por Laura Isola para Perfil Cultura (domingo 27 de mayo de 2012)
Uno está en el Museo de Prado y es de 1611; el otro, en el Palazzo Rosso de Génova y es un poco posterior, de 1616. El primero recorta el cuerpo del santo sobre un fondo oscuro, con las manos atadas por detrás a la altura de cintura, la cabeza ladeada, los ojos acuosos y una flecha en el costado. Apenas tapado por un lienzo a la altura de las caderas, también, está el santo, en el otro cuadro. Pero esta vez, las manos atadas sobre la cabeza, la mirada hacia arriba. Se ven, claramente, las dos flechas y un hilo de sangre. Bello y ocupado en su martirio, en ambos casos, el santo es San Sebastián y el pintor Guido Reni (1575-1642), exponente magistral de la escuela boloñesa. La agonía y el éxtasis compiten en su cara y en el cuerpo, apenas colgado, con la tensión indispensable para que el dolor y el placer hagan su tarea. El segundo, por su parte, corrió una suerte más literaria que el primero. Bien conocido es el impulso que genera en el muchacho de 12 años, protagonista de Confesiones de un máscara, de Yukio Mishima. Asimismo, el propio Mishima se “convierte” y adopta la pose del mártir en una foto de 1970. Por su parte, era el preferido de Oscar Wilde: “La visión del San Sebastián de Guido vino ante mis ojos tal como lo vi en Génova, un precioso niño, de cabello crujiente y revuelto y de labios rojos, elevando sus ojos con una mirada fija, divina, apasionada hacia la Eterna Belleza de los Cielos abiertos”. Le escribió un poema y a su vez, el escritor irlandés fue más allá. Hizo cuerpo de su nombre. Cuando salió de la cárcel y se exilió para siempre, fue Sebastian Melmoth en señal de propio martirio.
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