempo traté de mantener el control pero, tengo que reconocerlo, hay momentos en los que esa atmósfera habla a través de mí" (pág. 9). Hablar, ser hablado: en esa oscilación encuentra Cristoff la mayor eficacia para sostener la delicadeza de las conciencias con la que se va cruzando. Porque, podríamos decir, desde el primer esquizofrénico de Cañadón Seco (el que tiene esa angustia en el pecho que no sabe cómo extirparse y espera que la cronista se lo diga) hasta la última paranoica de Las Heras (la que cree que una familia de siete complotados transmite mentalmente cuentos para colonizar la conciencia de los otros, hasta impulsarlos al suicidio), todos están rematadamente locos.
Pero esa constatación, que sólo serviría como un apunte biopolítico (si hay allí esquizofrenia y paranoia es porque, aún con la forma sinuosa que hoy adopta su accionar, el Estado está presente), no hace sino aniquilar las conciencias atormentadas de los que vienen a hablar con la cronista (¿y cómo haría ella, después de todo, para poner su propia conciencia al resguardo de la locura del paisaje, el Estado y la cultura, esas tres entidades siniestras que en la Patagonia parecen haber adoptado su forma más acabada como mecanismos de aniquilación?). Entonces Cristoff escucha y reproduce: cuenta. Sostiene la complejidad de la conciencia de los otros y, al hacerlo, sostiene el fundamento de discurso de los otros. Ninguna simplificación, ningún folclore, ninguna concesión al sentimentalismo o al exotismo. La Patagonia de Falsa calma no es una postal turística sino la puerta del infierno del presente (Melivilo oficia de Virgilio en los pueblos que visita Cristoff, Melville es su Dante).
Al hacerlo, al elegir hacerlo de ese modo, Cristoff interviene en el campo de la crónica (de la "narrativa de no ficción", tal cual le gusta decir y de la cual es una estudiosa), dividida entre el clasicismo y el barroquismo, entre la transparencia del antropólogo en Marte y los fulgores del lenguaje del dandy que viaja. Igualmente distante de los rigores de la "ciencia" y de los caprichos del "estilo", lo que consigue Cristoff es un milagro que, no por repetido, dejará de asombrarnos: en los libros "de verdad" no sólo se construye un mundo sino que, además, la verdad de ese mundo nos alcanza y nos toca, nos modifica para siempre. Día y noche. Día y noche. Día y noche...
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