por Daniel Link para Qué pasa
Escribo esto un 17 de octubre, día conocido tradicionalmente en la Argentina como San Perón o como Día de la Lealtad, porque conmemora el 17 de octubre de 1945, cuando una gran movilización obrera y sindical, capitaneada por Eva Duarte (“Evita capitana”) demandó la liberación del coronel Juan Domingo Perón, entonces a cargo de la Secretaría de Trabajo y Previsión Social, fundando las bases de ese enigma político, el peronismo. La historia posterior es conocida (incluso demasiado conocida). La reforma estatal, la censura de prensa, los bombardeos a Plaza Mayo, el golpe de 1955, la masacre de José Leon Suárez, de la cual fueron víctimas miembros de la resistencia peronista, la sucesión de gobiernos democráticos débiles y dictaduras cada vez más asesinas, el retorno del peronismo al gobierno en 1973, la interna peronista (Montoneros vs. Triple A) acelerando la marcha de los tiempos, el golpe de 1976 y su política totalmente asesina y totalmente suicida y la restauración democrática de 1983, cuando el peronismo no resultó vencedor y tuvo que abrazar la causa del neoliberalismo para poder gobernar durante diez largos años y comenzar un largo proceso de autodestrucción que recién ahora parece cumplirse.
Es la primera vez (en democracia) que el peronismo no se juntará para celebrar el Día de la Lealtad, dado que sus principales representantes son candidatos en las futuras elecciones (como oficialismo o como oposición) y rige ya la veda electoral. Además, son tantas las facciones en que el movimiento se ha dividido que sería difícil aunar muchedumbres sin estrépito.
La Presidencia de la Nación dio orden a los sectores vinculados con el kirchnerismo para que se abstuvieran de participar de cualquier acto conmemorativo. El gobernador de la poderosa provincia de Buenos Aires (candidato a la reelección) suspendió el acto que él mismo había programado. Lo mismo se vieron forzados a hacer los intendentes del conurbano.
En su columna de hoy en el diario Página/12, Eduardo Aliverti se refiere a “este clima electoral manso, anodino, del que apenas hay registro por unos spots de campaña espantosos”. No se equivoca Aliverti. Yo mismo acabo de volver de un viaje largo de trabajo y, contra toda prevención, me encuentro con una ciudad tranquila y hasta indiferente en relación con esos dos traumas: las elecciones presidenciales (más o menos definidas desde las Primarias de agosto) y San Perón. Esta mañana no me despertaron los bombos y escribo estas líneas en un silencio que podría pensarse como la paz de los cementerios o el silencio que precede a la tormenta. Pienso, más, bien, que se trata del silencio de una agonía y un parto superpuestos: algo no termina de morir y algo no ha nacido todavía.
Analistas políticos de otros diarios suponen que el oficialismo pretende reservar todo su poder de convocatoria para fechas más importantes: el 23 a la noche, cuando se festeje la indudable reelección de la Sra. Fernández por mayoría aplastante, y el 27 de octubre, cuando se recordará al Sr. Néstor Kirchner, en el primer aniversario de su paso a la inmortalidad.
De modo que si uno tuviera que situar el clima manso y anodino que vive la Argentina en relación con un proceso cultural de vasto alcance, lo que habría que señalar en primer término es esa transformación de la cultura política sin precedentes que ha impuesto el kirchnerismo, en primer término, y el cristinismo, en última instancia, al conjunto de saberes, expectativas, sueños, terrores, rituales y figuras del imaginario político argentino o, lo que es lo mismo, del imaginario peronista, que dominó la escena política con holgura hasta este mes aciago.
Sabido es que a la Sra. Fernández jamás se la ha escuchado cantar la marcha peronista y que muy a regañadientes ha realizado la v de la victoria con sus dedos. Esa repugnancia al folclore peronista parece haber culminado en este 17 de octubre mudo, donde queda claro que el peronismo (sus actores, su misterio) está dejando paso a una nueva forma de soberanía, de hegemonía cultural y de gestión de lo público.
La alguna vez líder de la oposición, la Sra. Elisa Carrió, desencantada con el rumbo que toma la cultura política en la Reina del Plata, declaró, con un humor infantil que no se condice con ninguna forma de inteligencia: "Me voy a vivir a una chacra, no soy como Cristina y sus palacios". La frase está calcada de la que pronuncia uno de los personajes de Fin de fiesta (1958), la novela de Beatriz Guido (“Si viene el comunismo, me voy a la estancia hasta que se les pase”).
A diferencia de lo que podría esperar aquel personaje de ficción, es muy probable que los cambios políticos de los últimos años no se reviertan como para que la Sra. Carrió deba renunciar a su destierro chacarero.
