domingo, 23 de abril de 2006

Libación

por María Sonia Cristoff

Cuando entendí que, palabras más, palabras menos, lo que estaba tratando de decirme era que yo era una delatora, lo primero que vino a mi mente fue la imagen de uno de esos recreos en los que cercábamos a la Colorada Hughes con una intensidad que de lejos, supongo, podía tener algo de conciliábulo, y recién nos alejábamos cuando habíamos logrado hacernos de un alfajor, una tita o, en los días de caza mayor, de un jack con sorpresa. Más que de conciliábulo, ahora que lo pienso, tenía algo de libación: todos nosotros allí, como insectos alrededor del néctar, o como paganos alrededor del licor. Después la dejábamos sola, parada en medio del griterío, como eje de una aglomeración que ya no estaba, de un protagonismo efímero, hasta el otro día, cuando sonaba el timbre del recreo de las once menos cinco --porque era sólo en el de las once menos cinco que ella repartía las golosinas que sacaba del kiosco de su padre, ni antes ni después. Más allá de eso, nunca se nos ocurría hablarle ni escucharla ni invitarla a un cumpleaños: una muestra más de la ausencia de remilgos de la infancia, que algunos llaman crueldad.

Hasta que fue aquel día, en agosto del 72, cuando se fugaron los presos del penal de Rawson. La Colorada había estado ahí, había visto todo con sus propios ojos porque a la tarde, después del colegio, atendía el kiosco que los padres tenían en el aeropuerto de Trelew. Al otro día, cuando volvió al colegio, todos nos abalanzamos sobre ella para que nos diera detalles. Aunque su calidad de testigo privilegiada estuviera también en este caso directamente ligada a las golosinas, por una vez nosotros no pensamos en las golosinas al acercarnos a ella. Queríamos saber cómo eran de cerca los presos, cómo hablaban, cómo estaban vestidos. Para nosotros (¿quiénes éramos "nosotros"?, tal vez debería decir para mí) era como si la Colorada hubiera visto de cerca a los Rolling Stones. Yo tenía entonces siete años y, a partir de las pocas imágenes de los detenidos que había visto por televisión o en las fotos mal reproducidas de los diarios del pueblo, me había ido forjado una especie de fascinación erótica: las barbas oscuras, las poleras ceñidas, las armas al hombro. Para mí no eran muy distintos de los cantantes pop que veía en las revistas. Incluso mejor: en vez de micrófonos, llevaban fusiles. No eran como esos hombres de Trelew con los que se suponía que algún día yo tendría que casarme y engendrar criaturitas. Los presos no usaban trajes ni conjuntos sport de fin de semana ni parecían agobiados por la oficina. Y además se movían en grupo: habían logrado liberarse de las familias, que a mí me parecían células letales, y andaban en grupo con gente que les caía bien. Eran, repito, lo más parecido a un cantante pop que yo había visto en mi vida. Una de las mujeres, incluso, María Angélica Sabelli, me parecía idéntica a Janis Joplin, que acababa de morir. La verdad es que no entendía por qué los llamaban "presos". Y estaban ahí, en Rawson, en Trelew, donde nunca pasaba nada, y la Colorada Hughes, a la que tampoco nunca le pasaba nada, los había visto de cerca. Justo cuando se estaba yendo a su casa ?se iba siempre a la tardecita, aclaró, como para hacer algunos deberes antes de cenar-, el aeropuerto se había convertido en un caos en el que estaban todos: los presos que se fueron, los que se quedaron, los choferes, los taxistas, el juez, los periodistas, los militares, el capitán Sosa. Entonces, como no pudo salir, la Colorada había presenciado toda la toma del aeropuerto, hasta que se rindieron. ¿Habían conversado con la gente que estaba ahí, esperando para tomar un avión -le preguntábamos- o hablaban sólo entre ellos? ¿Qué acento tenían? ¿Qué habían consumido? ¿Es cierto que una de las mujeres estaba embarazada? ¿Le habían comprado algo del kiosco? ¿Y a los otros, los que sí habían logrado escaparse en el avión, los había visto? ¿Tenían pinta de jefes, de líderes? ¿Ser líder implica que no te importe nada la vida de tus compañeros? Pensaba yo entonces, porque hubo seis que se fueron, diecinueve que se quedaron y dieciséis que murieron, y los números no me cerraban. Y, además, lo pensaba porque un amigo me había contado que, cuando vio hasta dónde podía llegar Brian Jones, Mick Jagger lo había ahogado en una pileta.

(...)

El texto completo, acá.

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