Luego de las lamentaciones de rigor, las autoridades municipales comenzaron a alojar de noche a los sobrevivientes en donde se pudiera (incluso escuelas) para evitar que la gente encontrara cada mañana cadáveres congelados a la intemperie. El gobierno nacional también tuvo que diseñar planes de emergencia para paliar las deficiencias en la distribución de gas y electricidad en las zonas urbanas afectadas por la que era llamada "la aparente glaciación", a los ponchazos, sin ton ni son, como suelen resolverse las crisis habitualmente en países que no son dados a pensar que las cosas pueden ser de otro modo diferente a como han sido siempre (es decir, todos), planes de acuerdo con los cuales fue suspendida la venta de gas para alimento de la combustión de automotores, se exigió a los grandes centros de compras que ahorraran la mayor cantidad de electricidad posible, disminuyendo la iluminación superflua (es decir, publicitaria), se eliminaron de la agenda deportiva los espectáculos nocturnos y se racionalizó (eufemismo que usaron los medios de comunicación para designar al racionamiento) el consumo de fluidos en algunas áreas de la industria.
No fue bastante: cada tanto un apagón dejaba sin electricidad a vastas zonas de una ciudad ya herida por las consecuencias más evidentes de la nevazón y en varios barrios de Buenos Aires debieron formarse espontáneas cuadrillas coordinadas por las agrupaciones de Bomberos Voluntarios, tanto para despejar de nieve las calles que la municipalidad no podía limpiar, abocada como estaba a garantizar el tránsito por las grandes avenidas, como para vigilar y, de paso, tratar de impedir el proceso de descomposición de los ya de por sí débiles lazos sociales, porque a oscuras la ciudad parecía volverse más adecuada para la proliferación de la violencia urbana (o eso se decía para justificar la multiplicación de los controles).
La falta de suministro eléctrico afectó de inmediato las comunicaciones porque ya casi nadie tenía teléfonos regulares, de los que funcionan con la mínima carga que los cables telefónicos transportan, sino dispositivos inalámbricos que no sirven para nada sino conectados a la red eléctrica (paradoja que ahora muchos estaban tratando de resolver recurriendo a la compra compulsiva de viejos aparatos telefónicos allí donde los hubiera, los mercados de pulgas incluidos, donde los astutos negociantes habían puesto sus precios por las nubes), y por eso la gente que todavía se manejaba con telefonía inalámbrica veía sus conversaciones interrumpidas sin saber a ciencia cierta si podrían retomarla en algunos minutos, en horas o recién al día siguiente.
Después de una semana de un régimen semejante, todo el mundo se había declarado ya harto de la nieve pero también de los políticos que decían resolver aquello para lo cual, a todas luces, no tenían solución posible en el corto plazo, y es por eso que las pintorescas salidas en busca de la solidaridad o la misericordia de las deidades de la tierra comenzaron a ser frecuentes entre las poblaciones más castigadas por las tormentas níveas (la mitad del país, la parte próspera y, desde ya, la Patagonia, cuyo rigor climático, sin embargo, a nadie sorprendía demasiado porque había sido siempre un territorio inhóspito), pero también entre quienes formaban parte de la casta política, que no podían darse el lujo, en un año electoral, de que la desgracia se convirtiera en el horizonte habitual de los votantes.
“Hola, hola”, murmuró el agente inmobiliario cuando se cortó la comunicación telefónica que estaba manteniendo, con la esperanza inercial de que se tratara de un defecto del auricular o cosa semejante. Sólo décimas de segundo después se dio cuenta de su error cuando se descubrió en penumbras, sin la posibilidad de hablar por teléfono con nadie (su celular estaba descargado desde el día anterior), o de escribir un correo electrónico, o de sentarse a mirar televisión o de cocinarse algo para cenar ese día extraño en el que fue notificado de que su cuerpo comenzó a decirle cosas que lo inquietaron más allá de lo que él mismo hubiera imaginado, porque significaba su inclusión en una clase de personas, los preocupados por su propio cuerpo, respecto de la cual jamás soñó siquiera tener algo que ver.
La cuarta idea que atravesó como un relámpago la conciencia del agente inmobiliario, sin que pudiera siquiera considerársela producto de pensamiento alguno, fue que la crisis que su cuerpo se había atrevido a manifestar como protesta era consecuencia o correlación de la catástrofe climática que a todos preocupaba.
Incapaz de sobrellevar la noche entera que tenía por delante entre las simultáneas tinieblas que dominaban su barrio y su conciencia, se decidió por salir a la calle, a ver si conseguía, por milagro, encontrar un taxi que lo llevara a casa de su amigo, socio y ex compañero de colegio Manuel Spitz, cuya fortuna (amasada primero gracias a una serie de extraordinarios sucesos en el mundo del teatro, donde las piezas dramáticas que había conseguido imaginar, todas ellas fundadas en los más lamentables aspectos de su vida patética, y consolidada luego de su retiro deliberadamente planificado de la escena a través de una empresa receptora de turismo gay en la Argentina) le permitía vivir en un lujoso edificio de la parte más nueva de la ciudad, Puerto Madero, donde si el suministro eléctrico hubiera sido interrumpido, de todos modos sus afortunados habitantes contarían con un generador propio que les permitía tanto preservar intacta la cadena de frío necesaria para la conservación de los alimentos y las medicinas que, ricos como eran, habían tenido la precaución de acopiar, como seguir las vicisitudes del programa Dancing on Ice, que los programadores de la televisión habían decidido poner en el aire como para adaptarse a los vientos de la historia y sacar ganancia incluso en las peores circunstancias.
(anterior)
parte médico es una novela por entregas que será publicada en un futuro no muy lejano. está muy bueno.
ResponderBorrarsaludos
fernando
duro como un icberg.
ResponderBorrarabrazo.
duro como un icberg.
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