por Daniel Link para Perfil Cultura
El edificio blanco de Proa brillaba al sol de ese mediodía de otoño como lo que en definitiva es: una extraña joya en la cada vez más decadente urbanidad de Buenos Aires.
En 1996, Adriana Rosemberg, directora de Fundación Proa, había inaugurado ahí mismo, en la Vuelta de Rocha, en una casa reciclada de fines del sigo XIX (que era francamente incómoda, ahora podemos decirlo, para los objetivos y la ambición que albergaría) un espacio para la investigación de lo contemporáneo.
El gesto era muy riesgoso porque creaba un centro de características únicas fuera de los circuitos más transitados (y, encima, en una de las zonas más degradadas de la ciudad de Buenos Aires); era como una apuesta a un futuro perfecto o, si se prefiere, a un futuro anterior en el cual la ciudad de Buenos Aires brillaba (habría de brillar) como la reina del Plata.
Doce años después, en noviembre de 2008, Proa se reinventó en su nuevo edificio de tres plantas, con cuatro salas de exhibición (mil metros lineales), un auditorio, una librería especializada, un restaurante con terraza sobre la panza del Riachuelo y el puente de hierro que lo atraviesa (las metáforas más crueles de la ciudad de Buenos Aires, decidida a toda costa a sabotear a toda costa lo poco de belleza que le queda).
La muestra con la cual entonces Proa reduplicaba su apuesta (todavía hoy heroica y solitaria, como pareciera que, entre nosotros, corresponde a las acciones buenas) fue la muy cuestionable retrospectiva sobre Duchamp, que fetichizaba la obra de aquel que, precisamente, había venido a poner en entredicho la noción misma de “obra de arte” y que ignoraba las últimas investigaciones sobre la presencia de Duchamp en Sudamérica.
Luego vino la exquisita muestra antológica El tiempo del arte. Obras del siglo XVI al XXI (septiembre 2009-enero 2010), que se propuso consolidar “las miradas contemporáneas no sólo acerca del presente sino también acerca de la historia del arte”. Lo contemporáneo es, para Proa, propiamente una perspectiva y no una cosa, y esa perspectiva tanto envuelve con sus interrogaciones al arte y la cultura de hoy y de mañana como a la de hace cinco siglos.
Muy ligada con los circuitos italianos por razones que tienen que ver con sus condiciones de existencia, Proa usó en esa muestra las últimas tendencias curatoriales, que tienden a prescindir de la organización cronológica en favor de una organización temática (pienso, por ejemplo, en La creazione ansiosa. Da Picasso a Bacon que, de septiembre de 2003 a enero de 2004 ocupó los salones del Palazzo Forti de Verona, mucho más limitada en su alcance, pero igualmente obsesionada por las mismas unidades temáticas que Proa desplegó para sus visitantes).
Ahora, de abril a julio, Proa alberga en su espléndido palacio a la vera de un Riachuelo que espera respuestas ecológicas adecuadas a su impulso utópico, El universo futurista. 1909-1936, una muestra deliciosa que celebra el centenario del futurismo italiano (incluidas sus insalvables contradicciones, como su predilección por la guerra y la “movilización total” de las potencias del hombre que, fatalmente, habrían de encontrarse con las líneas más sombrías de la política europea de la primera mitad del siglo XX: el fascismo).
Al mismo tiempo, las doscientas piezas que integran la muestra, la mayoría de las cuales jamás fueron vistas en nuestro país, que provienen de la colección del Museo 'Arte Moderna e Contemporanea di Trento e Rovereto (MART) con curación de Gabriella Belli, dialogan con un ciclo de cine futurista, una serie de conciertos de música futurista y un documental especialmente preparado para la muestra, que la alejan del clásico “Plug & Play” al que nos hemos acostumbrado y que, por lo tanto, sirve como reflexión insoslayable para la práctica curatorial, entendida como una intervención respecto de ciertos materiales (más o menos artísticos) puestos en serie y una audiencia supuesta: el público de la muestra.
Lo primero que sorprende del homenaje al centenario futurista expuesto en Proa es la dilatación de las fechas de esa primera vanguardia, cuyos efectos suelen datarse no más allá de la Primera Guerra Mundial (efecto, como se sabe, de la misma potencia de arrastre que funda el movimiento, efecto del mismo deseo de aniquilación de lo viejo). Con un criterio que Proa consiguió felizmente imponer a la ortodoxia de la curadora italiana, la fecha de 1936 que denomina la muestra permite incorporar la obra de Emilio Petorutti (de las colecciones del MALBA y la Fundación Emilio Petorutti), una serie de interesantísimos experimentos fotográficos y, sobre todo, los dos viajes de Marinetti a Sudamérica (Río de Janeiro, Buenos Aires) en 1926 y 1936, cuando la suerte del mundo conocido (y del arte de vanguardia) ya estaba totalmente resuelta.
El video documental, editado por Santiago Recard a partir de la investigación de Cecilia Rabossi (quien también presenta el diario de viaje del poeta y líder del movimiento en el meditado, lujosísimo, imprescindible catálogo de la muestra) propone la pormenorizada crónica de los dos viajes de Marinetti y sus efectos en las ciudades que visita, incluida la extraordinaria (y no muy conocida) refutación de las aporías incluidas en el Manifiesto futurista que Rubén Darío publicó en el diario La Nación a pocas semanas de su aparición en Francia ("En cuanto a que la Guerra sea la única higiene del mundo, la Peste reclama”).
Darío, que reconoce en Marinetti a “un buen poeta, un notable poeta” descalifica, sin embargo, su política guerrera y se inclina antes por una política de la pandemia (la diseminación por contagio y no por destrucción). Es raro, y de una honestidad que merece subrayarse, que una muestra incluya los trazos que cuestionan precisamente aquello que pretende celebrar.
Pero es, sobre todo, admirable de una política curatorial el desplazamiento del acento en las efemérides (el acontecimiento fundacional, el manifiesto, el punto de partida) a la densidad de una práctica y su transformación a lo largo del tiempo y las geografías, su entrecruzamiento con otras líneas de fisura (el cubismo, el superrealismo), su manifestación en diversas zonas del arte y la cultura (el cine, la música, la fotografía, el teatro, la danza, el diseño) y, sobre todo, los debates que suscitó.
Proa no se limitó a disponer impecablemente los materiales girados desde alguna parte (en este caso el MART), lo que ya habría sido más de lo que suele verse. Incluso revitalizó el papel del catálogo de mano, al ubicar allí (y sólo allí) los datos de las obras en exposición. Pero además exigió la inclusión de algunas obras (Bragaglia, Depero, Petorutti), produjo un video documental y un catálogo que amplifica lo que puede deducirse de la mera contemplación del material expuesto, y programó películas y conciertos.
Así, el futurismo nos alcanza y nos arrastra y nos envuelve en una ensoñación. Y nos obliga a pensar en el modo en que nos relacionamos con nuestro propio presente y a descubrir en nosotros las mismas contradicciones que Marinetti expresó en su Manifiesto.
Si el Tiempo y el Espacio han muerto ayer”, como dice el Manifiesto, tal vez, como se pregunta Rubén Darío, “¿no será lo mismo ir hacia Adelante que hacia Atrás?”. Si, como proclama el Manifiesto, hay que glorificar “el desprecio a la mujer”, tal vez nos convenga hoy, a nosotros, abandonarnos a un devenir mujer (Adriana Rosenberg es nuestra musa) para salvarnos de la melancólica contemplación de nuestras ruinas.
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