Una de las más altas lecciones etnológicas de Lévy-Strauss (aquél que escribió "Odio los viajes y los exploradores") insistía en la ambigüedad del punto de vista del etnólogo: identificación y distancia. Al mismo tiempo que se compromete con la objetividad de una "disciplina" y del método descriptivo que asume como coartada de su irrupción en un universo que no lo necesitaba, el etnólogo no puede sino establecerse como crítico cultural y así, su intervención supone una crítica no tanto de la cultura que analiza como de aquélla de la que proviene. El relativismo antropológico pierde su peso: es cierto que todas las culturas son diferentes, pero no es cierto que algunos aspectos de ellas no nos repugnen, así como otros nos encantan.
El migrante no puede sino agradecer la generosidad de la sociedad que lo alberga. Son aquí muchos los amigos que nos dan consejos preciosos para nuestra mejor supervivencia y que, además, se preocupan para que nada nos falte. ¿Cómo no emocionarse con esa capacidad para acoger al otro, lo que se llama "hospitalidad"? Pese a todas sus contradicciones, Berlín es una ciudad hospitalaria. De esa hospitalidad, se aprende.
La diferencia de clases, nos dicen, se mide según la calidad del pan que se come. Desde hace algunos días (aconsejados por Timo B. y por Silvia F.), hemos suspendido la compra del pan de supermercado (baratísimo, pero siempre gomoso y siempre para tostar) y ahora comemos ricos panes integrales (en cuya fabricación los alemanes son justamente célebres), que conseguimos en la panadería de la vuelta, distrayendo todas las monedas que podemos de nuestro magro presupuesto alimentario de trabajadores temporarios.
Pero quería detenerme en una teoría en particular, que por un lado reestablece un cierto equilibrio entre culturas diferentes y, al mismo tiempo, redime a quien antes tanto maltratamos en estas mismas páginas.
En algunas cosas somos sabios quienes hemos sido criados en los rigores de los climas subtropicales. Ayer, en la playa falsa al borde del Spree, tomando daikiris en el Strandbar, frente a la Isla de los Museos, Silvia F. expone un dato valiosísimo para mejorar el confort ciudadano: los alemanes de Berlín ignoran los beneficios de (o directamente temen) las corrientes de aire. Serán muy ordenados y muy puntual su servicio de transporte, pero no abren una ventana ni aunque el mercurio de los termómetros supere los 25 grados centígrados (lo que viene sucediendo últimamente) y la sensación de cocimiento al vapor sea generalizada.
El S-Bahn que me llevó al centro, y después a la "playa", parecía una lata de sardinas. A nadie se le ocurrió que mediante el simple trámite de abrir dos banderolas enfrentadas (lo que a nadie podía perjudicar dado que no había aire acondicionado en funcionamiento), habríamos traspirado mucho menos. Basta mirar las ventanas del edificio donde vivimos: jamás hemos visto sino la nuestra abierta. A partir de ahora, una de mis tareas cotidianas será dedicarme (sin pensarlo dos veces y sin consideración climática: no soy un etnólogo, soy un migrante; puedo intervenir en la cultura en la que pretendo inscribirme) a abrir banderolas en los medios de transporte, a ver si los nativos aprenden a enriquecerse de las culturas exóticas que alberga la ciudad en la que vivimos todos.
¡Dios mío!, deberías dedicarte a hacer radio.
ResponderBorrarTu humor siempre me hace reír mucho.
(Ya te imagino analizando la cotización del Merval, che.)