lunes, 19 de abril de 2010

Anticipo


Imagen: Cristina García Rodero

Advertencia

por Matilde Sánchez

Esto es una carta, de ningún modo es una novela —nada más alejado de una novela, con sus falsas pistas y líneas de suspenso. Una carta dirigida a un único destinatario y por elevación, a la humanidad.

O quizá sí, a fin de cuentas. Mientras doy las últimas puntadas al daño final, me permito cierto relativismo en los conceptos: será una carta con una pendiente a la novela negra, una novela de amor negro y suspenso legal, un thriller psicológico —un documental dirigido por el realizador greco-argentino Juan C. Stephanides y presentado en una cátedra de psiquiatría.
Será una novela con una dedicatoria. O será lo que más les guste.
Cuánto ansié el adiós definitivo la noche del segundo daño, mientras acunaba la mano derecha contra el corazón, en el centro de mi calor vital, como a un cachorro nacido muerto al que se quiere revivir —fricciones, fricciones, ¡vamos, a respirar!, cierta vez mis manos hicieron ese truco. Cuánto anhelé que un granizo del tamaño de huevos de avestruz lo lapidase en medio del parque, en lugar de esa gentil helada que borraba de su ropa la mancha del delito. Cómo deseé que lo detuvieran allí mismo, un pogrom le deseé, el toque de queda, un grupo de asalto salido de un auto siniestro con armas y puños para extraer de él la confesión, el interminable rosario de nombres, y que al final, en el tramo más sangriento del suplicio, con un hilo de voz y el último aliento sofocado, cuando la verdad valiera ya tan poco, se dijera enamorado: con el cuerpo tenso a su máxima extensión, a un paso de la muerte, Víctor vería en mí a la Virgen del Cadalso.
A merced de mi piedad, ¡cómo me amaría!
Adelante, conozcan al sentenciado en el amanecer de la ejecución. A la nueva estirpe de adictos, tendrán su alimento. Aquí está, merodeador de la red, tu dosis de rencor e intimidades: voy a contártelo todo al modo de un informativo, sin ahorrar en crímenes, atascos de tránsito ni salpicaduras, sin imponer una sola distorsión a la materia. Esta vez será cien por ciento verdadera, cruenta, injuriosa, sexual.
Ahora bien, seamos realistas, quién sabe si esta carta o novela será mi última acción o si guardo planes ulteriores cuando yo misma me lo pregunto; quizá de modo inconsciente todavía, estoy al mando de una máquina de castigos a repetición, daños de aquí en más, daños de por vida, por así decir, en la serie del daño periódico. Él me haría juicio si mi trampa no fuera consistente y sus errores no hubieran sido garrafales, como si no conociera yo su corazón belicoso. De haber estado él en plena legalidad, en blanco, según se dice, podría invocar estatutos de protección al buen nombre y honor de los individuos, al prestigio de las instituciones impolutas etcétera. No podrá. Desmentir o atacar esta obra no hará otra cosa que abultar mi erario. En caso de que algo llegara a sucederme, ya sabrán la Justicia y mis familiares por dónde comenzar la pesquisa. Nota bene: si en algún pliegue inconfesado de estas páginas alguien cree ver un tributo, será mejor que lo descarte. Es que me propongo jugar con lo más sagrado de esta persona, su vanidad.
Es probable que al ver la luz estas páginas, Víctor se lance a una campaña de difamación, si es que no lo hizo ya. Qué no diría de mí, qué infundios, a cuál más vergonzante, no habrá hecho correr en estos doce meses de ausencia. Al principio las calumnias no provendrán de él, destacará emisarios intachables para difundirlas, me caerá encima con todo su aparato.
Después soltará comentarios casuales sin vehemencia, tal como ya comenzó a hacer en previsión de mis acciones; predicará en mi contra cada día durante años, el infundio querrá horadar la piedra, neutralizar mi alegato y negarme credibilidad —¡delito de negacionismo! Dirá que soy corrupta, extorsiva, una ludópata perdida, sidosa y adicta; hablará de mi boca cariada y más abajo en la escala, ladrona y avara, coprófaga, usurera, deudora morosa y por último, fúlmine —¡delito de difamación! O peor aún, querrá hacer del defecto virtud y atajarse cantando mis loas: mencionará la excitación que le producía mi astucia, mi precisión en la tarea más exigente, mi habilidad para sortear el lugar común y educir la perla en medio del fárrago. Blablablá. No presten oídos a nada de lo que él diga. Qué sería de la Justicia si lo encargáramos todo a la transmisión oral, quién sabría defendernos; qué sería de mí sin esta memoria de los hechos, que somete al Fiscal un orden ciego y reúne las pruebas por escrito.
Al estimado lector: abstenerse de continuar si desdeña la invectiva. Será mejor cerrar este libro y canjearlo por cualquier novelita policial antes de que se estropeen las hojas. Y sin embargo, ya verán, Víctor tiene la fortuna de que yo tenga un alma buena. Nos busca así, señores del Jurado, incapaces de matar una mosca —no, me digo, ¡no por ahí, imbécil! Aquí no hay una ninfa ni un tribunal, apenas un manuscrito —no hay más crimen que tu desamor ni más delito que mi idiotez. Así que nos estamos viendo, Víctor, ando otra vez de visita y me traigo algo entre manos.
Un regalo, qué ilusión, qué será... ¿Una corbata de diseñador con un gran moño de seda, una novela inglesa del siglo XIX, una carta con polvitos venenosos? Un artefacto de detonación para acabar con la mentira.
Abran cancha, entonces, dejen pasar, aquí venimos.
Y una última advertencia: no esperen una historia de amor sino su antítesis. Yo nunca me enamoré de Vic, apenas me volví adicta a su constancia. Aténganse a lo que les tengo reservado y créanme que no exagero. Como escribe Marco Polo, apenas cuento la mitad de lo que vi.

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