El kirchnerismo está lejos de ser un modelo de transparencia o de prolijidad política, y el cristinismo es tanto o más personalista que las versiones anteriores de caudillismo peronista. La suspicacia de la Sra. Fernández y sus colaboradores respecto del entramado peronista-sindical y la red de gobernadores e intendentes que sostuvieron siempre el poder territorial del peronismo (la imposibilidad entre estética y ética que han manifestado a la hora de tener que negociar con esas fuerzas políticas de mil cabezas) es evidente para seguidores y detractores. Pero no es la relación de fastidio que uno puede sentir ante determinados estilos de la escena pública (“¡no negocian nada!”) lo que cuenta (los “estilos”, en definitiva, son inevaluables), sino la capacidad discursiva para sostenerse a sí mismo del oficialismo (eso que se llama “kirchnerismo” o “cristinismo”) lo que impresiona a propios y ajenos.
En sus momentos más críticos (la discusión sobre las retenciones agropecuarias que enfrentó un país con otro; la derrota electoral de medio término; la crisis del Banco Central) el oficialismo encontró la fuerza y la imaginación para transformar las condiciones políticas de su acción de gobierno y de la práctica política. Recurrió a todas las armas a su alcance, incluidas las menos agradables para sus enemigos (la dimensión y la insistencia muchas veces delirante con la que se definió “el enemigo” será un capítulo de la historia política argentina del siglo XXI). Uno de los programas más comentados (aunque no muy visto) de la Televisión Pública, la pata central del aparato de propaganda oficialista, impuso la idea de una vasta conspiración (ortográfica) entre Cobos (el vicepresidente aliado hasta el conflicto con el campo), Carrió (la líder de la oposición) y Clarín (el diario emblema del grupo multimediático que había sostenido la gestión del Sr. Kirchner hasta una pelea cuyo núcleo más problemático probablemente se nos esconda para siempre). C-C-C era, como cualquiera puede darse cuenta, lo anti-K.
Llevada a ese límite semiótico, la discusión política se volvió intransitable durante los primeros meses de 2011, hasta que la victoria del oficialismo en las Primarias de agosto demostró lo que para cualquier observador con una mediana sensibilidad era evidente desde la prematura muerte del Sr. Néstor Kirchner: la potencia de arrastre ahora irrefrenable de su viuda en relación con las intenciones de voto, subrayada mediante un uso habilísimo de las últimas tecnologías (twitter, facebook, la blogosfera). Los medios, que interpretaron bien ese desprecio hacia ellos como articuladores de la opinión pública, reaccionaron con una violencia que les fue devuelta moneda por moneda, en una espiral que alguien pudo parecer signficativa pero que no tuvo demasiadas consecuencias: las audiencias siguen mirando Canal 13 y TN y comprando Clarín y, al mismo tiempo, votando por el oficialismo y, al mismo tiempo, en Buenos Aires, por su rival municipal, el Sr. Macri).
Es muy probable que esa contradicción en sus términos tenga que ver con el carácter liminar de nuestro tiempo (el tránsito del peronismo al kirchnerismo-cristinismo).
No muchos analistas han interpretado correctamente el juvenilismo discursivo del oficialismo. El nuevo funcionariado ejecutivo y legislativo proviene de esa inclinación fundamental, cuya forma institucional es la agrupación oficialista “La Cámpora”, en homenaje al presidente Héctor Cámpora, quien gobernó el país durante menos de dos meses durante 1973, antes de entregar el poder a Raúl Alberto Lastiri (yerno de José López Rega, el fundador del grupo paramilitar Alianza Anticomunista Argentina, la tristemente célebre Triple A), antes de la tercera presidencia de Perón.
No es tanto que el oficialismo use a los (sedicentes) militantes de “La Cámpora” y sus simpatizantes como coraza sino que, al hacerlo, declara no aceptar (o no considerar suficiente) los vetustos aparatos sindical y municipal en los que el peronismo fundó su poderío. El kirchnerismo-cristinismo enfrenta al peronismo (su único rival verdadero) mediante un red infinitamente más compleja de cibercomunicaciones.
Entre los sectores ilustrados, gran parte del éxito del oficialismo (que es la simpatía política “por defecto”, una adhesión escasísima que en Argentina no sucedía desde los primeros tiempos de la recuperación democrática y que deja perplejo al analista más curtido) no radica tanto en sus políticas (que han sido legítimamente tomadas de otros programas de gobierno) ni, mucho menos, de una política prebendaria (como la oposición intenta sostener), sino en su modernidad inclaudicable.
En Argentina, curiosamente, ser hoy moderno es adherir al kirchnerismo en algunas de sus variantes, y aparentemente el electorado lo demostrará el próximo domingo con porcentajes que competirán con los de la fórmula Perón-Perón en 1973. El futuro de esa revancha electoral está todavía por verse y sería prematuro realizar conjeturas. Pero si el clima electoral se volvió, para quienes participan con mayor entusiasmo de esos rituales de la democracia representativa, en manso y anodino, sería deseable que ese mood se prolongara. La intensidad, que tanto necesitamos en el arte, en la política puede ser agobiante, como lo fue durante los últimos dos o tres años.
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