La historia es un mar de contradicciones, con sus mareas altas y bajas, sus corrientes subterráneas, la atracción de la luna y su evaporación constante. En ese mar se suceden las rupturas y las discontinuidades (ocasionales tempestades o catástrofes de un ciclo), pero también los eternos retornos de las olas. La historia no es una serie no de hechos, sino de cualidades, y por eso nos sentamos a escuchar el rumor que viene desde el fondo de su movimiento: no porque nos diga lo que fuimos, sino porque califica los modos de aparición de lo que somos.
Las sociedades jóvenes cuya historia coincide casi con la genealogía familiar (Borges y sus fraguados coroneles patrióticos) temen a ese pasado que los devuelve a la impiedad del déjà vu. Las sociedades viejas, en cambio, encuentran en la perspectiva histórica la materia de su día a día.
En Egipto, por ejemplo, el Coronel Gabal Abdell Nasser condujo un golpe de Estado que forzó al rey Faruk a abdicar en 1952. El suceso de aquel acontecimiento que funda el Egipto moderno tiene que ver con una sencilla constatación histórica: desde el año 343 antes de Cristo no había habido en Egipto sino gobernantes extranjeros (persas, griegos, romanos, turcos, árabes, franceses e ingleses). ¿Cómo no iba a encontrar Nasser en esa cualidad irresistible de la autoctonía una palanca para torcer una inercia de dos mil trescientos años?
En el año 642, los árabes invadieron el país. Ofrecieron a la población el siguiente trato: quienes se convirtieran al Islam quedarían exentos de impuestos (la famosa Piedra Roseta, clave de la escritura jeroglífica olvidada por los siglos de los siglos, es también una carta de agradecimiento por una exención impositiva). Los egipcios no lo dudaron un instante y abrazaron masivamente la ley del Corán. Todavía hoy es muy difícil que los hoteles cinco estrellas o los cruceros que van y vienen por el Nilo acepten pagos con tarjeta o entreguen facturas a sus clientes. Todo es contado rabioso y las propinas son obligatorias porque constituyen la parte no imponible de las ganancias de cualquiera.
El Cairo es una ciudad tan incomprensible (tan fascinante) como las ruinas de las que Egipto ha hecho su principal industria. Todo está a medio hacer o medio en ruinas y es tal la congestión y el hormigueo que cualquier traslado es una mera hipótesis alienígena. Pero basta recorrer el templo de Karnak, en el centro de lo que fue la antigua capital faraónica del Imperio Medio, Tebas (hoy la simpatiquísima ciudad de Luxor), para entender ese caos premeditado.
Fotos: Sebastián Freire
De acuerdo con la tradición faraónica, cada sucesor de cada dinastía estaba obligado a ampliar ese monumento colosal (la estructura religiosa más grande de todos los tiempos). Los nuevos faraones a menudo remodelaban los edificios de sus predecesores. Algunos de ellos incluso derribaron las estructuras más antiguos para usar las piedras en nuevas construcciones. Karnak llegó a estar tan congestionado que los nuevos templos y monumentos se erigían sin ton ni son, en cualquier espacio disponible. Más allá de la grandiosidad del conjunto, Karnak se parece (hoy como ayer) no tanto a una Acrópolis griega como al depósito de materiales de un constructor desquiciado. ¿Cómo iba El Cairo a sustraerse a esas tradiciones urbanísticas?
Cuando la primera presidenta argentina visitó Egipto (me contó Abdul, que fue su guía) se interesó por todas estas cosas, pero en particular por el ideario de Nasser. Me refiero a Isabelita, no a Cristina.
Ay, Abdul...
ResponderBorrarDANIEL QUERIDO,COMO SÉ QUE NO SOS NINGÚN ONSO,TE PASO ALGO DE LO QUE PASO EN TUNUYAN :http://asambleasciudadanas.org.ar
ResponderBorrarUN ABRAZO.